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Ramón del Valle-Inclán

"Epitalamio. Historia de amores "

Capítulo 5

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 

Epitalamio

Historia de amores

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V

Volvió Augusta al lado del poeta, e inclinándose, pronunció velozmente:

—¿No te has enojado? ¿Verdad que no?

La respuesta del príncipe fue esa mirada teatral, intensa, sin parpadeos, que parece de rito en toda amorosa lid. Augusta buscó en la sombra la mano de su amante y se la estrechó furtivamente.

— Esta noche, ¿quieres que nos veamos?

El príncipe Attilio dudó un momento. Aquella pregunta, rica de voluptuosidad, perfumada de locura ardiente, deparábale ocasión donde mostrarse cruel y desdeñoso. ¡Placer amargo cuyas hieles son más gratas que todas las dulzuras del amor! Pero Augusta estaba tan bella, tales venturas prometía, que triunfó el encanto de los sentidos: una ola de galantería sensual envolvió al poeta:

— ¡Oh, mi Augusta!... ¡Mi Augusta querida, esta noche y todas!...

Y los dos amantes, sonriendo, tornaron a estrecharse las manos, y se dieron la mirada besándose, poseyéndose, con posesión impalpable, en forma mística, intensa y feliz como el arrobo. Fue un momento no más. Beatriz volvió la cabeza, y ellos se soltaron vivamente. La niña encaminóse a la puerta del «patín»; ya allí, dirigiéndose al poeta, preguntó con timidez adorable:

— Príncipe, ¿quiere usted que, como ayer, ordeñemos la vaca, y que después bajemos a probar la miel de las colmenas?

Augusta los miró sin comprender.

—¡Por Dios, están ustedes locos! ¡Vaya una merienda de pastores!

Beatriz y el príncipe cambiaban sonrisas, como dos camaradas que recuerdan juntos alguna travesura. La niña, sintiéndose feliz, exclamó:

— ¡Tú no sabes, mamá!... Ayer lo hemos hecho así; ¿verdad, príncipe?

Sus mejillas, antes tan pálidas, tenían ahora esmaltes de rosa; se alegraba el misterio de sus ojos; y su sonrisa de Gioconda adquiría expresión tan sensual y tentadora, que parecía reflejo de aquella otra sonrisa que jugaba en la boca de Augusta. El poeta, apoyado en el alféizar, se atusaba el mostacho con gallardía donjuanesca. A todo cuanto hablaba Beatriz asentía inclinándose como ante una reina; pero sus ojos de gran señor permanecían fijos en ella, siempre audaces y siempre dominadores. Todavía quiso insistir Augusta; pero su hija, echándole los brazos al cuello, la hizo callar sofocada por los besos.

— ¡No digas que no, mamá! Ya verás como yo misma ordeño la «Maruxa». El príncipe me prometió ayer que con ese asunto escribiría unos versos, una «Pastorela Mundana», ¿no dijo usted eso, príncipe?

Y Beatriz, con aturdimiento desusado en ella, entró en la casa dando gritos para que sacasen del establo a la «Maruxa». Augusta quedó un instante pensativa; luego, volviéndose a su amante, pronunció entre melancólica y risueña:

— ¡Pobre hija mía!

El príncipe hizo un gesto enigmático; tomó ambas manos de Augusta, y la llevó al otro extremo del «patín», allí, donde la yedra entrelazaba sus celosías más espesas. Caía la tarde, quedaba en amorosa sombra el nido verde y fragante que, recamando el «patín», tejieran las enredaderas; el follaje temblaba con largos extremecimientos nupciales al sentirse besado por las auras; el dorado rayo del ocaso penetraba triunfante, luminoso y ardiente como la lanza de un arcángel. Aquella antigua escalinata, con su ornamentación mitológica cubierta de seculares y dorados liqúenes, y su airosa balaustrada de granito donde las palomas se arrullaban al sol, y su rumoroso dosel que descendía en cascada de penachos verdes hasta tocar el suelo, recordaba esos parajes encantados que hay en el fondo de los bosques; camarines de bullentes hojas donde rubias princesas hilan en ruecas de cristal...

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