... En el portillo de Gilimón [de Madrid] .... vivía
un tal Alvar, que gozaba de gran celebridad en Madrid.
Alvar era la verdadera gacetilla de la villa: no había
incendio, ni asesinato, ni robo, ni paliza, ni casamiento,
ni bautizo, que él no supiera antes que los incendiados,
o los asesinados, o los robados, o los apaleados, o los
casados, o los bautizados.
Dar el primero una noticia triste o alegre, era para Alvar la felicidad suprema.
Ver Alvar desde su ventana, que daba al paseo de los Melancólicos, que un ladronzuelo arrebataba la capa a un melancólico, y salir desempedrando las calles de Madrid del Sur, pregonando el robo, no para tener el gusto de que acudiesen a perseguir al ladrón, sino para tener el gusto de dar la noticia antes que nadie, todo era uno.
Pero la manía de Alvar no consistía sólo en la novelería, que consistía también en pretender que sus ojos, o su oído, o su inteligencia, nunca se equivocaban.
Una tarde, víspera de San Isidro, discurrían dos vecinos suyos sobre si al día siguiente se le mojarían o
no las polainas al Santo, y oyendo Alvar la disputa, se
acercó a dar su opinión con la seguridad con que siempre
la daba: su opinión era que al día siguiente no se le mojarían al Santo las polainas.
Como los vecinos sabían que el Santo labrador es tan
aficionado a solemnizar su fiesta mojando la tierra,
como los madrileños a solemnizarla mojando la palabra,
pusieron en duda el pronóstico de Alvar, y éste, que era
soberbio y vanidoso a más no poder, cogió tal berrinche,
que a poco más la emprende a palos con los vecinos.
Una hora después empezó a llover a mares, y no lo
dejó en toda la noche, con gran mortificación del desmedido amor propio de Alvar.
Al amanecer, el Manzanares bramaba de coraje por
no tener a mano a los que le habían llamado aprendiz
de río y otras picardías por el estilo, y Alvar se plantó de pechos a la ventana para ver la riada, y para ver si
el Manzanares hacía alguna cosa que mereciera contarse, pues el pobre Alvar rabiaba por desquitarse del
fiasco que había hecho metiéndose a almanaquista.
El encargado de la sucursal del cosechero de Móstoles oyó aquella misma mañana un gran ruido hacia
la praderita interpuesta entre su ventorrillo y el río, y
al asomarse a la ventana vio que el río acababa de invadir la pradera y se llevaba las cubas vacías.
De dos saltos se plantó a orilla de la furiosa corriente, y empezó a hacer sobrehumanos esfuerzos a ver
si podía salvar las cubas; pero las cubas continuaban
navegando río abajo.
El tabernero, ya junto al puente de Toledo, cuando
iba perdiendo toda esperanza de rescatarlas y se cansaba de seguirlas, vio a la orilla opuesta a dos de sus
mejores parroquianos y les hizo señas para que se lanzaran al río a detenerlas; pero los parroquianos le contestaron, también por señas, que no se atrevían. Era tal el ruido del río, que no era posible entenderse más
que por señas; pero el tabernero, creyendo que aquel
par de borrachos no se resistirían a lanzarse al agua si
les decía que del agua sacarían vino, empezó a gritarles con toda la fuerza de sus pulmones:
— ¡Una va llena! ¡una va llena!
Oir Alvar este grito, exhalar otro de sorpresa y alegría, y lanzarse a la calle, todo fue uno. En cuatro
minutos recorrió el barrio gritando:
— ¡Una ballena en el Manzanares! ¡Una ballena!
Y en seguida tomó la puerta de Toledo y corrió hacia
el río, para tener la gloria de ser el primer madrileño
que viese la ballena que bajaba por el Manzanares.
Entretanto, Madrid estaba alborotado, porque aquella sorprendente noticia había corrido con la celeridad del relámpago desde la puerta de Toledo a la de Santa Bárbara, desde la puerta de Alcalá a la de Segovia, y desde el Salitre a las Maravillas.
Y el pueblo de la coronada villa del oso, armado de escopetas, de redes, de hachas, de ganchos de trapero, de piquetas, de cuchillos, de navajas de afeitar, de
sierras,... afluía en inmenso tropel, estrujándose y pisándose y despachurrándose hacia el Manzanares,
cuyos bufidos creía ser los del enorme cetáceo.
Alvar, que llegó a la orilla del Manzanares un poco
antes que los dos más ligeros, vio al tabernero que había
anunciado la aparición de la ballena al pie de un gran
ribazo contemplando sus cubas, que desaparecían allá a
lo lejos entre los tumbos de la corriente.
— ¿Por dónde va la ballena? — le preguntó con
ansia indecible.
— ¿Qué ballena ? — replicó el tabernero.
— ¡Otra te pego! ¿No has gritado que iba por el
río abajo una ballena?
— No hay tales carneros. Lo que yo he dicho es
que de las cubas que me lleva el río, una va llena.
— ¡Rayo de Dios! — exclamó Alvar bramando de
cólera. —¡Yo te enseñaré a no pronunciar la V como
se pronuncia la B! ¡Toma, y anda a burlarte de la
cabra de tu madre!
Y enarbolando el bastón, empezó a medir las costillas
al tabernero, que gritaba:
— ¡Socorro! ¡Que me matan! ¡Que me dan de palos!
En aquel instante asomaron al ribazo los dos primeros curiosos de las inmensas turbas que se agolpaban
hacia el río.
— ¿Quién da de palos? — preguntaron los segundos,
que no alcanzaban aún a ver el sitio de la paliza.
— Alvar da, Alvar da — contestaron los que lo veían.
Y esta voz, con una pequeña modificación, recorrió en un instante la multitud hasta la puerta de Toledo.
La pequeña modificación consistía en haberse convertido la frase "Alvar da" en el substantivo (¡Dios nos
libre!) albarda.
El pueblo de la villa del oso tornó inmediatamente a
sus hogares, reconociendo que merecía empinarse a un
madroño por haber creído que el Manzanares arrastraba una ballena cuando arrastraba una albarda.
Y cuentan que el mismo Alvar formó desde aquel día
tan pobre idea de sí propio, que cada vez que oía a las
verduleras de Leganés decir: " ¡Arre, borrico!" lo tomaba por una alusión personal... |