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Ramón del Valle-Inclán

"El rey de la máscara"

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo
 
El rey de la máscara
 

El cura de San Rosendo de Gondar, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés, regresaba a su rectoral a la caída de la tarde, después del rosario. Apenas interrumpían la soledad del campo, aterido por la invernada, algunos álamos desnudos. El camino, cubierto de hojas secas, flotaba en el rosado vapor de la puesta solar. Allá, en la revuelta, alzábase un retablo de ánimas, y la alcancía destinada a la limosna mostraba, descerrajada y rota, el vacío fondo. Estaba la rectoral aislada en medio del campo, no muy distante de unos molinos: Era negra, decrépita y arrugada, como esas viejas mendigas que piden limosna, arrostrando soles y lluvias, apostadas a la vera de los caminos reales. Como la noche se venía encima, con negros barruntos de ventisca y agua, el cura caminaba deprisa, mostrando su condición de cazador. Era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir en socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui. A pesar de sus años conservábase erguido: Llevaba ambas manos metidas en los bolsillos de un montecristo azul, sombrerazo de alas e inmenso paraguas rojo bajo el brazo. Halagando el cuello de un desdentado perdiguero, que hacía centinela en la solana, entró el párroco en la cocina a tiempo que una moza aldeana, de ademán brioso y rozagante, ponía la mesa para la cena:

— ¿Qué se trajina, Sabel?

— Vea, señor tío...

Y Sabel, sonriente, un poco sofocada por el fuego, con el floreado pañuelo anudado en la nuca para contener la copiosa madeja castaña, con la camisa de estopa arremangada, mostrando hasta más arriba del codo los brazos blancos, blanquísimos, rubia como una espiga, mohína como un recental, frondosa como una rama verde y florida, mostraba sobre la boca del pote la fuente de rubias filloas, el plato clásico y tradicional con que en Galicia se festeja el antruejo —. Católas el cura con golosina de viejo regalón, y después, sentándose en un banquillo al calor de la lumbre, sacó de la faltriquera un trenzado de negrísimo tabaco, que picó con la uña, restregando el polvo entre las palmas, procediendo siempre con mucha parsimonia. Hallábase todavía en esta tarea cuando los tenaces ladridos del perro, que corría venteando de un lado a otro, parándose a arañar con las manos en la puerta, le obligaron a levantarse para averiguar la causa de semejante alboroto:

— ¡Condenado animal!

Sabel murmuró un poco inmutada:

— ¿Estará rabioso?

— ¡Rabioso, buena gana! Si estuviese rabioso no ladraba asi.

A esta sazón rompió a tocar en la vereda tan estentórea y desapacible murga, que parecía escapada del infierno: Repique de conchas y panderos, lúgubres mugidos de bocina, sones estridentes de guitarros destemplados, de triángulos, de calderos. Abrió Sabel la ventana, escudriñando en la oscuridad:

— ¡Pues si es una mascarada!

Apenas divisaron a la moza los murguistas, empezaron a aullar dando saltos y haciendo piruetas, penetrando en la casa con el vocerío y llaneza de quien lleva la cara tapada. Eran hasta seis hombres, tiznados como diablos, disfrazados con prendas de mujer, de soldado y de mendigo: Antiparras negras, larguísimas barbas de estopa, sombrerones viejos, manteos remendados, todos guiñapos sórdidos, húmedos, asquerosos, que les hacían de repugnante agüero. En unas angarillas traían un espantajo, vestido de rey o emperador, con corona de papel y cetro de caña: Por rostro pusiéranle groserísima careta de cartón, y el resto del disfraz lo completaba una sábana blanca.

Instóles el cura con tosca cortesía a que se descubriesen y bebieran un trago, mas ellos lo rehusaron farfullando cumplimientos, acompañados de visajes, genuflexiones y cabeceos grotescos. Habían posado las angarillas en tierra y asordaban la cocina, embullando muy zafiamente al eclesiástico y a la moza, que no por eso dejaban de celebrarlo con risa franca y placentera: Solamente el perro, guarecido bajo el hogar, enseñaba los dientes y se desataba en ladridos. El párroco insistía en que habían de probar el vino de su cosecha, y acabó por incomodarse: Mejor no se hacía en diez leguas a la redonda: Era puro como lo daba Dios, sin porquerías de aguardientes, ni de azúcares, ni de campeche... Encendió un farolillo, descolgó una llave mohosa de entre otras muchas que colgaban de la ennegrecida viga, y descendió la escalerilla que conducía a la bodega. Desde abajo se le oyó gritar:

— ¡Sabel! Trae el jarro grande.

— ¡Voy, señor tío!

Sabel apartó del fuego la sartén, descolgó el jarro y desapareció por la oscura boca, que la tragó, como un monstruo. Entonces, uno de los enmascarados se acercó a la ventana y la abrió lentamente, procurando no hacer ruido. Una ráfaga de viento apagó el candil, dejando la habitación a oscuras. Sólo se distinguía el fulgor rojo, sangriento de la brasa, y la diabólica fosforescencia de las pupilas del gato, que balanceaba dulcemente la cola adormilado sobre la caldeada piedra del hogar. De repente reinó profundo silencio. Una voz murmuró muy bajo:

— ¡No pasa un alma!

