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Miguel de Unamuno

"La telaraņa"

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La telaraņa
 

Me había quedado mirando tan fijamente a lo que tenía delante, al espectáculo habitual de mi cuarto de estudio, que acabé por perderlo de vista.

Buscaba alguna idea sin lograr atraparla en el vacio de la mente. Y la necesitaba con urgencia. Érame preciso escribir algo. Tenía que escribir. Y este terrible tener que me torturaba. Sintiendo, por otra parte, en el abismo de la cordura fundamental, donde arraiga el silencio prenatal, que si bien no es cierto que esté ya dicho todo por lo menos nada de lo que nos queda por decir merece la pena de ser dicho.

De pronto sentí sobre los hombros el peso como de dos cuñas de una poderosa prensa hidráulica. La terrible presión me quitaba casi el respiro. Luego me percaté de que eran dos manos, pero dos manos invisibles. Sentí los diez dedos y sobre todo los pulgares. Y las manos invisibles eran de una persona — ¿persona? — invisible también. Y no es que no le viese porque estaba a mis espaldas, detrás mío. Veía que era invisible; veía que no le podría ver aunque me volviese a verle. Era Él.

De repente un agudísimo dolor en el cogote, pero un dolor que se podría llamar intelectual, la idea de un dolor. Era más bien un terror punzante y helado. — «¿Es que me va a dar un ataque de aploplejía?» — pensé. Y tras el dolor ese pensado vino un susurro. Era su voz, su voz como de otro mundo, su voz que brotaba de aquel silencio prenatal que arraiga en la cordura de las entrañas de mi espíritu.

ÉL. — ¿Conque no encuentras nada que escribir, eh?

Me callé. Temía contestarle por no oir mi propia voz. Presentía que habría de sonarme a voz de otro, que yo entonces y ahí era otro.

ÉL. — ¿Conque no encuentras nada que decir y están pasando tantas cosas en el mundo?

Yo. — ¿En qué mundo?

Después de dicho esto me pareció que lo había dicho otro y seguí asistiendo al diálogo como persona extraña a él.

ÉL. — ¿Es que no lees el periódico del día?

Yo. — Todos los días es el mismo. Dice hoy lo mismo que dijo ayer. La historia se ha pasado...

ÉL. — ¿Y por qué andas entonces repitiendo eso de que hay que vivir en la historia y que la historia es la finalidad de la existencia humana?

Yo. — Es que tengo algo que decir y ¿qué mas da eso que otra cosa?

ÉL. — Pero, ¿y los que te lean?

Yo. — Los que me lean... los que me lean...

En rigor y aunque otra cosa parezca cuando escribo no tengo en cuenta que hay quien me haya de leer. Sueño con aquel escultor que se pasó la vida esculpiendo una hermosísima estatua para luego, sin que la hubiese visto nadie, arrojarla por el cráter abajo de un volcán y que luego saliese en torrentes de lava.

ÉL. — O la telaraña.

Yo. — ¿Qué telaraña es esa?

ÉL. — Una hermosísima telaraña, de hilos de oro, de tornasolados reflejos metálicos que la gran araña regia del bosque teje entre dos árboles para cazar moscas y moscardones y hasta abejorros. Y uno se pregunta si teje su tela, su red, para cazar moscardones
y sustentarse con su sangre o si los caza y les chupa la sangre y se alimenta de ellos para tejer su tela. ¿Qué te parece?

Yo. — Eso de las causas finales...

ÉL. — Ya estamos en plena especulación filosófica. Vamos, pues, a ver: la araña se alimenta de sangre de moscas para tejer su tela o teje su tela para cazar moscas y alimentarse con su sangre.

Yo. — Eso equivale, me parece, a preguntar si es la araña el fin de la tela o es la tela el fin de la araña, si es el hombre para su obra o si es la obra para el hombre...

ÉL. — Ya estamos en el para.

A todo esto parecíame como si la presión de aquellas dos férreas manos invisibles, de aquellas tenazas informes y etéreas me hubiesen vaciado por dentro convirtiéndome en una telaraña. La telaraña era ya yo. No era yo ya más que mi obra. O nada menos.

ÉL. — Saca la araña el hilo con que teje su tela de sí misma, de sus entrañas y con un goce doloroso, con un dolor gozoso, de creación.

Yo. — Pero no la sacaría si no alimentase esas sus entrañas con la sangre de sus víctimas.

ÉL. — ¿Víctimas?-¿Pero sabes tú acaso lo que gozan las moscas contemplando la tela en que caen y de que son presas?

Yo. — Acaso sienten que es su sangre hecha tela de arte...

ÉL. — Yo no sé lo que sienten, porque no he sido nunca mosca presa en telaraña... Ni tú tampoco...

Yo. — ¡Yo... sí!

ÉL. — ¿Cómo que sí?

Yo. — ¡Sí! Yo me he visto prosa de maravillosa tela, de hebras de oro espléndido, como de rayos de sol de amanecer cristalizados, urdida y tramada y tejida con divino arte, en que estaba bordada la leyenda de las eternidades y me he embebido en su visión hasta
llegar a sentir, en el escalofrío de la conmoción contemplativa,
que los hilos de la tela estaban hilados con sangre espiritual del hombre, de los hombres, de los que fueron yo antes de que yo empezase a ser. Y al sentir esto me revolví aterrado y rompí la tela...

ÉL. — ¿Estás seguro de haberla roto?...

Yo. — ¡Sí! Estoy seguro de haber roto la tela. Y, sobre todo, estoy seguro do tener mi sangre dentro de mis venas...

ÉL. — ¿Seguro? Mira que si la mosca tiene su sangre también la tiene la araña: mira que las hebras de la tela son sangre...

Yo. — ¿De mosca o de araña?

ÉL. —Es una misma. La sangre de la mosca pasa a ser sangre de araña para poder ser luego hebra de la tela...

Yo.—Para... para... ¡siempre el para!

ÉL. — ¿Me conoces?

Yo. — No sé si te conozco.

ÉL. — Pues yo soy el para... tu para... tu finalidad...

Yo. — ¿Y tú quién eres?

ÉL. — Yo soy tu araña. Y ahora acabo de tejer este diálogo. Y no te empeñes en descubrir el secreto de su trama y de su urdimbre.


Publicado en "Caras y caretas" (Buenos Aires). 11-12-1920, n.º 1.158

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