Kitty al principio no quería presentarse ante Ana, pero se había dejado persuadir por Dolly. Haciendo un esfuerzo sobre sí misma, la joven entró en la sala, y sonrojándose, se acercó a Ana para darle la mano.
—¡Muy feliz de volverla a ver!—dijo con voz conmovida, y todas sus prevenciones contra aquella perversa mujer desaparecieron a la vista del bello y simpático rostro de Ana.
—Habría encontrado natural su negativa de V. a verme—dijo Ana.—Ahora estoy ya acostumbrada a todo. Me han dicho que estaba V. enferma. En efecto, la encuentro bastante cambiada.
Kitty atribuyó el tono seco de Ana al sonrojo que le causaba su falsa situación y el corazón de la joven desposada se conmovió.
Hablaron de la enfermedad de Kitty, de su hijo, de Esteban; pero la atención de Ana estaba muy distante de todo ésto.
—He venido a despedirme—le dijo a Dolly al levantarse.
—¿Cuándo marchas?
Sin responder, Ana se volvió á Kitty con una sonrisa.
—Me alegro de ver a usted de nuevo. ¡He oído hablar tanto de usted y también de su marido! ¿No sabe usted que fue a hacerme una visita? Me ha gustado muchísimo—añadió con mala intención.—¿En dónde está ahora?
—En el campo—dijo Kitty ruborizada.
—Salúdele de mi parte; no lo olvide usted.
—No lo olvidaré de seguro—dijo ingenuamente Kitty, con una mirada de compasión.
—Adiós, Dolly—dijo Ana besándola.
—Es tan seductora como en otro tiempo—hizo notar Kitty a su hermana cuando ésta volvió, después de haber acompañado a Ana hasta la puerta :—¡Qué hermosa es! ¡pero hay en ella un no sé qué extraño que causa pena, mucha pena!
—Hoy no la encuentro en su estado normal. He creído que iba a prorrumpir en llanto en la antesala.
Al volver a subir al coche, Ana se sintió más infeliz que nunca. Su conversación con Kitty despertaba dolosamente en ella el sentimiento de su decadencia moral y este sufrimiento vino a agregarse a los otros.
Sin saber lo que se decía, dió orden al cochero de volver a casa.
—Me han estado mirando como a una criatura extraña e incomprensible. ¿Qué querían decirse entre si? ¿Tenían la pretensión de comunicarse con la mirada sus opiniones sobre mi conducta?... ¡Y yo que quería confiarme a Dolly! He hecho bien en callar ; mi desgracia la habría alegrado, aunque lo hubiese disimulado. Habría encontrado justo el verme expiar esa felicidad que en otro tiempo deseaba para Kitty. Esta se habría alegrado más aún; he leído muy claro en su corazón. Me odia porque he agradado a su marido. A sus ojos soy una mujer sin moralidad. Me desprecia. ¡Ah! si yo fuese lo que ella piensa, ¡con qué facilidad le habría hecho perder la cabeza a su marido! Convengo en quo se me ocurrió esta idea. Ahí va un hombre bien satisfecho de sí—y se puso a seguir con los ojos á un señor grueso de rostro colorado que venía hacia ella, saludándola.— El también me conoce; ahora todos me conocen, y yo ¿puedo lisonjearme de conocerme a mí misma? Conozco solamente mis debilidades... Allí hay dos chicuelos que sorben los pésimos helados de un agualojero de plaza... Todos tenemos nuestra glotonería, y a falta de cosa mejor, nos contentamos hasta con los helados malos, como Kitty, que no pudiéndose casar con Wronsky, se ha contentado con Levine. Me detesta y está celosa de mi; por mi parte la envidio. Este es el mundo.—Putkin, peluquero.—Haría reir a todos, si dijera que me peina un Putkin. Pero en adelante no tendré a nadie a quien hacer reir... Tocan a vísperas; ¡hola! aquel tendero, ¡qué señales de cruz tan rápidas! ¡parece que teme no poder llegar a una docena! ¿A qué vienen estas iglesias, esas campanas, esas mentiras? ¿Para disimular el odio recíproco de las gentes? Yashvine tiene razón al decir: «El quisiera despojarme de mi camisa y yo a él de la suya.»
