Una tarde, en tiempo de vendimias, se presentó en el cercado de nuestra casa una moza alta, flaca, renegrida, con el pelo fosco y los ojos ardientes, cavados en el cerco de las ojeras. Venía clamorosa y anhelando:
— ¡Dadme amparo contra un rey de moros que me tiene presa! ¡Soy cautiva de un Iscariote!
Sentóse a la sombra de un carro desuncido y comenzó a recogerse la greña. Después llegóse al dornajo donde abrevaban los ganados y se lavó una herida que tenía en la sien. Serenín de Bretal, un viejo que pisaba la uva en una tinaja, se detuvo limpiándose el sudor con la mano roja del mosto:
— ¡Cativos de nos! Si has menester amparo clama a la justicia. ¿Qué amparo podemos darte acá? ¡Cativos de nos!
Suplicó la mujer:
— ¡Vedme cercada de llamas! ¿No hay una boca cristiana que me diga las palabras benditas que me liberten del Enemigo?
Interrogó una vieja:
— ¿Tú no eres de esta tierra?
Sollozó la renegrida:
— Soy cuatro leguas arriba de Santiago. Vine a esta tierra por me poner a servir, y cuando estaba buscando amo caí con el alma en el cautiverio de Satanás. Fue un embrujo que me hicieron en una manzana reneta. Vivo en pecado con un mozo que me arrastra por las trenzas. Cautiva me tiene, que yo nunca le quise, y sólo deseo verle muerto. ¡Cautiva me tiene con sabiduría de Satanás!
Las mujeres y los viejos se santiguaron con un murmullo piadoso, pero los mozos relincharon como chivos barbudos, saltando en las tinajas, sobre los carros de la vendimia, rojos, desnudos y fuertes. Gritó Pedro el Amelo, de Lugar de Condes:
— ¡Jujurujú! No te dejes apalpar y hacer las cosquillas, y verás cómo se te vuela el Enemigo.
Resonaron las risas alegres y bárbaras. Las mozas, un poco encendidas, bajaban la frente y mordían el nudo de sus pañuelos. Los mozos, en lo alto de los carros, renovaban los brincos y los aturujos, pisando la uva. Pero de pronto cesó la fiesta. Mi abuela acababa de asomar en el patín, arrastrando su pierna gotosa y apoyada en el brazo de Micaela la Galana. Era Doña Dolores Saco, mi abuela materna, una señora caritativa y orgullosa, alta, seca y muy a la antigua. La moza renegrida se volvió hacia el patín con los brazos en alto:
— ¡Concédame su amparo, noble señora!
A mi abuela le temblaba la barbeta. Con un dejo autoritario interrogó:
— ¿Qué amparo pides, moza?
— ¡Contra un rey de moros! Vengo escapada de la cueva del monte, donde me tenía presa.
Micaela la Galana murmuró al oído de mi abuela:
— ¡Parece privada, Misia Dolores!
Y mi abuela levantó su lente de concha y tornó a interrogar, mirando a la moza:
— ¿A quién llamas tú rey de moros?
— ¡Rey de moros talmente, mi señora!
— Habla sin voces.
Gimió la renegrida:
— ¡Me tiene cautiva con sabiduría de Satanás!
Intervino el viejo Serenín de Bretal:
— La señora quiere saber cómo se llama el mozo que te tiene en su dominio, y de dónde es nativo.
La renegrida levantaba los brazos, temblorosa y ronca:
— Milón de la Arnoya. ¿Nunca tenéis oído de él? Milón de la Arnoya.
Milón de la Arnoya era un jayán perseguido por la justicia, que vivía enfoscado en el monte, robando por siembras y majadas. En casa de mi abuela, cuando los criados se juntaban al anochecido para desgranar mazorcas, siempre salía el cuento de Milón de la Arnoya. Unas veces había sido visto en alguna feria, otras por caminos, otras, como el raposo, rondando alrededor de la aldea. Y Serenín de Bretal, que tenía un rebaño de ovejas, solía contar cómo robaba los corderos en las Gándaras de Barbanza. El nombre de aquel bigardo perseguido por la justicia había puesto una sombra en todos los rostros. Solamente mi abuela tuvo una sonrisa desdeñosa:
— Ese malvado, si viene por ti, no habrá de llevarte. ¡Quedas recibida en mi casa, moza!
Se levantó un murmullo en loa de mi abuela. La renegrida dió las gracias humildemente y fue a sentarse al arrimo del patín, con la cabeza cubierta. A lo lejos resonaban las voces de la vendimia. Una larga hilera de carros venía por la calzada. Mozas descalzas y encendidas caminaban delante, animando la yunta de los bueyes dorados: Otras venían en las tinajas, las bocas llenas de cantos y de risas, teñidas del zumo de las uvas. Los carros entraron lentamente en el cercado: Detrás del último apareció un mendigo todo en harapos. Era velludo y fuerte. La renegrida, que tenía la cabeza cubierta, se levantó como si le hubiese adivinado. Temblaba lívida y sombría.
— ¡Perverso, ciencia de brujos te encaminó a esta puerta! ¡No rías, boca de Satanás!
El hombre no se movió del umbral. Furtivo, tendió la vista en torno, y volviéndola a la tierra suspiró.
— Una sed de agua para un pobre que va de camino.
La renegrida gritó:
— Ese que vos habla es Milón de la Arnoya. ¡Ahí le tenéis! ¡De sed perezcas como un can rabioso, Milón de la Arnoya!
Se habían acallado todas las voces. Las mujeres miraban al mendigo llenas de curioso sobresalto y los hombres con recelo. Algunos empuñaban las picas de acuciar las yuntas. En lo alto del patín, mi abuela, abandonando el brazo en que se apoyaba, habíase erguido, seca y enérgica, con la barbeta siempre temblona. Se oyó su voz autoritaria:
— Socorred a ese hombre, y que se vaya.
Milón de la Arnoya apenas levantó la frente obstinada:
— Misia Dolores, esa mujer es mi perdición. Ningún mal puede contar de mí. Habla la verdad de toda cosa, Gaitana.
La renegrida se retorció los brazos:
— ¡Arrenegado seas, tentador! ¡Arrenegado seas!
Los ojos hundidos y apagados de mi abuela se avivaron con una llama de cólera:
— Mozos, echad a ese malvado de mi puerta.
Remigio de Bealo y Pedro el Arnelo se dirigieron a la cancela del cercado, pero el otro les contuvo hablando torvo y plañidero:
— ¡Aguardad, que ya me voy! Más hermandad se ve entre los lobos que entre los hombres. Se alejó. La renegrida, derribada en tierra, se retorcía con la boca espumante, y las vendimiadoras la rodeaban, sujetándola para que no se desgarrase las ropas. Serenin de Bretal trajo agua del pozo. Micaela la Galana bajó con un rosario, y en aquel momento oyéronse grandes voces que daba en la calzada Milón de la Arnoya. Eran unas voces como alaridos de alimaña montés, y la renegrida al oírlas se levantó en medio del corro de las mujeres, antes de que la hubiesen tocado con el rosario bendito. Espumante, ululante, mostrando entre jirones la carne convulsa, rompió por entre los carros de la vendimia y desapareció. Acudieron todos a la cancela y la vieron juntarse con Milón de la Arnoya. Después contaron que el forajido prendiéndola de las trenzas, se la llevó arrastrando a su cueva del monte, y algunos dijeron que se habían sentido en el aire las alas de Satanás. Yo solamente vi, cuando anocheció y salió la luna, un buho sobre un ciprés.
Jardín umbrío: Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones (1920) |