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Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 8

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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Una historia de amor
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VIII

La fama de Fray Ricardo como predicador se extendía ya por la nación toda. Decíase que había renovado los tiempos de oro de la oratoria sagrada española. Era la suya, a la vez que recogida, caliente. El gesto sobrio, la entonación pausada, la exposición metódica y clara, pero por dentro un caudal de fuego contenido. Su unción era una unción inquietadora.

Algunos de los que le oían razonar le achacaban falta de pasión, porque hay majaderos que no saben que nada hay más razonador que la pasión misma. Sus antítesis y paradojas parecían a otros frutos de ingenio, sin advertir que, como en San Agustín el Africano, eran en Fray Ricardo las antítesis y paradojas diamantes, duros y secos, forjados en fragua de abrasadoras pasiones. Como de ordinario sus sermones eran libres de hojarasca, le llamaban frío, confundiendo la frialdad con la sequedad. Y es que la oratoria de Fray Ricardo era seca y ardiente como las arenas del desierto espiritual que su alma, encendida de ambición y de remordimiento, atravesaba.

A las veces resultaba oscuro, oscuro para los demás y oscuro para sí mismo. Era que andaba buscando sus ideas.

Y hablaba, no a las muchedumbres que le oían, sino a cada uno de los que formaban parte de ellas; hablaba de alma a alma.

Pero había en su oratoria algo de informe, algo de caótico y algo de fragmentario. Y nada, absolutamente nada de abogacía en ella. Pocos, muy pocos silogismos; parábolas, metáforas y paradojas como en el Evangelio, y transiciones bruscas, verdaderos saltos.

—El caso es que sin ser propiamente un orador embelesa — decía algún pedante.

Solía hablar de los problemas llamados del día, de la decadencia de la fe, de la lucha entre ésta y la razón, entre la religión y la ciencia, de cuestiones sociales, del egoísmo de pobres y de ricos, de la falta de caridad y, sobre todo, de ultratumba. Cuando hablaba del amor parecía trasfigurarse.

Indicábasele ya para obispo. Pero, a pesar de su fama toda, a pesar de que su conducta era intachable, algo extraño pesaba sobre él. No acababa de hacerse simpático a los que le trataban, no acababa de ganarse el corazón de las muchedumbres que le oían embelesadas.

Las mujeres, sobre todo, sentían al oírle algo que a la vez que las fascinaba, subyugándolas, hacía que ante él temblasen. Adivinaban algo dolorosamente secreto en sus palabras ardientes. En especial oyéndolo hablar de algunos de sus temas favoritos, el de la tragedia del Paraíso cuando Eva tentó a Adán, haciéndole probar del fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal, y fueron arrojados del jardín de la inocencia y quedó guardando su puerta un arcángel con una espada de fuego que iluminaba en rojor sus alas. O la tragedia de Sansón y Dalila. Y es que en sus palabras casi nunca había consuelo, sino dolorosas ansias. Y algo de rudo y de desesperado.

Alguna vez, es cierto, su voz lloraba y como si suplicase compasión de sus oyentes. Sentíase entonces el forcejeo de un alma presa descoyuntándose en contorsiones para romper sus ligaduras. Pero al punto se recogía y como contraíase, y entonces eran sus conminaciones más ásperas, sus profecías más recias.

Aquel predicador tormentoso no era para nuestras pobres almas heridas, que van al templo en busca de bizmas narcóticas y no de irritadores cauterios. Y no era querido, no; no era querido. En vano alguna vez trataba de ablandarse. El adusto profeta estaba condenado a la soledad.

Y él, a solas, sintiéndose solo, se decía: «Sí; es el castigo de Dios por haber dejado a Liduvina, por haberla sacrificado a mi ambición. Sí, ahora lo veo claro; creí que una mujer, una familia, serían peso y estorbo a mis ensueños de gloria.» Aunque estaba solo cerraba los ojos, porque no quería ver, en lontananza, la sombra de una tiara. «No soy sino un egoísta — proseguía diciéndose— , un egoísta; he buscado el escenario que mejor se adapta a mis facultades histriónicas. ¡No he pensado más que en mí!»

 

Por fin le llegó la coyuntura que en secreto más ambicionaba, la de poner a prueba su vocación. Y es que le llamaron a predicar al convento de las Madres de la villa de Tolviedra.

Desde que lo supo, apenas dormía. No se lo dejaba el corazón. Y gracias que el mundo, la gente, o mejor dicho el público, no sabía el nudo que con aquel convento le ataba. Era ya un secreto para casi todos. Ahora, ahora iba a darse un espectáculo único y para ellos dos solos; ahora iba a hablar de corazón a corazón, en el secreto de una muchedumbre atónita y embebecida, con la fatídica compañera de su íntimo destino; ahora iba a confesarse a ella delante de todos y sin que nadie lo advirtiese; ahora iba a vencer un trance único en los anales de la oratoria cristiana, seguramente único. ¡Si supieran aquellos pobres devotos la escena del fatídico drama que allí se representaba! El cómico del apostolado sentíase en un transporte enloquecedor. Y llegó el día.

El templo estaba rebosante de gente ansiosa de oír al predicador famoso. Habían acudido de los pueblecillos comarcanos y hasta de la capital de la provincia. El altar parecía un ascua de oro. Dentro de la cortina que detrás de las rejas velaba el coro adivinábase una vida de recogimiento y de éxtasis. De cuando en cuando salía de allí alguna tos perdida.

