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Miguel de Unamuno

"Nada menos que todo un hombre"

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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia

 
 
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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Nada menos que todo un hombre
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En tanto, el conde proseguía el cerco de Julia. Fingía estar acongojado por sus desventuras domésticas para así excitar la compasión de su amiga, y por la compasión llevarla al amor, y al amor culpable, a la vez que procuraba darle a entender que conocía también algo de las interioridades del hogar de ella.

— Sí, Julia, es verdad; mi casa es un infierno, un verdadero infierno, y hace usted bien en compadecerme como me compadece. ¡Ah, si nos hubiésemos conocido antes! ¡Antes de yo haberme uncido a mi desdicha! Y usted...

— Yo a la mía, ¿no es eso?

— ¡No, no; no quería decir eso..., no!

— ¿Pues qué es lo que usted quería decir, conde?

— Antes de haberse usted entregado a ese otro hombre, a su marido...

— ¿Y usted sabe que me habría entonces entregado a usted?

— ¡Oh, sin duda, sin duda...!

— ¡Qué petulantes son ustedes los hombres!

— ¿Petulantes?

— Sí, petulantes. Ya se supone usted irresistible.

— ¡Yo... no!

— ¿Pues quién?

—¿Me permite que se lo diga, Julia?

— ¡Diga lo que quiera!

— ¡Pues bien, se lo diré! Lo irresistible habría sido no yo, sino mi amor. ¡Sí, mi amor!

— ¿Pero es una declaración en regla, señor conde? Y no olvide que soy una mujer casada, honrada, enamorada de su marido...

— Eso...

— ¿Y se permite usted dudarlo? Enamorada, sí, como me lo oye, enamorada, sinceramente enamorada de mi marido.

— Pues lo que es él...

— ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Quién le ha dicho a usted que él no me quiere?

— ¡Usted misma!

— ¿Yo? ¿Cuándo le he dicho yo a usted que Alejandro no me quiere? ¿Cuándo?

— Me lo ha dicho con los ojos, con el gesto, con el porte...

— ¡Ahora me va a salir con que he sido yo quien le he estado provocando a que me haga el amor...! ¡Mire usted, señor conde, ésta va a ser la última vez que venga a mi casa!

— ¡Por Dios, Julia!

— ¡La última vez, he dicho!

— Por Dios, déjeme venir a verla, en silencio, a contemplarla, a enjugarme, viéndola, las lágrimas que lloro, hacia adentro...

— ¡Qué bonito!

— Y lo que le dije que tanto pareció ofenderla...

— ¿Pareció? ¡Me ofendiól

— ¿Es que puedo yo ofenderla?

— ¡Señor conde...!

— Lo que la dije, y que tanto la ofendió, fue tan solo que, si nos hubiésemos conocido antes de haberme yo entregado a mi mujer y usted a su marido, yo la habría querido con la misma locura que hoy la quiero...

— ¡Señor conde...!

— ¡Déjeme desnudarme el corazón! Yo la habría querido con la misma locura con que hoy la quiero, y habría conquistado su amor con el mío. No con mi vaior, no; no con mi mérito, sino sólo a fuerza de cariño. Que no soy yo, Julia, de esos hombres que creen domeñar y conquistar a la mujer por su propio mérito, por ser quienes son; no soy de esos que exigen que se los quiera, sin dar, en cambio, su cariño. En mí, pobre noble venido a menos, no cabe tal orgullo.

Julia absorbía lentamente y gota a gota el veneno.

— Porque hay hombres — prosiguió ei conde — incapaces de querer, pero que exigen que se los quiera, y creen tener derecho al amor y a la fidelidad incondicionales de la pobre mujer que se les rinda. Hay quienes toman una mujer hermosa y famosa por su hermosura para envanecerse de ello, de llevarla al lado como podrían llevar una leona domesticada, y decir: «Mi leona; ¿véis cómo me está rendida?» ¿Y por eso querría a su leona?

— Señor conde..., señor conde, que está usted entrando en un terreno...

Entonces el de Bordaviella se le acercó aún más, y casi al oído, haciéndola sentir en la oreja, hermosísima rosada concha de carne entre zarcillos de peló castaño refulgente, el cosquilleo de su aliento entrecortado, le susurró:

— Donde estoy entrando es en tu conciencia, Julia.

El tú arreboló la oreja culpable. El pecho de Julia ondeaba como el mar al acercarse la galerna.

— Sí, Julia, estoy entrando en tu conciencia.

— ¡Déjeme, por Dios, señor conde, déjeme! ¡Si entrase él ahora...!

— No, él no entrará. A él no le importa nada de tí. Él nos deja así, solos, porque no te quiere... ¡No, no te quiere! ¡No te quiere, Julia, no te quiere!

— Es que tiene absoluta confianza en mí...

— ¡En ti, no! En sí mismo. ¡Tiene absoluta confianza, ciego, en sí mismo! Cree que a él, por ser él, él, Alejandro Gómez, el que ha fraguado una fortuna..., no quiero saber cómo..., cree que a él no es posible que le falte mujer alguna. A mí me desprecia, lo sé...

— Sí, le desprecia a usted...

— ¡Lo sabía! Pero tanto como a mí te desprecia a ti...

— ¡Por Dios, señor conde, por Dios, cállese, que me está matando!

— Quien te matará es él, él, tu marido. ¡Y no serás la primera!

— ¡Eso es una infamia, señor conde; eso es una infamia! ¡Mi marido no mató a su mujerl ¡Y váyase, váyase; váyase y no vuelva!

— Me voy; pero... volveré. Me llamarás tú.

Y se fue, dejándola malherida en el alma. «¿Tendrá razón este hombre? — se decía — . ¿Será así? Porque él me ha revelado lo que yo no quería decirme ni a mí misma. ¿Será verdad que me desprecia? ¿Será verdad que no me quiere?»

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