Segunda parte - Cap 1
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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia | |
Música:Beethoven - Sonata in F minor Op. 2, No. 1 - 1: Allegro |
San Manuel Bueno, mártir |
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He querido con estos recuerdos, de los que vive mi fe, retratar a nuestro Don Manuel tal como era cuando yo, mocita de cerca de dieciséis años, volví del Colegio de Religiosas de Renada a nuestro monasterio de Valverde de Lucerna. Y volví a ponerme a los pies de su abad. -¡Hola, la hija de la Simona -me dijo en cuanto me vio-, y hecha ya toda una moza, y sabiendo francés, y bordar y tocar el piano y qué sé yo qué más! Ahora a prepararte para darnos otra familia. Y tu hermano Lázaro, ¿cuándo vuelve? Sigue en el Nuevo Mundo, ¿no es así? -Sí, señor, sigue en América... -¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo. Pues bueno, cuando le escribas, dile de mi parte, de parte del cura, que estoy deseando saber cuándo vuelve del Nuevo Mundo a este Viejo, trayéndonos las novedades de por allá. Y dile que encontrará al lago y a la montaña como les dejó. Cuando me fui a confesar con él mi turbación era tanta que no acertaba a articular palabra. Recé el «yo pecadora» balbuciendo, casi sollozando. Y él, que lo observó, me dijo: -Pero ¿qué te pasa, corderilla? ¿De qué o de quién tienes miedo? Porque tú no tiemblas ahora al peso de tus pecados ni por temor de Dios, no; tú tiemblas de mí, ¿no es eso? Me eché a llorar. -Pero ¿qué es lo que te han dicho de mí? ¿Qué leyendas son esas? ¿Acaso tu madre? Vamos, vamos, cálmate y haz cuenta que estás hablando con tu hermano... Me animé y empecé a confiarle mis inquietudes, mis dudas, mis tristezas. -¡Bah, bah, bah! ¿Y dónde has leído eso, marisabidilla? Todo eso es literatura. No te des demasiado a ella, ni siquiera a santa Teresa. Y si quieres distraerte, lee el Bertoldo, que leía tu padre. Salí de aquella mi primera confesión con el santo hombre profundamente consolada. Y aquel mi temor primero, aquel más que respeto miedo, con que me acerqué a él, trocose en una lástima profunda. Era yo entonces una mocita, una niña casi; pero empezaba a ser mujer, sentía en mis entrañas el jugo de la maternidad, y al encontrarme en el confesonario junto al santo varón, sentí como una callada confesión suya en el susurro sumiso de su voz y recordé cómo cuando al clamar él en la iglesia las palabras de Jesucristo: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», su madre, la de Don Manuel, respondió desde el suelo: «¡Hijo mío!», y oí este grito que desgarraba la quietud del templo. Y volví a confesarme con él para consolarle. Una vez que en el confesonario le expuse una de aquellas dudas, me contestó: -A eso, ya sabes, lo del catecismo: «Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder». -¡Pero si el doctor aquí es usted, Don Manuel...! -¿Yo, yo doctor?, ¿doctor yo? ¡Ni por pienso! Yo, doctorcilla, no soy más que un pobre cura de aldea. Y esas preguntas, ¿sabes quién te las insinúa, quién te las dirige? Pues... ¡el Demonio! Y entonces, envalentonándome, le espeté a boca de jarro: -¿Y si se las dirigiese a usted, Don Manuel? -¿A quién?, ¿a mí? ¿Y el Demonio? No nos conocemos, hija, no nos conocemos. -¿Y si se las dirigiera? -No le haría caso. Y basta, ¿eh?, despachemos, que me están esperando unos enfermos de verdad. Me retiré, pensando, no sé por qué, que nuestro Don Manuel, tan afamado curandero de endemoniados, no creía en el Demonio. Y al irme hacia mi casa topé con Blasillo el bobo, que acaso rondaba el templo, y que al verme, para agasajarme con sus habilidades, repitió -¡y de qué modo!- lo de «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Llegué a casa acongojadísima y me encerré en mi cuarto para llorar, hasta que llegó mi madre. -Me parece, Angelita, con tantas confesiones, que tú te me vas a ir monja. -No lo tema, madre -le contesté-, pues tengo harto que hacer aquí, en el pueblo, que es mi convento. -Hasta que te cases. -No pienso en ello -le repliqué. Y otra vez que me encontré con Don Manuel, le pregunté, mirándole derechamente a los ojos: -¿Es que hay infierno, Don Manuel? Y él, sin inmutarse: -¿Para ti, hija? No. -¿Para los otros, le hay? -¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a él? -Me importa por los otros. ¿Le hay? -Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míralo -y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el lago. -Pero hay que creer en el infierno, como en el cielo -le repliqué. -Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta! Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago. |
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