Celso Ruiz, la prudencia misma, ¿cómo ha podido provocar al caballero Alberti, duelista célebre, tirador maravilloso que parte las balas en el filo de un cuchillo?
Acabo de encontrar a mi amigo en su despacho, tumbado en el diván, el cigarro en los labios.
—¿Te bates? —le he preguntado.
—Me suicido.
—Verdad. Tanto vale ponerse con una pistola frente a ese hombre.
—Es igual. Necesito demostrar que no soy un cobarde.
—¿A quién?
—A todos; a mí mismo, porque hasta yo empezaba a dudarlo.
—¡Estás loco!
Se incorporó Celso, me hizo sentar, y dijo:
—Escúchame. Toda una confesión. La vida exprés de la corte no tiene la sólida franqueza de nuestra provincia, donde el tiempo sobra para depurar la amistad. Aquí, las gentes somos a perpetuidad conocidos de ayer; amigos, nadie; de modo que tenemos el derecho de recelar unos de otros, de engañarnos mutuamente y de juzgar a cada cual por el traje con respecto a su posición, por su ingeniosidad con respecto a su talento, y por su procacidad con respecto a su hidalguía. La mesa del café, de concurrencia volante, nos atrae por su esprit y nos repugna por su cinismo. La dejamos con disgusto, quedando siempre un jirón de amor propio entre las tazas, y volvemos, sin embargo, al otro día, como a una tertulia de prostitutas, a fumar y estar tendidos. Tiene razón el que habla más fuerte, y el argumento supremo es una botella estrellada en la testa del contrario.
--Ecce homo. ¿Y algo así es tu lance con ese duelista, medio juglar y medio caballero?
—El motivo, a lo menos. Aguarda. Tú, cuando vine, hace un año, me presentaste en esos círculos, cuya animación me cautivó, pues no falta en ellos el ingenio. Fue un alegrón. Allá, en el destierro de nuestra ciudad, imposibilitado de juntar seis personas con quienes establecer cambio de ideas sin aduanas de ignorancia, pensaba en Madrid, en el Madrid íntimo, intelectual y exquisito; soñaba un cenáculo de hombres de corazón, donde estuvieran proscritas las preocupaciones, y donde el pensamiento pudiera brotar y dilatarse libremente como el humo de un vapor en el aire limpio de los mares… Mi sorpresa, pues, no tuvo límite al descubrir que entre estas gentes del talento se alzaban con cada palabra intransigencias mil veces más ruines que las de los ignorantes. La frase inofensiva, con tal que fuese afortunada, la retorcía la vanidad y la convertía en insulto; el triunfo ajeno lo trasformaba en odio la envidia; el razonamiento feliz era rechazado con la brutalidad del sectario; y todo esto, como trámite fatal, conducía al botellazo primero y al lance de honor algunas veces.
—Pongamos un medio por ciento.
—Es mucho.
—No. Exacto. La proporción de esos desafíos en que paga las tarjetas rotas el camarero. Uno por doscientas botellas… Pero dime de una vez, ¿por qué es tu lance?
—A eso voy; precisamente por haber esquivado aquellos otros y los argumentos de cristal. Como yo creo que no había de convencer a ningún polemista rompiéndole la cabeza, ni había de quedar convencido porque me la rompiesen a mí; como creo que nunca puede constituir caso de honra una disputa de café, que no es ordinariamente sino un caso de vanidad, más digno que de un lance de honor, de algunas explicaciones sensatas o del discreto desprecio, y como pienso, además, que en odio y en amores no caben términos medios, por lo cual no concibo el odio reglamentado que de antemano se da por satisfecho con ver una gota de sangre, y por lo cual, en fin, no concibo tampoco más que los lances de honor de veras, donde se va a matar o a morir probablemente, y de seguro a no perdonar una imperdonable herida de honra… de ahí que todas estas razones me obligasen a no volver más por los cafés como medida preventiva.
—Lo aplaudo, aunque no te imite.
—Yo me aplaudí igualmente el primer día. El segundo y el tercero los pasé fatales, a solas con mi susceptibilidad, que despertó en forma reflexiva. ¿No será esto, en el fondo —me preguntaba— una debilidad? Si la vida es así, aunque debiera ser de otro modo, y por el estilo de la del café es la mayoría de la gente, la que tratamos para nuestros negocios y la que tratamos por nuestras relaciones, ¿ha de renunciarse a la sociedad, encerrándose uno como un cenobita, sólo por el hecho de pensar con cordura?
—Esa idea es de Schopenhauer.
—Casi. ¿Qué había, pues, en mi prudencia de racional, y qué pudiera haber de cobardía?… Examiné mi vida entera. Me tranquilizó el examen. Por miedo no he retrocedido nunca en ningún propósito; mi biografía, tú la sabes, no es precisamente la de una monja.
—Y para probarlo en el café, como si el café fuese el mundo… ¡zas!, desafías a…
—No. Ten calma. Entonces me encontré seguro de ser capaz de dar la vida por mi deber, por mi madre y por mi amante, y te repito que quedé tranquilo. La idea que yo tenía de mí mismo en ese punto me bastaba que la tuviesen también mis personas queridas…
Una gran tristeza hizo doblar a Celso el cuello al pronunciar estas palabras.
—¿Esas personas? —le interrogué.
—Son como las demás en este punto. Mi Claudia, mi buena Claudia, confunde también la insensatez y la estoicidad de la barbarie con el verdadero valor. No comprende que se pueda estar pálido con el corazón sereno. Ayer iba con ella en el faetón, por el campo; yo guiaba. Se planta delante un mendigo borracho y me pide limosna insolentemente; palidecí, rogándole que se apartara; mas había él tomado las riendas, y le descargué un latigazo que encabritó al caballo, arrancándole desbocado, después de arrollar al importuno.
En la carrera creí estrellarla, ¡a mi Claudia!… Cuando por la noche refería ella el incidente, dijo: «¡Qué miedo pasó éste! ¡Se quedó como el mármol!». Claudia, sin pararse a considerar la clase de temor que pudo asaltarme, ha sospechado, por primera vez, que soy un cobarde. ¡Lo comprendí en no sé qué asesinamente compasivo de sus ojos! Una hora después desafiaba yo a Alberti. El botellazo, razón de café, fácil, terminante. Probaré mi valor, puesto que es indispensable.
—Perdóname —le dije—; lo que así pruebas, por primera vez, es tu cobardía. Te suicidas.
—De un modo teatral. En un escenario, con amigos y público en los palcos, a la última. Sólo que me suicidarán de verdad; y el suicidio es de valientes: esta idea, si no es de Schopenhauer, debiera serlo.
Me ha sido imposible convencer a Celso de su temeridad, y me he separado de él abrazándole con pena, como a un sentenciado.
Sin embargo, ¡quien sabe! El desafío es mañana. Más que el pulso de un desesperado puede temblar el de un bravo de oficio… |