Unos poetas la han maldecido con ira y con desprecio, otros poetas la han sublimado en sus cantares apasionados, el hombre de Dios y el filósofo la bendicen, el corazón la siente con júbilo, la inteligencia la fecunda con amor, la voluntad la santifica, y la conciencia la admira y la adora como el símbolo y la manifestación de lo inmortal, de lo bello, de lo eterno, de lo infinito, de lo justo, de lo santo, como vivida llama que sube en espiral hacia Dios, como motor perpetuo, como impulso continuo, como aspiración incesante, como música, como canto, como perfume, como luz y calor. El no ser, la nada, el vacio, la sombra, la mudez, el silencio, la muerte, la inacción huyen ante la vida, madre santa del dolor y de la pena, de la tristeza y del infortunio, artífices celestes que cincelan la estatua humana hasta divinizarla. La vida es ascensión, perfección. No la maldigamos, pues, porque maldecimos en ella a Dios y al cielo, porque maldecimos la existencia, la realidad, lo que es, lo que será y no dejará nunca de ser. Las martirizaciones que sufrimos son las palpitaciones y el alumbramiento de la vida. Los cardenales, el dolor y la desventura que sellan nuestro cuerpo y nuestra alma, nos llevan a la santidad, a la glorificación, nos alzan hasta Dios.
La vida es la larva eternamente renovada, que hiere y rasga su túnica, para, inmortal crisálida, perderse en el espacio y en la movilidad, continuando su carrera sin parada, pasando de tumba en tumba su eterna metempsicosis, apurando, viajero eterno, ideales tras ideales que se renuevan y se cambian sin término. No maldigamos, pues, la vida, arrodilllémonos ante Dios para darle las gracias de este don divino que nos saca de la noche del no ser, nos anima dándonos una personalidad indestructible y consciente, que forja al héroe sobre la palestra del dolor. Este canto a la vida debe ser nuestro rezo perpetuo, para enaltecernos y fortificarnos. Enseñemos esta oración a nuestros hijos y pongámosla en los labios de la virgen que concibe, como los griegos ponían la belleza ante sus ojos. Asi tendremos generaciones fuertes, viriles, que vayan al combate cantando himnos de amor y de esperanza, y no generaciones inertes, pasivas, frías entre el calor, ciegas ante la luz, murientes y enterrándose en el no ser como en un pantano sin fondo.
Buenos Aires, 1898
(*) Página escrita en el álbum de la Srta. María Eugenia Vila, pocos días antes de morir el autor.
Publicado en "Almanaque sud-americano" 1900 |