Carbón! ¡Carbón! — gritaba un pobre hombre recorriendo, fatigado, el estrecho patio— . ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!
Acercóse a un pobre anciano de cara estúpida y con voz suplicante le dijo:
— Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.
— ¿De piedra o vegetal? — preguntó el viejo.
— Dios se lo pague ...
Y se fue gritando:
¡Carbón! ¡Carbón! ¡Más carbón! Es preciso mantener el fuego sagrado.
Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentóse en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y, cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.
Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizóle los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la sangre. Se levantó en pie; estaba solo. La luz crecía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertíanse en medias tintas, para borrarse luego, y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos; el mundo todo se teñía de purísimo blanco, y pronto dejo de ver todo y sólo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo; tanto creció, que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y viosé sumido en las eternas e insondables tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagóse el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, la nada, y él, que, siendo nada, la contemplaba.
Entonces se sintió crecer; su cabeza tocaba al cénit, y se hundían sus pies como raíces en los hondos senos del espacio. Seguía creciendo hasta que perdió conciencia de su magnitud, y se sintió grande, envuelto todo en la magnitud de sí mismo.
Estaba solo, completamente solo, recostado en los inmensos espacios, sin ver ni oír, sin sentir ni entender mas que la propia inmensa y vacía magnitud. Era la conciencia del vacio, la infinita Nada que se siente.
En su pecho sintió un calorcillo; volvió a él su vista, y ésta se aclaró; volvió su oído, y oyó el rumor del gusanillo. Era tan pequeño, tan pequeño, que allí donde empezaba terminaba allí mismo. Pero el calorcillo crecía y crecía, convirtiéndose en luz, luz caliente: de él brotaron juegos caprichosos, formas mil diminutas y de miles de apagados colorines, todo un mundo bonito, bonitísimo, hermoso juguete. Éste creció, creció, como crece todo, y de él brotó una célula, una extraña célula con su boquita.
El Grande sintió un escalofrío por todo lo largo y ancho de su inconmensurable y vacía magnitud. La célula crecía, crecía sin tasa, y con la célula crecía su boca. Mi hombre se entusiasmaba; aquello era soberbio. La célula voraz se iba engullendo cuanto encontraba, y todo el precioso mundo que había brotado por arte de birlibirloque desaparecía en las secas fauces de la célula insaciable. Siguió ésta creciendo, y llenó el espacio inmenso hasta donde la vista alcanza, y siguió aún creciendo. El temor sobrecogió a mi hombre; se sintió humillado; se recogió, volvióse a recoger más; sintió que se achicaba; parecía que desde dentro del pecho le tiraban hacia dentro. Quedó pequeño y ya temia que el monstruo le tragara. Éste abrió su enorme boca; el hombrecillo tembló, sintió un agudo escozor en el pescuezo... y, echando la mano al punto dolorido, atrapó una pulga.
Entonces se levantó del rinconcillo aquel y recorrió el patio gritando:
— ¡El mundo es un sueño mío! ¡Ay, mundo, mundo de mi amor, pobre mundo; ay de ti el día en que despierte yo... te aniquilarás! ¡Carbón, carbón! Es preciso carbón para mantener el fuego sagrado. ¡Carbón! ¡Carbón! |