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Juan Valera

"Conversión de un heterodoxo"

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Conversión de un heterodoxo
 

Vivía en Sevilla, hará más de dos siglos, un clérigo tan sabio en Teología y tan gran predicador, que era el pasmo y la gloria de la ciudad, y tan afable con sus iguales, tan modesto con los superiores y tan llano y caritativo con la gente menuda, que se había ganado la voluntad de todo el mundo.

El demonio, que es envidioso y que todo lo añasca, se ingenió de suerte que hizo que el tal clérigo, a fuerza de meditar y de cavilar en las cosas divinas, viniese a caer en uno de los más espantosos errores que pueden afligir a la pobre y limitada inteligencia humana y que pueden dar al traste con los merecimientos y excelencias de un buen cristiano.

Se empeñó nuestro clérigo en considerar absurdo que siendo Dios uno fuese también Trino. Y no sólo se empeñó en considerarlo, sino que se esforzó por demostrar su error y por difundirle y divulgarle con la misma maravillosa elocuencia que había empleado antes en sus piadosos sermones y homilías.

No acertaremos a ponderar la profunda pena y la consternación que se apoderaron del ánimo de los señores inquisidores, del arzobispo, de toda la clerecía y de cuantas personas honradas y devotas había en Sevilla, al enterarse de la tremenda caída de aquel eminente teólogo y de la insolencia infernal con que iba propagando por todas partes una herejía tan perversa como la de Arrio y la de Mahoma.

Mucho lamentaron y lloraron el extravío de nuestro clérigo los numerosos amigos con que contaba y muy singularmente los señores inquisidores; pero la obligación está por cima de todo, y más aún cuando se trata de la pureza de la fe. Una migajilla de levadura puede fermentar toda la masa. Un ligero asomo de corrupción, una pequeña llaguita puede inficionar y gangrenar el cuerpo sano de la república si no se acude pronto al remedio, cauterizando la llaguita, o digamos quemándola.

Como la llaguita era el clérigo susodicho, era indispensable, laudable e inevitable quemarle vivo, si no se arrepentía y retractaba. Le encerraron, pues, en un calabozo de la inquisición y empezaron con toda solemnidad a formar contra él el proceso.

Poco había que hacer, porque el clérigo, no sólo estaba convicto, sino que se jactaba de su abominable doctrina.

Deseosos, sin embargo, de salvarle, los teólogos más sutiles y dialécticos acudían al calabozo a discutir con el hereje, ya en forma silogística, ya en materia, ya valiéndose de la razón y elevándose a las más altas y metafísicas especulaciones, ya con argumentos de autoridad y citas de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y de los Concilios, para ver si lograban que se convenciese de su nefando error y que al fin se retractase. Así se evitaría la de otra suerte inevitable chamusquina, que deploraban todos, por el entrañable cariño que profesaban al obcecado y simpático delincuente.

Éste, excitado sin duda por el espíritu de contradicción, y aun, a lo que se sospecha, por el espíritu de las tinieblas, resultaba más terco, más contumaz y más aferrado en su opinión, después de cada disputa. Y como sabía más que Lepe, y también mucho más que todos los que con él iban disputando, y como asimismo estaba dotado de una facundia grandilocuente y ciceroniana, a todos los arrollaba y vencía, desbaratando y refutando cuantos argumentos aducían en contra y permaneciendo siempre en sus trece.

¡Qué calamidad! decía el arzobispo.

-¡Qué caso tan lastimoso! -exclamaban en coro los canónigos y los beneficiados.

-¡Horror, horror, horror! -decían por último los inquisidores, suspirando los unos, y gimiendo los otros. Pero en fin, añadían, no hay más recurso. No hay más esperanza: corruptio optimi pesima: será menester quemar vivo a este prodigio de sabiduría.

Todo estaba dispuesto ya y sólo faltaban tres o cuatro días para que con pompa solemne y edificante se verificara la quema, criando cierto lego franciscano, que tenía fama de bruto y de zafio, pidió con decidido empeño licencia para ver al preso, afirmando y pronosticando, con la mayor seguridad, que él le convencería y lograría que se retractase.

Aunque no era ocasión de risas ni de burlas, porque los inquisidores estaban muy afligidos, todavía se rieron y se burlaron algo de la vanidosa y ridícula pretensión del lego. Tan extremada fue, no obstante, su pretensión, que al cabo cedieron los inquisidores y se verificó la entrevista.

-¿Cuántos Dioses hay? -preguntó el lego.Uno -contestó el clérigo.

-¿Y personas? -volvió a preguntar el lego.

-Una también -replicó el otro.

-Pues no, señor -dijo entonces el lego-: Las personas son tres, y sobre todo, como usted no tiene que mantenerlas, lo mismo le importa que sean tres que trescientas.

A razonamiento tan atinado el clérigo no tuvo nada que contestar, quedó plenamente convencido y prometió retractarse.

Cuando por toda Sevilla se supo la victoria del lego, el pueblo entusiasmado le creyó un bendito siervo de Dios que, valiéndose de su gracia, había hecho aquel estupendo milagro. La plebe entusiasta paseó al lego en triunfo por calles y por plazas. Al clérigo hereje arrepentido le pusieron en libertad. Los inquisidores, con lágrimas de alegría le abrazaban conmovidos. Se habían quitado de encima del corazón el enorme peso de tener que achicharrarle.

El Sr. Arzobispo se holgó también lo que no es decible y mandó cantar en la catedral un solemne Te Deum. Hasta hay quien asegura que, para mayor regocijo, los seises bailaron en aquella ocasión y tocaron las castañuelas.

 

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