Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.
Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.
Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.
«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.
Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así.» Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!»
¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.
Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.
Había empezado a leer muchos libros para acabar muy pocos; le gustaba más soñar que leer. A todo escritor le reprochaba que aún le faltaba algo; evidentemente, le faltaba algo... se parecía a otros, y esto es horrible.
«¿Cuál será mi aptitud?» Esto era su eterno tormento. Empezó a construir un nuevo sistema filosófico, y, ya casi terminado, echó de ver que todo lo que él decía lo habían ya dicho otros, e hizo trizas aquellos pliegos llenos de remiendos, borrones y añadidos.
No hubo ramo del conocimiento humano en que no se ensayase; pero todos, absolutamente todos, ¡habían sido ya tan sobados...! ¡Había que trabajar tanto para espigar cosas tan viejas! Luego hay una horrible fatalidad: toda verdad descubierta se hace trivial.
¿Quién demonio daría con una verdad que eternamente chocara a los hombres?
Bonifacio tenia buen fondo; pero él se obstinaba en buscarse en la forma. Se le había puesto en la cabeza que llegarla a ser hombre célebre: la cuestión era dar con el camino. El hogar, la familia, las dichas íntimas... ¡Bah!, vulgaridades que acaban por aburrir.
A fuerza de espolear a los nervios conseguía horas nocturnas de tristeza, se entregaba a pensamientos lúgubres que el viento fresco de la calle arrebataba como nubes.
Cuando hablaba, se olvidaba de su papel y sacaba su alma a escena: un alma sencilla y cándida, vulgarísima de puro humana.
Bonifacio amaba, pero con un amor mortificante, nada original. Cualquier amor de cualquier héroe de cualquier novelucha se parecía al suyo. La mujer es un estorbo; evidentemete corre más quien sólo se lleva a sí mismo a cuestas que quien se lleva con su mujer: Platón, Santo Tomás, Descartes, Kant, fueron solteros; esto le desazonaba al pobre.
Su mayor tormento era tener que trabajar para vivir. Resulta, además, que el vivir es tan vulgar y rutinario como el trabajar.
Una vez íbamos de paseo a la caída de la tarde; el pobre hombre, desahogándose; yo, mordiendo una hoja de zarza.
— En esta vida no queda tiempo más que para vivir — me decía.
Yo le miraba con extrañeza y temor; instintivamente me aparté un poco de él.
— Mira — seguía— : unas veces soy alegre; otras, triste; yo no veo las cosas ni claras ni oscuras; pero me falta algo; yo no sé lo que me pasa, pero me pasa algo. Dicen que estoy chiflado, que todas estas cosas no pasan de fantasía, que soy muy raro — al decir esto le brillaban los ojos de gusto—. Todos los majaderos me desdeñan, y como soy bueno, me veo obligado a tragar la hiel que destila mi hígado.
¡Pobre Bonifacio! No digo yo que se echó a llorar, porque sería mentir; yo no le vi llorar, pero ignoro si se tragó las lágrimas; se han dado casos de personas que por no entregar algún papelillo secreto se lo han tragado y digerido, que es peor.
Algunos días estaba tan alegre que, francamente, me parecía que había conseguido sacarse del pozo: una alegría rarísima, extrahumana.
Bonifacio no era pesimista, Bonifacio no era optimista, Bonifacio no era nada; nada quería ser, ni sabía lo que quería. ¡Pobre Bonifacio!
Él quería ser algo que llamara la atención; no sabía bien qué.
¿Para qué continuar un cuento tan viejo?
Cójanle ustedes a Bonifacio, denle unos cuantos martillazos por aquí y por allí, moldéenle hasta que se pliegue a las exigencias de la realidad, y díganme en conciencia si han conocido a Bonifacio.
Me falta hablar del fin de Bonifacio.
Respecto a éste, corren dos tradiciones igualmente atendibles.
Según la una, Bonifacio acabó como había empezado, siempre el mismo, siempre buscándose y nunca hallado; acabó como las nubes de verano: mientras vivió hizo sombra, y cuando murió siguió alumbrando el sol su sitio vacío.
Según otra tradición, Bonifacio, golpe aquí, golpe allí, se fue redondeando, se casó, tuvo hijos, y cuando fue padre halló la originalidad tan buscada, que, con ser tan común, es la más rara. Sus últimas palabras fueron: «Conque, ¡adiós, hijos míos!»
Aún hay otras tradiciones, porque éstas son como los hongos; pero en todas ellas el fondo de verdad está exornado por mil retazos y añadiduras. |