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Miguel de Unamuno

"Nada menos que todo un hombre"

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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia

 
 
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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Nada menos que todo un hombre
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Se casaron, y fuéronse a vivir a la corte. Las relaciones y amistades de Alejandro eran, merced a su fortuna, muchas, pero algo extrañas. Los más de los que frecuentaban su casa, aristócratas de blasón no pocos, antojábasele a Julia que debían de ser deudores de su marido, que daba dinero a préstamos con sólidas hipotecas. Pero nada sabía de los negocios de él, ni éste le hablaba nunca de ellos. A ella no le faltaba nada; podía satisfacer hasta sus menores caprichos; pero le faltaba lo que más podía faltarle. No ya el amor de aquel hombre a quien se sentía subyugada y como por él hechizada, sino la certidumbre de aquel amor. «¿Me quiere, o no me quiere? — se preguntaba — . Me colma de atenciones, me trata con el mayor respeto, aunque algo como a una criatura voluntariosa; hasta me mima; ¿pero me quiere?» Y era inútil querer hablar de amor, de cariño, con aquel hombre.

— Solamente los tontos hablan de esas cosas — solía decir Alejandro — . «Encanto..., rica..., hermosa..., querida...» ¿Yo? ¿Yo esas cosas? ¿Con esas cosas a mí? ¿A mí? Esas son cosas de novelas. Y ya sé que a ti te gustaba leerlas.

— Y me gusta todavía.

— Pues lee cuantas quieras. Mira, si te empeñas,, hago construir en ese solar que hay ahí al lado un gran pabellón para biblioteca, y te la lleno de todas las novelas que se han escrito desde Adán acá.

— ¡Qué cosas dices...!

"Vestía Alejandro de la manera más humilde y más borrosa posible. No era tan sólo que buscase pasar, por el traje, inadvertido: era que afectaba cierta ordinariez plebeya. Le costaba cambiar de vestidos, encariñándose con los que llevaba. Diríase que el día mismo en que estrenaba un traje se frotaba con él en las paredes para que pareciese viejo. En cambio, insistía en que ella, su mujer, se vistiese con la mayor elegancia posible y del modo que más hiciese resaltar su natural hermosura. No era nada tacaño en pagar; pero lo que mejor y más a gusto pagaba eran las cuentas de modistos y modistas, eran los trapos para su Julia.

Complacíase en llevarla a su lado y que resaltara la diferencia de vestido y porte entre uno y otra. Recreábase en que las gentes se quedasen mirando a su mujer, y si ella a su vez, coqueteando, provocaba esas miradas, o no lo advertía él, o más bien fingía no advertirlo. Parecía ir diciendo a aquellos que la miraban con codicia de la carne: «¿Os gusta, eh? Pues me alegro; pero es mía, y sólo mía; conque... ¡rabiad!» Y ella, adivinando este sentimiento, se decía: «¿Pero me quiere, o no me quiere, este hombre?» Porque siempre pensaba en él como en "este hombre", como en "su hombre". O mejor, el hombre de quien era ella, el amo. Y poco a poco se le iba formando alma de esclava de harén, de esclava favorita, de única esclava, pero de esclava al fin.

Intimidad entre ellos, ninguna. No se percataba de qué era lo que pudiese interesar a su señor marido. Alguna vez se atrevió ella a preguntarle por su familia.

— ¿Familia? — dijo Alejandro — . Yo no tengo hoy más familia que tú, ni me importa. Mi familia soy yo, yo y tú, que eres mía.

— ¿Pero y tus padres?

— Haz cuenta que no los he tenido. Mi familia empieza en mí. Yo me he hecho solo.

— Otra cosa querría preguntarte, Alejandro, pero no me atrevo...

— ¿Que no te atreves? ¿Es que te voy a comer? ¿Es que me he ofendido nunca de nada de lo que me hayas dicho?

— No, nunca, no tengo queja...

—¡Pues no faltaba másl

— No, no tengo queja; pero...

— Bueno, pregunta y acabemos.

— No, no te lo pregunto.

— ¡Pregúntamelo!

Y de tal modo lo dijo, con tan redondo egoísmo, que ella, temblando de aquel modo, que era, a la vez que miedo, amor, amor rendido de esclava favorita, le dijo:

— Pues bueno, dime: ¿tú eres viudo...?

Pasó como una sombra un leve fruncimiento de entrecejo por la frente de Alejandro, que respondió:

— Sí, soy viudo.

— ¿Y tu primera mujer?

— A ti te han contado algo...

— No; pero...

— A ti te han contado algo, di.

— Pues sí, he oído algo...

— ¿Y lo has creído?

— No..., no lo he creído.

— Claro, no podías, no debías creerlo.

— No, no lo he creído.

— Es natural. Quien me quiere como me quieres tú, quien es tan mía como tú lo eres, no puede creer esas patrañas.

— Claro que te quiero... — y al decirlo esperaba a provocar una confesión recíproca de cariño.

— Bueno, ya te he dicho que no me gustan frases de novelas sentimentales. Cuanto menos se diga que se le quiere a uno, mejor.

Y, después de una breve pausa, continuó:

— A ti te han dicho que me casé en Méjico, siendo yo un mozo, con una mujer inmensamente rica y mucho mayor que yo, con una vieja millonaria, y que la obligué a que me hiciese su heredero y la maté luego. ¿No te han dicho eso?

—Sí, eso me han dicho.

— ¿Y lo creíste?

— No, no lo creí. No pude creer que matases a tu mujer.

— Veo que tienes aún mejor juicio que yo creía ¿Cómo iba a matar a mi mujer, a una cosa mía?

¿Qué es lo que hizo temblar a la pobre Julia al oír esto? Ella no se dió cuenta del origen de su temblor, pero fue la palabra cosa aplicada por su marido a su primera mujer.

— Habría sido una absoluta necedad — prosiguió Alejandro — . ¿Para qué? ¿Para heredarla? ¡Pero si yo disfrutaba de su fortuna lo mismo que disfruto hoy de ella! ¡Matar a la propia mujer! ¡No hay razón ninguna para matar a la propia mujer!

— Ha habido maridos, sin embargo, que han matado a sus mujeres — se atrevió a decir Julia.

— ¿Por qué?

— Por celos, o porque les faltaron ellas...

— ¡Bah, bah, bah! Los celos son cosa de estúpidos. Sólo los estúpidos pueden ser celosos, porque sólo a ellos les puede faltar su mujer. ¿Pero a mí? ¿A mí? A mí no me puede faltar mi mujer. ¡No pudo faltarme aquélla, no me puedes faltar tú!

— No digas esas cosas. Hablemos de otras.

— ¿Por qué?

— Me duele oírte hablar así. ¡Como si me hubiese pagado por la imaginación, ni en sueños, faltarte...!

— Lo sé, lo sé sin que me lo digas; sé que no me faltarás nunca.

— ¡Clarol

— Que no puedes faltarme. ¿A mí? ¿Mi mujer? ¡Imposible! Y en cuanto a la otra, a la primera, se murió ella sin que yo la matara.

Fue una de las veces en que Alejandro habló más a su mujer. Y ésta quedóse pensativa y temblorosa. ¿La quería, sí o no, aquel hombre?

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