Arrastrada por sus pensamientos, olvidó por un momento su dolor y se quedó sorprendida cuando el coche se detuvo. El conserje, al salirle al encuentro, la hizo volver a la realidad.
—¿Ha llegado la respuesta?
—Voy a informarme—dijo el conserje.
Volvió al cabo de un momento con un sobre que contenía un telegrama. Ana leyó :
«No puedo volver a casa antes de las diez.—Wronsky.»
—¿Y el mensajero?
—Aún no está de vuelta.
Un vago anhelo de venganza nació en el ánimo de Ana que subió corriendo la escalera.
—Yo misma iré a buscarle—pensó,—antes de partir para siempre. Ya le diré lo que conviene. ¡No he odiado nunca a nadie tanto como a este hombre!
Y al ver el sombrero de Wronsky en la antesala, se estremeció con aversión. No había reflexionado que el despacho era una contestación al suyo y no a la carta que le había remitido por un criado, y que Wronsky no podía haber recibido aún.
—Se parece a su madre; charlarán alegremente, sin tener un solo pensamiento para mí, que sufro tanto.—Y queriendo sustraerse a los terribles pensamientos que la asediaban en aquella casa donde las paredes parecían que iban a aplastarla: —Es preciso marchar inmediatamente—se decía,—tomar el ferrocarril, perseguirle, humillarle...
Al consultar el horario, leyó que el tren de la noche partía a las ocho y dos minutos.
—Llegaré a tiempo—dijo.
Y haciendo enganchar los caballos al coche, se apresuró a poner en una pequeña maleta los objetos indispensables para una ausencia de pocos días; decidida a no volver ya, formaba mil proyectos y resolvió, después de la escena que le preparaba en la estación o en casa de la Condesa, continuar su viaje por el tren de Nijni para detenerse en la primera estación que le saliera al paso.
La comida estaba servida, pero la causaba horror el alimento. Volvió a subir en el coche apenas estuvo dispuesto, irritada de verse rodeada de la servidumbre que se agitaba en torno suyo.
—No te necesito, Pedro—dijo a un criado que se preparaba a acompañarla.
—¿Quién le tomará el billete a la señora?
—Bueno, si quieres venir, ven—respondió irritada.
Pedro subió al pescante y dió orden al cochero de ir a la estación de Nijni.
—¡Se van aclarando mis ideas!—dijo para sí Ana cuando montó en el coche que rodaba por un empedrado irregular.— ¿Cuál era mi último pensamiento? iAh, sí! las reflexiones de Yashvine sobre la lucha por la vida y sobre el odio, que es lo único que une a los hombres. ¿Qué andáis buscando tan alegres?— preguntó mentalmente a una gozosa comitiva que llenaba un coche de cuatro caballos y que evidentemente iba a divertirse al campo,—no escaparéis a vuestra suerte.—Y al ver a algunos pasos de distancia a un obrero borracho, conducido por un agente de policía:—¡En ese estado, al menos, se olvida todo! Nosotros también hemos sentido alegrías, y sin embargo siempre nos han parecido pálidas comparadas con las supremas a que aspirábamos.
Y por primera vez Ana consideró sus relaciones con el Conde bajo aquel rayo de luz vibrante que en un momento le revelaba la vida. «¿Qué ha buscado en mí? La satisfacción de su vanidad más bien que la de su amor.»
Y las palabras de Wronsky, la expresión de perro sumiso que tomaba su rostro en los primeros tiempos de sus relaciones, lo volvían a la memoria para confirmarla en su pensamiento.
