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Ramón del Valle-Inclán

"Epitalamio. Historia de amores "

Capítulo 7

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 

Epitalamio

Historia de amores

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VII

Una zagala pelirroja entró en el huerto conduciendo del ronzal a la «Maruxa», la res destinada para celebrar la «Pastorela Mundana»; aquel nuevo rito de ese nuevo paganismo, donde las diosas son Evas pervertidas, y donde los sacerdotes son poetas que se embriagan con ajenjo libado en elegante vaso griego. — Beatriz descendió corriendo los escalones del «patín», y acercándose a la vaca, comenzó por acariciarle el cuello.

— ¡Príncipe, mire usted qué mansa es la «Maruxiña»!...

La vaca se estremecía bajo la mano de Beatriz, — una mano muy blanca que se posaba con infantil recelo sobre el luciente y poderoso lomo de la «Maruxa». Beatriz levantó la cabeza:

— ¿Pero no bajan ustedes?

Entonces Augusta hubo de interrumpir el coloquio que a media voz sostenía con el poeta.

— ¡Hija mía, a qué cosas obligas tú a este caballero!

Y sonreía burlonamente designando al Príncipe con un ademán de gentil y extremada cortesía. El Príncipe Attilio inclinó­ se a su vez, y ofreció el brazo a la dama para descender al huerto. En lo alto de la escalinata, bajo el arco de follaje que entretejían las enredaderas, se detuvieron contemplando los dorados celajes del ocaso. El poeta arrancó un airón de yedras que se columpiaba sobre sus cabezas.

— ¡Salve Beatriz!... Ya tenemos con qué coronar a la «Maruxa».

Al mismo tiempo unía los dos extremos de la rama, temblosos» en su alegre y sensual verdor. Augusta se la quitó de las manos.

—Yo seré la vestal encargada de adornar el testuz de la «Maruxa»...

Miró al poeta, y sacudió la cabeza alborotándose los rizos, y riendo.

— Usted, Príncipe, no dudará que sabré hacerlo.

Por recatarse de Beatriz, adoptaba un acento de alocado candor, que, aun velando la intención, realzaba aquella gracia cínica, ¡delicioso perfume que Augusta sabía poner en cada frase!

El poeta clavó los ojos en la dama, y murmuró intencionadamente:

— ¡Pero usted no puede ser vestal, Augusta!

— ¡Qué sabe usted lo que yo puedo ser!...

El Príncipe sonrió.

— Yo la creía a usted «Turris Ebúrnea»; pero no «Virgo Veneranda».

— ¡Principe! ¡Príncipe!...

Y le amenazaba con el abanico. El Príncipe hizo un gesto de irónica sorpresa.

— ¡Mi palabra de honor, Augusta!...

Ella le miró con expresión de burla.

— ¡Hijo de mi alma, esta vez se acreditó usted de inocente!.. Olvida usted que hay precedentes: la mamá de Rómulo y Remo... ¡Si sé yo más Historia Romana que mi señor marido; y eso que no tengo traducidos a Horacio y a Marcial!

A todo esto había hecho una corona con el ramo de yedras, y la colocó sobre las astas de la «Maruxa». Después se volvió a Beatriz:

— ¿No tiene más lances la «Pastorela Mundana», chiquitína?...

Beatriz permaneció silencio sa. Sus ojos verdes, de un misterio doloroso y trágico, se fijaban con extravío en el rostro de Augusta, que supo conservar su expresión de placentera travesura. La sonrisa de Gioconda agonizaba dolorida sobre los castos labios de la niña. Augusta cambió una mirada con el poeta. Al mismo tiempo fue a sentarse en el banco de piedra que había al pie de un castaño secular. El Príncipe se acercó a Beatriz.

—¿Quiere usted que bajemos al colmenar?...

Beatriz pronunció con una sombra de melancolía:

— ¡Yo quería ordeñar la «Maruxa» para que usted probase la leche, como ayer!...

Augusta murmuró reclinándose en el banco:

—¡Pues ordéñala, hija mía, la probaremos todos!

Beatriz se arrodilló al pie de la vaca. Su mano pálida, donde ponía reflejos sangrientos el rubí de una sortija, aprisionó temblorosa las calientes ubres de la «Maruxa». Un chorro de leche salpicó el rostro de la niña, que levantó riendo la cabeza:

— ¡Míreme usted, príncipe!

Estaba muy bella con las blancas gotas resbalando sobre el rubor de las mejillas. El poeta se la mostró a la dama.

— ¡He ahí el bautizo de la santa y pagana Naturaleza!...

Como si un extremecimiento voluptuoso pasase sobre la faz del mundo, se besaron las hojas de los árboles con largo y perezoso murmullo. La vaca levantó arrogante el mitológico testuz, coronado de yedras, y miró de hito en hito al sol que se ocultaba. Herida por los destellos del ocaso la «Maruxa» parecía de cobre bruñido; recordaba esos ídolos que esculpió la antigüedad clásica; divinidades robustas, benignas y fecundas que cantaron los poetas.

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