Zumbador enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que envolvían en parpadeante claridad el pórtico del Foreigner Club. Un pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos, y bebía cócteles en compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros reían aquellas señoras, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería, besaban la dorada fimbria de los abanicos que, flirtadores y mundanos aleteaban entre aromas de amable feminismo. Acertó a pasar el Duquesito de Ordax agregado entonces a la Legación Española, y apenas le divisó Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla, quitóse el cigarro de la boca y le ceceó con andaluz gracejo:
—Espérate mamarracho.
Puesta en pie, bebióse el último sorbo del cóctel, y salió presurosa al encuentro del caballero que, con ademán de rebuscada elegancia, se ponía el monóculo para ver quien le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un momento de incertidumbre y de sorpresa; luego recordó de pronto:
— ¿Pero eres tú princesa?...
—La misma, hijo de mi alma. ¿Tú no sabrás que esta mañana he llegado de la India?...
El Duquesito arqueó las cejas y dejó caer el monóculo: fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó atusándose el rubio bigote con el puño cincelado de su bastón:
—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!...
Rosita cerraba los ojos con un aire encantador y apasionado cual si quisiese evocar la visión luminosa de la India:
— ¡Qué tierra aquella! ¡Más calor que en Sevilla!
Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona. Rosita aseguró:
—¡Más calor que en Sevilla, no pondero la menos!...
El Duquesito seguía sonriendo.
—Bueno... Pero cuéntame cómo has hecho el viaje.
—Con lord Salvury. Tú le conociste. Aquel inglés que me sacó de Sevilla. ¡Tío más borracho!...
—¿Ahora estás aquí con él?
—Quita allá.
—¿Estás sola?
—Tampoco. Ya te contaré. ¿Tú querías que estuviera sola?
Se reía al decirlo, y en aquellos labios de clavel gitano la risa era fragante. El aire se aromaba al besarlos. De pronto Rosita soltó el brazo del Duquesito. Por el paseo de los tilos adelantaba un hombre: era negro y gigantesco; admirable de gallardía y de nobleza. Su ropaje era oriental. Al llegar saludó al Duquesito, con leve sonrisa al par amable y soberana. Rosita los presentó:
—Mi marido...
Y ante el gesto de asombro que hizo el Duquesito, se interrumpió riendo con su reír sonoro y claro. Mordiéndose los labios añadió:
—Mi marido, el rey de las Islas de Dalicam.
Su majestad, después de dudar breves momentos, sacó del bolsillo una fotografía, un retrato admirable hecho a su paso por París en casa del célebre Nadar, y lo ofreció al Duquesito. Pero antes de entregárselo, descolgó un lapicero de oro que colgaba entre los tres mil dijes de su reloj y puso ambas cosas en manos de Rosita. La andaluza con el lápiz entre los labios miró a las estrellas: las consultaba. Luego borrajeó la dedicatoria, bajo la mirada amorosa de aquel rey negro, que como los reyes de las edades heroicas, no sabía escribir.
R. DEL VALLE-INCLAN
La Vida literaria (Madrid). 20/4/1899, n.º 15, página 5 |