—Buscaba sobre todo el triunfo, el éxito; me amaba, pero sólo por vanidad. Ahora que ya no está orgulloso de mí, se acabó todo. Habiéndome quitado todo cuanto podía quitarme y no encontrando ya nada que vencer, le peso ya y sólo se preocupa de guardarme exteriormcnte todas las consideraciones. Si desea el divorcio, es precisamente con tal motivo. Quizá me quiere aún un poco y me desea el bien, ¿pero cómo? ¡The zest is gone! ¡El juego ha terminado! En el fondo de su corazón se alegrará de quedar libre de mi presencia. Entretanto que mi amor se hace cada día más egoísta y apasionado, el suyo se va apagando poco a poco. Por esto no podemos ir de acuerdo. Yo siento la necesidad de atraerlo hacia mí y él la de huirme. Hasta el momento de nuestra unión caminábamos uno al lado del otro, ahora cada uno tiramos en dirección contraria. El me acusa de ser ridiculamente celosa... yo también me acuso, pero la verdad está en que mi amor no está ya satisfecho.
En aquella turbación que la dominaba, Ana cambió de postura y movió maquinalmente los labios como si fuese a hablar.
—Si pudiera, trataría de ser para él una amiga razonable y no una amante apasionada, a quien desespera la frialdad, pero no puedo transformarme. El no me engaña, estoy segura, ya no está más enamorado de Kitty que de la princesa Sarokine, ¿pero qué me importa todo esto? Desde el momento en que mi amor lo fatiga, en que no experimenta ya por mí lo que experimento yo por él, ¿qué me importa su modo de obrar? Casi preferiría que me odiase ; donde cesa el amor, comienza el disgusto; y este infierno que sufro... ¿Pero qué barrio es éste, desconocido para mí? Palacios, casas y más casas, habitadas por personas que se odian recíprocamente... ¿Qué me podría venir que me trajese un poco de felicidad? Supongamos que Alejo Alejandrovitch consienta en el divorcio, que me devuelva a Sergio, que me case con Wronsky.
Y al pensar en Karenine, Ana se lo vió delante, con su mirada apagada, sus manos cruzadas de azuladas venas, con sus falanges que crujían, y el pensamiento de sus relaciones de otro tiempo, calificadas entonces de prueba de ternura, le hizo estremecerse de horror.
—Admitamos que me case; Kitty ¿me respetará por esto? ¿No me preguntará Sergio por qué tengo dos maridos? ¿Cambiará Wronsky para mí? ¿Pueden establecerse entre él y yo relaciones que me den, no digo la felicidad, sino relaciones que no sean torturas? No—respondió sin vacilar.—La escisión entre nosotros es demasiado profunda. Yo hago su felicidad y él hace la mía. Nada cambiará por tanto. ¡Toma! Allí hay una mendiga que se imagina inspirar compasión porque lleva consigo a una criatura. ¿No estamos abandonados todos en esta tierra para ser desgraciados?... Los niños están entrando en la escuela... ¡mi pequeño Sergio!... ¡También he creído amarlo! ¡me enternecía tanto al verle! Y, sin embargo, he vivido sin él, cambiando su amor por el de otro y hasta que la pasión por este otro no estuvo saciada, no me he quejado del cambio.
Y ahora estaba casi contenta de analizar sus sentimientos con una claridad tan terrible.
«Todos somos más o menos infelices; yo, Pedro, el cochero, esos comerciantes... todos y por todas partes y siempre.»
—¿Será preciso tomar el billete para Obiralowka?—preguntó Pedro al llegar a la estación.
A ella le costó trabajo comprender esta pregunta; sus pensamientos andaban muy lejos y había olvidado lo que venía a hacer en aquel sitio.
—Sí—respondió al fin dándole el bolsillo y bajando de la carroza con la maletilla roja en la mano.
Las circunstancias de su situación le volvieron a la memoria, en tanto que atravesaba la multitud para dirigirse a la sala de espera.
Se sentó en un gran diván circular esperando el tren. En su pensamiento se puso a repasar las diferentes resoluciones que podía adoptar.
