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Miguel de Unamuno

"El marqués de Lumbría"

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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
El marqués de Lumbría
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La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos de misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa y barroca fábrica de ésta; pero como el sol la bañaba casi todo el día, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo señor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Teje da, tenía horror a la luz del Sol y al aire libre. «El polvo de la calle y la luz del Sol — solía decir — no hacen más que deslustrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas...» El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca...

Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo.

El excelentísimo señor marqués de Lumbría vivía con dos hijas, Carolina, la mayor, y Lucía, y con su segunda mujer, doña Vicenta, señora de brumoso seso, que cuando no estaba durmiendo estaba quejándose de todo, y en especial del ruido. Porque así como el marqués temía al sol, la marquesa temía al ruido, y mientras aquél se iba en las tardes de estío a leer en el balcón en sombra, entre yedra, al son del canto secular del río, la señora se quedaba en el salón delantero a echar la siesta sobre una vieja butaca de raso, a la que no había tocado el sol, y al arrullo del silencio de la plaza de la Catedral.

El marqués de Lumbría no tenía hijos varones, y ésta era la espina dolorosísima de su vida. Como que para tenerlos se había casado, a poco de enviudar con su mujer, con doña Vicenta, su señora, y la señora le había resultado estéril.

La vida del marqués transcurría tan monótona y cotidiana, tan consuetudinaria y ritual, como el gruñir del río en lo hondo del tajo o como los oficios litúrgicos del cabildo de la catedral. Administraba sus fincas y dehesas, a las que iba en visita, siempre corta, de vez en cuando, y por la noche tenía su partido de tresillo con el penitenciario, consejero íntimo de la familia, un beneficiado y el registrador de la Propiedad. Llegaban a la misma hora, cruzaban la gran puerta, sobre la que se ostentaba la placa del Sagrado Corazón de Jesús con su «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes», sentábanse en derredor de la mesita — en invierno una camilla — dispuesta ya, y al dar las diez, como por máquina de reloj, se iban alejando, aunque hubiera puestas, para el siguiente día. Entre tanto, la marquesa dormitaba y las hijas del marqués hacían labores, leían libros de edificación — acaso otros obtenidos a hurtadillas — o reñían una con otra.

Porque como para matar el tedio que se corría desde el salón cerrado al sol y a las moscas, hasta los muros vestidos de yedra, Carolina y Luisa tenían que reñir. La mayor, Carolina, odiaba al sol, como su padre, y se mantenía rígida y observante de las tradiciones de la casa; mientras Luisa gustaba de cantar, de asomarse a las ventanas y los balcones y hasta de criar en éstos flores de tiesto, costumbre plebeya, según el marqués. «¿No tienes el jardín?», le decía éste a su hija, refiriéndose a un jardincillo anejo ai palacio, pero al que rara vez bajaban sus habitantes. Pero ella, Luisa, quería tener tiestos en el balcón de su dormitorio, que daba a una calleja de la plaza de la Catedral, y regarlos, y con este pretexto, asomarse a ver quién pasaba. «Qué mal gusto de atisbar lo que no nos importa... », decía el padre; y la hermana mayor, Carolina, añadía: «¡No, sino de andar a caza!» Y ya la tenían armada.

Y los asomos al balcón del dormitorio y el riego de las flores de tiestos dieron su fruto. Tristán Ibáñez del Gamonal, de una familia linajuda también y de las más tradicionales de la ciudad de Lorenza, se fijó en la hija segunda del marqués de Lumbría, a la que vió sonreír, con ojos como de violeta y boca como de geranio, por entre las flores del balcón de su dormitorio. Y ello fue que, al pasar un día Tristán por la calleja, se le vino encima el agua del riego que rebosaba de los tiestos, y al exclamar Luisa: «¡Oh, perdone, Tristán!», éste sintió como si la voz doliente de una princesa presa en un castillo encantado le llamara a su socorro.

— Esas cosas, hija — le dijo su padre — , se hacen en forma y seriamente. ¡Chiquilladas, no!

— Pero ¿a qué viene eso, padre? — exclamó Luisa.

— Carolina te lo dirá.

Luisa se quedó mirando a su hermana mayor, y ésta dijo:

— No me parece, hermana, que nosotras, las hijas de los marqueses de Lumbría, hemos de andar haciendo las osas en cortéjeos y pelando la pava desde el balcón como las artesanas. ¿Para eso eran las flores?

— Que pida entrada ese joven — sentenció el padre — , y pues que por mi parte nada tengo que oponerle, todo se arreglará. ¿Y tú, Carolina?

— Yo — dijo ésta — tampoco me opongo.

Y se le hizo a Tristán entrar en la casa como pretendiente formal a la mano de Luisa. La señora tardó en enterarse de ello.

Y mientras transcurría la sesión de tresillo, la señora dormitaba en un rincón de la sala, y junto a ella Carolina y Luisa, haciendo labores de punto o de bolillos, cuchicheaban con Tristán, al cual procuraban no dejarle nunca solo con Luisa, sino siempre con las dos hermanas. En esto era vigilantísimo el padre. No le importaba, en cambio, que alguna vez recibiera a solas Carolina al que había de ser su cuñado, pues así le instruiría mejor en las tradiciones y costumbres de la casa.

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