Estaba un día el Padre Jacinto en el confesonario. Había oído ya los pecados de once o doce penitentes, les había dado la absolución, se encontraba fatigadísimo e iba a levantarse, cuando acudió a la rejilla una mujer muy guapa, pulcra y elegantemente vestida y al parecer de poco más de treinta años.
Desde luego el Padre la halló simpática, y, movido su corazón por la simpatía, no quiso negarse a escucharla.
La dama, hasta entonces no conocida del Padre, le dijo que permanecía soltera y que vivía con su anciana madre viuda, a quien amaba en extremo y se esmeraba en cuidar.
Eran madre e hija señoras principales pero pobres, y vivían con recogimiento y en cierta estrechez decorosa.
Todos los pecadillos que la dama confesó al Padre eran tan leves y veniales, y le fueron confesados por ella con tal candor y con gracia tan inocente, que el Padre, en el fondo de su alma, hubo de calificarla no sólo de graciosa y discreta, sino de casi santa. Creyó, pues, inútil el trabajo que ella se había tomado en decir su confesión y el que se tomaba él en oírla. Aprobó, no obstante, y celebró aquel trabajo, hallándole grato y ameno.
Eran tan pequeñitas las faltas de la dama, que el Padre, a pesar de su severidad, apenas creía que debía imponerle más penitencia que la de rezar un Padre-nuestro.
Se disponía ya a imponérsela y a echarle la bendición, cuando la dama, después de larga pausa y silencio, muy ruborizada y como quien vacila, dijo con voz dulce y temblorosa:
-Padre, me avergüenzo de pensar que estoy engañando a usted. Usted me creerá buena y virtuosa, pero es porque no le he dicho un pecado muy grave y mortal que pesa sobre mi conciencia y que la abruma. Menester será que yo se lo diga, aunque me apesadumbre y me cause extraordinario sonrojo.
-Sí, hija mía, al confesor no se le debe ocultar nada: habla con franqueza.
-Pues ya que es menester ser franca, ha de saber usted que, hará ya doce o trece años, cuando yo aun no había cumplido los dieciocho, estuve prendada de un primo mío, teniente de infantería. Él también me amaba de corazón, pero ni él poseía más bienes que su carrera ni yo contaba con más riqueza que la paga de huérfana que había de perder casándome. Aunque muy de veras lo deseábamos, conociendo él y yo que el casamiento no podía ser, nos habíamos resignado sin perder la esperanza de que viniesen para nosotros mejores días y de que nos fuese más propicia la fortuna. En busca de ella y en cumplimiento de su deber, mi primo tuvo que irse a Cuba, donde la guerra civil ardía entonces. La víspera de su partida, que debía ser por la mañana temprano, mi primo estuvo en casa a despedirse de mi madre y de mí.
Estábamos entonces en Cádiz.
Como mi madre había notado nuestra mutua inclinación y la desaprobaba porque no podía terminar bien, y porque soñaba para mí con mejor partido, nuestra despedida no pudo ser en su presencia todo lo expresiva y cariñosa que mi primo y yo deseábamos. Y aquí empiezan mis deslices y mi culpa: yo consentí, cediendo a los ruegos de él, en volver a verle aquella misma noche cuando mi madre estuviese dormida, y en hablarle, saliendo a un balcón del entresuelito en que vivíamos.
Abrí en efecto el balcón a altas horas de la noche y cuando mi madre dormía profundamente. Mi primo estaba en la calle aguardando mi salida. La pálida luz de la luna iluminaba su hermosa cara. En la calle, poco concurrida de ordinario, no parecía nadie a aquellas horas. Considerando muy incómodo hablarnos desde lejos, él, que era ágil, apoyándose en una reja del cuarto bajo, se encaramó hasta el balcón, por más que yo le repugnaba y mostraba disgusto y miedo. Ya puesto él en la parte exterior del balcón, temimos que alguien pasase y le viese. Hubiera sido un escándalo. A fin de evitarle, mi primo, con la misma agilidad que había desplegado para subir, saltó irreflexivamente por cima de la baranda y penetró en el cuarto, que era el mismo en que yo dormía. El terror que me inspiraba el paso que acabábamos de dar y la honda pena que él y yo sentíamos al pensar que íbamos a separarnos para siempre, nos movió, sin la menor malicia y premeditación de mi parte, a abrazarnos y acariciarnos con suave abandono. Y como yo vertía muchas lágrimas, él las secaba con sus labios sobre mis mejillas. Luego, no sé como, natural y sencillamente, se encontraron y se unieron nuestras bocas. Y por último, Padre, ¡qué vergüenza! aquello fue un delirio, un frenesí de amor, un deleite que me pareció como del cielo; una estrechísima unión de nuestros dos seres y una íntima fusión de nuestras dos almas, que duró hasta rayar la aurora. Mi primo tuvo entonces que irse. Nos hicimos mil juramentos de fidelidad. Yo, en el momento de partir él, aun le retenía y le apretaba entre mis brazos y me le comía a besos. Pero la separación fue inevitable. Mi primo salió para la Habana dos horas después de haber cometido juntos él y yo tan horrible, dulce y largo pecado. Espantosa fue mi desventura. Sin duda fue castigo del cielo. Mi desdichado primo, a los pocos días de llegar a la Habana, murió de la fiebre amarilla. No acierto a ponderar el inmenso dolor que se apoderó de mi alma. Mi único consuelo, lo confieso, era recordar que yo había sido suya; retraer al pensamiento embelesado todo el encanto, toda la enajenación, todo el éxtasis celestial que embargó mis potencias y mis sentidos cuando me entregué a él por entero, sin que quedase prenda mía que yo no le diese.
Suspiró la penitente, se humedecieron con lágrimas sus hermosos ojos y quedó en silencio.
El Padre Jacinto le rompió diciendo:
Grave y mortal fue tu pecado, hija mía. Pero lo peor y más grave es que le hayas tenido oculto durante trece años sin confesarle hasta ahora.
Pero Padre, dijo la dama, si yo acudo lo menos veinte veces al año al tribunal de la penitencia y jamás he dejado de confesar en él este pecado mío.
El Padre echó sus cuentas y dijo:
-Hace trece años; veinte por trece doscientos sesenta; pues hija, lo has confesado y te han absuelto y te han absuelto doscientas sesenta veces.
Pues yo creo, Padre, replicó ella, que si me dura la vida, pasarán las veces de dos mil, porque el recuerdo de mi pecado me enamora y el referirle me encanta, y este enamoramiento y este encanto constituyen, sin duda, un pecado nuevo.
-Sí, hija mía, le constituyen. Yo te absolveré ahora. Procura tú olvidar tu pecado y no le cuentes más.
-¡Ay Padre, no puedo!
-Entonces, ¿qué le vamos a hacer? Ven cuando gustes a contármele. Yo le oiré (procurando, añadió el Padre entre dientes, que a pesar de mis sesenta años no despierte en mí la envidia) y siempre te absolveré, porque Dios es misericordioso. |