Se figuraba el momento en que llegaría a la estación, el billete que escribiría a Wronsky, lo que le diría al entrar en el salón de la vieja Condesa, en donde quizá en estos momentos se lamentaba de las amarguras de la vida. La idea de que aún podría ella vivir feliz cruzó por su cerebro... ¡Qué duro se le hacía el tener que odiar y amar al mismo tiempo! ¡y cómo latía su corazón hasta despedazarse!
Sonó una campana: un sujeto de mala traea pasó por delante de ella; Pedro atravesó la sala y se acercó para acompañarla hasta el coche; los hombres agrupados cerca de la puerta, callaron al verla pasar; uno de ellos murmuró no sé qué a su vecino; debía ser alguna desvergüenza.
Ana se metió en un vagón de primera clase y colocó la maleta sobre el diván cubierto de un paño gris pálido. Pedro se levantó el sombrero galoneado, con una sonrisa idiota en signo de despedida y se marchó. El conductor cerró la portezuela.
Una señora, ridículamente ataviada y a quien Ana desnudó con la imaginación para poder proporcionarse el placer de asustarse de su fealdad, corría á lo largo del andén seguida de una niña que se reía con grande afectación.
—Esa niña es grotesca y presuntuosa—pensó Ana.
Y para no ver a nadie se sentó al lado opuesto del coche.
Un mujick sucio, con un gorro del que se escapaban mechones de cabellos enmarañados, pasó rozando la ventanilla.
—Esta figura no me es desconocida—pensó Ana.
Y de repente recordó su pesadilla y se retiró espantada hacia la otra portezuela, que el conductor abrió en este momento para hacer entrar a un señor y una señora.
—¿Desea usted salir?
Ana no respondió y nadie pudo notar en su rostro el terror que la helaba.
Se sentó de nuevo; la pareja había tomado asiento delante de ella y examinaba discretamente, si bien con gran curiosidad, las particularidades de su traje.
El marido pidió permiso para fumar y habiéndolo obtenido, hizo notar a su mujer, en francés, que encontraba mayor placer en charlar que en fumar. Cambiaron necias observaciones con objeto de atraer la atención de Ana y trabar conversación con ella.
Ana pensó que aquellas personas debían detestarse: ¿podía amarse, acaso, gente tan fea?
El estruendo, la gritería, las risas que siguieron al segundo toque de campana, dieron a Ana la idea de taparse las orejas; ¿había algo de divertido en todo esto? Después de la tercera señal, silbó la locomotora y el tren se puso en movimiento. El señor hizo la señal de la cruz.
—¿Qué pretenderá hacer con eso?—pensaba Ana, volviendo con disgusto los ojos para mirar por encima de la cabeza de la señora los vagones y las paredes de la estación que pasaban ante la ventanilla.
El movimiento se hacía cada vez más vivo; los rayos del sol que se ponía penetraron en el vagón y una brisa ligera jugueteó con las cortinas.
Ana, olvidando por completo a sus vecinos, respiró el aire fresco y cogió de nuevo el hilo de sus reflexiones.
—¿En qué estaba pensando? En mi vida, que por cualquier lado que la considere no puede ser más dolorosa. Todos nacemos consagrados al dolor y no buscamos más que el medio de sofocarlo. ¿Pero cuándo vendrá la verdad a deslumbramos con su luz?
—La razón se ha concedido al hombre para esquivar lo que le perturba—dijo la señora en francés, muy satisfecha de su frase.
Estas palabras respondían al pensamiento de Ana.
—Esquivar lo que nos perturba—repetía.
Y una ojeada que lanzó sobre el hombre y su escuálida mitad le hizo comprender que ésta debía considerarse como una criatura no comprendida y que su grueso marido no la disuadía de esta idea, aprovechándose de ella para engañarla.
Ana se esforzaba en descender a las profundidades más secretas del corazón de esta pareja; pero esta ocupación carecía de interés y continuó en sus reflexiones.