— Pues andando...

Buscaron a tientas la puerta y desaparecieron como sombras. En la escalerilla de la bodega resonaban ya las pisadas de los huéspedes. Sabel venía delante y se detuvo, sin atreverse a andar en la oscuridad. Por la ventana que los otros habían dejado abierta alcanzaba a ver el cielo anubarrado y el camino blanco por la nieve, sobre el cual caía trémulo y melancólico el lunar:

— ¡Se han ido!

Y Sabel tuvo miedo sin saber por qué. El cura, que venía detrás con el farolillo, repuso jovial:

— ¡Qué granujas! Ya volverán.

¿Cómo no habían de volver? Allí en medio de la cocina estaba el rey, grotesco en su inmóvil gravedad, con su corona de papel, su cetro de caña, el blanco manto de estopa, la bufonesca faz de cartón... Sabel, ya repuesta, adelantó algunos pasos y le acercó el jarro a los labios:

— ¿Quieres beber, señor rey?

Al separarlo, después de un segundo, la careta se corrió hacia abajo, descubriendo una frente amarilla, unos ojos vidriados, pavorosos, horribles:

— ¡María Santísima!

Y la moza, horrorizada, retrocedió hasta tropezar con la pared. El cura la increpó:

— ¡Qué damita eres tú!

— No... no... señor tío... ¡Pero es un difunto!

Y, estrechándose contra el viejo, se aproximaba palpitante, con ese miedo de las mujeres aldeanas que las impulsa a mirar, a acercarse, en vez de cerrar los ojos y de huir. El párroco tiró de la careta con resolución. Luego alzó el farol, proyectando la luz sobre el inmóvil y blanco enmascarado. Le contempló atentamente, dilatados los ojos por ávida mirada de estupor, y bajando el farolillo, que temblaba en su mano agitada por bailoteo senil, murmuró en voz demudada y ronca:

— ¿Tú le conoces, muchacha?

Ella respondió:

— Es el señor abad de Bradomín.

— Sí... Mañana le aplicaremos la misa por el alma.

Sabel temblaba con todos sus miembros, y gemía preguntando qué hacían, lamentando su mala estrella, lo que iba a ser de ellos si la justicia se enteraba:

— ¡Tío... señor tío! Podemos avisar en el molino.

El cura meditó un momento:

— No; ahí menos que en ninguna parte. Me parece que conocí a los dos hijos del molinero. Pero podemos enterrarlo en el corral, junto a los naranjos.

— ¿Y si lo descubren los perros como al criado del vinculero de Sobrán? ¿No se recuerda?

— Pues con él aquí no hemos de estarnos. ¿Hay tojo?

— Alguno hay.

Entonces el párroco fue a la ventana y la cerró, cuidando de poner la tranca, y lo mismo hizo con la puerta.

— Ahora cumple hacer callar a ese perro. Al que llame no se le contesta. ¡Así se hunda la casa! ¿Entiendes?

Quitóse el levitón, y empuñando una horquilla bajó a la bodega. A poco volvió con un inmenso haz de tojo y otro de paja: Los dejó caer de golpe delante de Sabel, que estaba acurrucada junto a la lumbre, gimiendo con la cara pegada a las rodillas, y la ordenó que pusiese fuego al horno. La rapaza se enderezó sumisa, sin dejar de temblar, pálida como un espectro... No tardaron las llamas, con música de chisporroteos y crujidos de leña seca, en cubrir la chata y negra boca del horno: Se alargaban llegando hasta el medio de la cocina, como una bocanada de aliento inflamado: Sus encendidos reflejos daban a la lívida faz del muerto apariencia de vida. El cura le desató de las angarillas, y haciendo a Sabel que se apartase, metióle de cabeza en el horno; pero como estaba rígido, fue preciso esperar a que se carbonizase el tronco para que el resto pudiese entrar. Cuando desaparecieron los pies, empujados por la horquilla con que el párroco atizaba la lumbre, Sabel, casi exánime, se dejó caer en el banco:

— ¡Ay! ¡Nuestro Señor, qué cosa tan horrible!

El cura le dijo que si bebía un vaso de vino cobraría ánimo, y para darle ejemplo, se llevó el jarro a la boca, donde lo tuvo buen espacio. Sabel seguía lloriqueando:

¡De por fuerza lo mataron para robarlo! Otra cosa no pudo ser. ¡Un bendito de Dios que con nadie se metía! ¡Bueno como el pan! ¡Respetuoso como un alcalde mayor! ¡Caritativo como no queda otro ninguno! ¡Virgen Santísima, qué entrañas tan negras! ¡Madre Bendita del Señor!

De pronto cesó en su planto, se levantó, y con esa previsión que nace de todo recelo, barrió la ceniza y tapó la negra boca del horno, con las manos trémulas. El cura, sentado en el banco, picaba otro cigarrillo, y murmuraba con sombría calma:

¡Pobre Bradomín!... ¡Válate Dios la hornada!

Jardín umbrío: Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones (1920)

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