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Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 2

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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Una historia de amor
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II

Se respiraba en el casón de Liduvina el aburrimiento de una oscura tristeza. Había en él rincones mohosos, siempre en sombra, y de aquel moho parecía desprenderse para henchir toda la casa un hálito de pesadumbre. Cuando el viejo reló de pesas sonaba arrastradamente las horas, diríase que la casa entera, bajo el peso de recuerdos de vacío, se quejaba. La madre de Liduvina arrastraba dos veces al día a un sillón desvencijado su pobre cuerpo, tembloroso y decadente, y cruzaba de cuando en cuando por la penumbra de los corredores el ceño contraído de su otra hija. Las hermanas se hablaban muy poco. Tampoco hablaba mucho a su madre Liduvina, pero acariciábala con frecuencia con caricias que eran un antiguo hábito. Aquella pobre madre era como un pobre animal herido que vive en la penumbrosa bruma de un sueño de dolencias.

No recordaba la pobre Liduvina haber vivido no más que el huidero ensueño de aquel muñequín vivo, dos rientes ojos azules en medio de una corona de cabellos rubios. Entonces fue Ina, que es como su hermanito la llamaba; después Liduvina, y a lo sumo Lidu, más por ahorro de tiempo y esfuerzo — ¡aun siendo ellos tan chicos! — que por cariño. Su niñez se borraba detrás de una tétrica procesión de días todos iguales y todos grises. No había más luz que la de sus amoríos con Ricardo, y era luz de anochecer, moribunda, desde que brilló a sus ojos. Creyó en un principio, al declarársele Ricardo y aceptarlo ella por cortejo, que aquella tibieza de cariño era fuego incipiente, que aquella penumbra de afecto era luz de amanecer, de alba guiadora del sol; pero pronto vió que no había sino un rescoldo que se apagaba, un crepúsculo de tarde, portero de la noche. Sí; bien adivinaba y sentía ella que los amores duraderos y fuertes han de brotar como en el campo el amanecer, poco a poco, pero la vida de aquel su amor fue desde su nacimiento una agonía. Comparaba su amor al hermanito de los ojos azules y el cabello rubio.

¿Cómo lo aceptó? ¡Oh, vivía tan triste, tan sola! Empezó encontrando a Ricardo en la misa temprana del convento de las Ursulinas. Todas las mañanas se cruzaban sus miradas al salir a la calle. Alguna vez fue él quien le ofreció agua bendita, y un día fue a llevarle el rosario, que se había dejado olvidado en su reclinatorio. Y, por fin, una mañana, al salir de la misa y después de haberle ofrecido como otras veces el agua bendita de la persignación, le entregó una carta. Su mano temblaba al entregársela y sus mejillas se pusieron de grana.

Al día siguiente no fue Liduvina a la misa de costumbre; tenía que pensar la contestación a la carta. ¡Un novio! Le había salido un novio, como decían sus pocas y raras compañeras. ¡Y qué novio! ¿Le gustaba? Era, sin duda, devoto, acaso para novio en demasía; no mal parecido, de buena familia, de excelente conducta. Tendría, además, en qué entretenerse y un modo de matar la interminabilidad de sus días. Así no vería tanto el ceño de su hermana, así no tendría que sufrir el silencio de pobre animal herido de su madre. ¿Y el amor? ¡Ah! El amor vendría, el amor llega siempre cuando se le quiere, cuando se ama al Amor y se le necesita. Pero pasaron días, semanas y aun meses, y no sentía las pisadas del amor sobre su pecho. ¿Cómo, pues, seguía con su novio? Por la esperanza, y esperando con una desesperanza resignada y dulce, que un día, por milagro y piedad del Dios de los tristes, naciese entre ellos el amor. Pero el amor no venía. ¿O es que le tenían en medio sin saberlo?

«¿Nos queremos? ¿No nos queremos? ¿Qué es quererse?» Tales eran las cavilaciones de Liduvina junto al silencio de su madre y al ceño de su hermana. Y seguía esperando.

Pronto comprendió y sintió la triste que Ricardo estaba ya aburrido de ella, que era el hábito, que eran las tapias del convento, el ciprés, los gorriones, las puestas de sol y no ella lo que a su lado le llevaba. Pero lo mismo que su novio sintió ella en sí más fuerte que el desengaño el pundonor y el orgullo de la constancia. No, no sería ella la primera en romper, aunque tuviese que morir de pena; que rompiese él. La fidelidad, la lealtad más bien, era su religión. No habría de ser la primera mujer que se sacrificase al sentimiento de la constancia. ¿No se había casado acaso su amiga Rosario con el primero a quien aceptó, no más que por no confundirse con las que cambian de novio como de sombrero? Los inconstantes, los infieles son los hombres; los hombres son los que no tienen el pundonor de la palabra de cariño, aun cuando éste muera. Liduvina, en lo hondo de su corazón, despreciaba al hombre. Despreciaba al hombre esperándolo, esperando al hombre celestial de sus ensueños, al varón fuerte cuya fortaleza es todo dulzura, al que le arrastrase como arrastra el agua poderosa del océano, abrazando por entero.

Entendió muy bien a Ricardo cuando éste, entre enrevesados ambajes, le insinuó la ocurrencia de la escapatoria; pero aunque le entendiera, hízose la desentendida. Y más que le entendió, pues comprendió su intención celada. Leyó en el alma de su novio. Y se dijo: «Que tenga valor, que deje de ser hombre, que me proponga clara y redondamente la fuga, y la aceptaré; la aceptaré y será cogido en el lazo en que pretende arteramente prenderme, y entonces veremos quién es aquí el valiente. Se revolverá al verse preso en la cadena con que quiere apresarme para huir de mí, e inventará mil excusas. Y entonces seré yo, yo, la pobre muchacha, la nena del casón, yo, la infeliz Liduvina, seré yo quien le dé lecciones de intrepidez de enamorados. ¡Y no lo aceptará, no! ¡El cobarde...! ¡El embustero... ! Pero ¿y si lo acepta? Si lo acepta ...? » Al llegar a este punto de sus cavilaciones, Liduvina se estremecía, como solía estremecerse al tener que cruzar aquella vieja sala donde florecía en lo oscuro el moho de la casona materna.

«Si lo acepta — seguía pensando Liduvina— , empezará mi vida, se romperá esta niebla de sombras húmedas, no oiré ya al viejo reló de pesas, no oiré callar a mi madre, no veré el ceño de mi hermana. Si lo acepta, si nos fugamos, si toda esa gente estúpida descubre de una vez quién es Liduvina, la chica del callejón de las Ursulinas, entonces resucitará ese amor que bajó moribundo a nosotros. Si lo acepta, llegaremos a querernos al unirnos un mismo atrevimiento; no, no, entonces veremos claro cómo hoy mismo nos queremos. Porque sí, sí, a pesar de todo, le quiero. Es ya una costumbre en mi vida, es una parte de esta mi existencia. Gracias a sus visitas vivo».

Y he aquí cómo él y ella coincidieron. Como que era el Amor, un mismo amor, el que les inspiraba.

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