Siguió a la turba cuando llegó a la estación, tratando de evitar el grosero contacto de aquella multitud alborotadora y deteniéndose en el andén para interrogarse sobre lo que intentaba hacer.
Ahora le parecía todo de difícil ejecución. Empujada y arrastrada por el gentío que la observaba curiosamente, no sabía en dónde refugiarse. Al fin se le ocurrió detener a un empleado para preguntarle si el cochero del conde Wronsky estaba en la estación con algún mensaje.
—¿El conde Wronsky? Ahora poco han venido a buscarle la princesa Sarokine y su hija, iQué magnífico cochero!
En el mismo momento vió Ana dirigirse hacia ella al demandadero, al cochero Miguel, envuelto en un caftán nuevo, que traía un billete con cierta importancia y orgulloso de haber cumplido su misión.
Ana rompió el sello y su corazón se oprimió al leer:
«Me duele que su billete de V. no me haya hallado en iMoscou. Volveré a las diez.—WRONSKY.»
—¡Me lo esperaba!—dijo con una sonrisa irónica.—Puedes volverte a casa—añadió dirigiéndose al joven cochero.
Pronunció estas palabras lentamente y con dulzura; su corazón latía hasta destrozarse y la impedía hablar.
—¡No, no te permitiré ya hacerme sufrir tanto!—pensó, dirigiéndose con el pensamiento, amenazadora, contra aquél que la torturaba, y continuó paseando, indecisa.
—¿Adónde huir, Dios mio?—se dijo al verse examinada curiosamente por las personas a quienes su belleza y su elegancia atraían.
El jefe de estación le preguntó si esperaba el tren; otro la miraba con tal fijeza que la turbó.
Al llegar al extremo del andén se detuvo. Unas señoras y unos niños hablaban riendo con un señor de anteojos, a quien al parecer habían salido a esperar. También ellas se callaron y se volvieron al ver pasar a Ana.
Esta apretó el paso; llegaba un tren de mercancías que hacía estremecerse el andén; Ana se creyó de nuevo dentro de im tren en movimiento.
De pronto se acordó del hombre aplastado el día en que por primera vez había visto a Wronsky, en Moscou, y comprendió lo que debía hacer.
Ligera y rápida, bajó los escalones y se dirigió hacia las agujas al encuentro del tren.
Fríamente examinó la gran mole de la locomotora, las cadenas, los ejes, tratando de medir con la vista la distancia que separaba las ruedas posteriores del primer vagón de las anteriores del segundo.
—Allí—dijo mirando la sombra proyectada por el vagón en la arena mezclada de carbón que cubría las traviesas,—allí encontraré el fin de mi tormento y su castigo.
Su maletilla roja, que le costó trabajo desenredar de la muñeca, le hizo perder el momento de arrojarse bajo el primer vagón; esperó el segundo. Un sentimiento semejante al que experimentaba en otro tiempo al chapuzarse en el agua, apoderóse de Ana, que se santiguó.
Este ademán familiar despertó en su alma una multitud de recuerdos de la infancia: la vida con sus goces fugitivos brilló un momento ante sus ojos; pero no los separó del vagón, y cuando llegó ante ella la parte que está entre los dos ejes, tiró la maletilla y con los brazos extendidos se echó de rodillas bajo del vagón, como si hubiese querido estar pronta para levantarse otra vez. Tuvo tiempo para sentir miedo.
—¿En dónde estoy? ¿por qué?—pensó haciendo esfuerzos para echarse a un lado pero la pesada mole, inflexible, la golpeó en la cabeza y la arrastró por la espalda.
—¡Señor, perdóname!—murmuró al sentir la inutilidad de la lucha.
Y la luz que para la infortunada había iluminado el libro de la vida con sus tormentos, sus falsedades y sus dolores, rasgando las tinieblas, brilló con esplendor más vivo, vaciló y se apagó para siempre.
Fuente: Biblioteca Internacional de Obras Famosas. Grandes Obras - Volumen 23.
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