Subió Fray Ricardo pausadamente al pulpito, sacó un pañuelo y se enjugó con él la frente. El ancha manga blanca del hábito le cubrió como un ala, un momento, el rostro. Paseó su mirada por el concurso y la fijó un instante en la encortinada reja del coro. Se arrodilló a rezar la salutación angélica, apoyando la frente en las dos manos, cogidas al antepecho del pulpito. La tonsura brillaba a la luz de los cirios del altar. Levantóse; sonaron algunas toses aisladas; rumor de faldas. Quedó todo luego en un silencio vivo.

Algo desusado le ocurría al predicador. Titubeaba, se repetía, deteníase a las veces, no logrando ocultar un extraño desasosiego. Pero fue poco a poco adueñándose de sí mismo, se le afirmó la voz y el gesto y empezó a rodar su palabra como un río de fuego sin llamas.

Los devotos oyentes contenían la respiración. Un ambiente de trágico misterio henchía el recinto del templo. Adivinábase algo solemne y único. No era un hombre, era el corazón humano el que hablaba. Y hablaba del amor, del amor divino. Y también del humano.

Cada uno de los que le oían sentíase arrastrado a las honduras del espíritu, a las entrañas de lo inconfesable. Aquella voz ardía.

Hablaba del amor que nos envuelve y domina cuando más lejos de él nos creemos.

Y decía:

«¡Esperar al Amor! ¡Sólo le espera el que ya le tiene dentro! Creemos abrazar su sombra, mientras él, el Amor, invisible a nuestros ojos, nos abraza y nos oprime. Cuando creemos que murió en nosotros, suele ser que habíamos muerto en él. Y luego despierta cuando el dolor le llama. Porque no se ama de veras sino después que el corazón del amante se remejió en almirez de angustia con el corazón del amado. Es el amor pasión coparticipada, es compasión, es dolor común. Vivimos de él sin percatarnos de ello, como no nos damos cuenta de vivir del aire hasta los momentos de congojoso ahogo. ¡Esperar al Amor! Sólo espera al Amor, sólo le llama el que le tiene dentro de sí, el que de su sangre, aun sin saberlo, vive. Es el agua soterraña la que aviva la sequía. Sentimos a las veces sequedades abrasado ras, como las del campo desierto que se resquebraja de sed mientras ruedan sueltas sobre su haz las hojas ahornagadas por el bochorno, y entretanto en las honduras de ese campo mismo, por debajo de las raíces de su muerto verdor, corre sobre la roca de sustento el manantial de las aguas del cielo avivadoras. Y es el rumor de esas aguas profundas el que se funde al rumor de las hojas secas. Y llega un punto en que la reseca tierra sedienta se abre, y brotan a su sobrehaz en surtidor las ocultas aguas. Así es el amor.

»Pero es el egoísmo, hermanas y hermanos míos, es el triste y fiero amor propio el que nos ciega para no ver al Amor que nos abraza y envuelve, para no sentirle. Queremos robarle algo, no entregarnos por entero a él, y el Amor nos quiere y nos reclama enteros. Queremos que sea Él nuestro, que se rinda a nuestros locos deseos, a la rebusca de nuestro personal brillo, y Él, el Amor, el Amor encarnado y humanado, quiere que seamos suyos, suyos por entero y sólo suyos. ¡Y qué pronto nos rendimos! ¡Al vernos al pie de la cuesta! Y ¿por qué nos rendimos? Por las más tristes razones— ¡razones, sí!, miserables razones — , ¡por miedo al ridículo, acaso! ¡No por algo peor, hermanas y hermanos míos! ¡Qué torpe, qué egoísta, qué mezquino es el hombre! ¡Perdón...! »

Al llegar a esta palabra, que saltó como un grito desgarrado de las entrañas, la voz de Fray Ricardo, que, como río de fuego sin llama, iba rodando sobre el silencio vivo del devoto auditorio, se vió cortada por el desgarrón de un sollozo que venía de detrás de la reja encortinada del coro. Hasta las llamas de los cirios del altar parecieron estremecerse al choque de fusión de aquellos dos gritos del alma. Fray Ricardo se trasmudó primero como la blanca cera de los cirios del altar. Después se le encendió el rostro como el de sus llamas; miró al vacío, dobló la cabeza sobre el pecho, se cubrió los ojos con las manos, que apenas asomaban temblorosas de sus aladas mangas blancas, y estalló a llorar entre sollozos comprimidos que se fundieron con los que del velado coro salían. Un momento espesóse aún más el silencio de la muchedumbre atónita; rompieron luego llantos, arrodillóse el predicador. Después se dispersaron los oyentes poco a poco.

Durante días y aun meses no sé habló en Tolviedra, y aun fuera de ella, sino de aquel singular suceso. Y los que lo presenciaron lo recordaban des pués durante su vida toda.

Parecíales que en el momento de ocurrir el estallido del misterio iba diciendo el predicador en frases rotas y conceptuosas enigmas extraños. Más adelante llegó a saberse, o entresaberse, por lo menos, algo de lo que había habido por debajo, algo del rumor del fuego soterraño que se unió al rumor de las aguas de fuera, y con ello empezaron los más avisados a penetrar en lo que había sido la oración de Fray Ricardo.

Él y ella, Fray Ricardo y Sor Liduvina, sintiéronse más presos del destino que cuando no los separaba más que la reja de la casona del callejón de las Ursulinas. Al abrazarse y fundirse en uno sus sollozos, fundiéronse sus corazones, cayéronseles como abrasadas vestiduras, y quedó al desnudo y descubierto el amor, que desde aquella triste fuga les había sustentado las sendas soledades. Y desde aquel día ...

Salamanca, noviembre de 1911.

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