En casi todas las admistraciones de loterías se han acabado los billetes de Navidad, lo cual prueba elocuentemente que somos unos jugadores empedernidos.
Todos los que tienen un duro se lo juegan, con gran perjuicio de otras atenciones preferentes, y hay quien, a falta de camisa, lleva un cuello postizo sujeto a la elástica con un alfiler, y sin embargo, juega cuatro pesetas en un billete y dos pesetas en otro . . .
La fiebre de la lotería produce más estragos que la viruela, y algunas personas andan por ahí con el rostro abatido y la mirada incierta, esperando que se publique la lista grande. Quieren reirse y no pueden; van a lavarse y les falta la respiración; tratan de tomar café y lo echan por las narices.
— ¿Qué es eso? — se pregunta a alguno. — Está usted así como alelado.
— ¡Hombre! La lotería de Navidad me trae medio loco — contesta el aludido,
— ¿Juega usted mucho?
— Juego veinticinco reales en siete suertes, y tengo la corazonada de que me va a caer. El año pasado por un número dejé de cobrar catorce duros y medio; si en vez de un 6 es un 9, me armo. Nunca he tenido más ilusión que ahora, porque han pasado cosas en mi casa que son de muy buen agüero.
— ¡Hombre!
— Sí, señor; ayer a mi señora se le cayó un retrato de su madre en el cocido; esta mañana en la oficina fui a pegarle a mi escribiente y vertí el frasco de la goma sobre un macillo de balduque. Todo esto es de muy buena sombra.
Los supersticiosos están en grande porque creen que hay una porción de hechos anunciadores de la buena suerte; y si les aprieta una bota, o se les cae en el vino un pelo de bigote, o pierden un botón de la camisa de dormir, lanzan un grito de alegría y adquieren, ipso facto la completa seguridad de que va a ser para ellos el premio gordo.
En cambio, si salen a la calle y tropiezan con un chato rubio, o les pisa un transeúnte picado de viruelas, o les saluda por equivocación un sereno de comercio, toda su esperanza se disuelve como el humo y sufren lo indecible.
Pero todos, quién más, quién menos, acarician en el fondo del alma una halagadora ilusión, y no hay nada que les moleste tanto como oir decir a cualquiera de esos optimistas alegres que gozan con la desesperación de los demás:
— No se ilusione usted. El premio gordo caerá en el número 12.543, que es el que juego yo en compañía de un barbero que vive en la calle del Gato, y en estado de inocencia.
En las oficinas, en los teatros, en los círculos de recreo, en las parroquias, donde quiera que se reúnan media docena de sujetos en corporación, surge inmediatamente la idea de jugar un decimito, y desde aquel punto y hora los corazones se ensanchan ante la risueña perspectiva de un cambio de fortuna.
Doña Ceferina, que da reuniones todos los jueves y días festivos, ha acordado comprar un décimo para repartir entre sus contertulios.
— Sí, sí — dicen todos a coro.
— Bueno, pues que vaya a comprarlo Balbinito, que es hombre de mucha suerte — agrega uno de los circunstantes.
— ¿Tiene suerte? — pregunta doña Ceferina.
— ¡Ya lo creo! El mes pasado se encontró en la calle del Tribulete más de dos libras de lomo envueltas en un número de La Civilización, de Carulla. Además le ha tocado en una rifa un refajo de señora, hecho a punto tunecino, y casi todas las semanas se encuentra en la calle piezas de perro y huevos duros.
— Lo mejor será que mi Rupertito elija el número— dice una señora de la tertulia.
— ¿Quién es Rupertito ?
— Es mi niño, el más chiquitín, que va para los doce años, y todavía no pronuncia a causa de su mucha inocencia.
Por unanimidad se acuerda que sea Rupertito el que elija el décimo; y el niño se dirige al día siguiente a la administración de loterías, acompañado de todos los contertulios de doña Ceferina.
— Usted dispensará — dice al lotero la mamá del muchacho pero deseamos que este ángel escoja un décimo . . . Anda, cielín, pon tu manita sobre un papelito de esos.
El niño, que es más bruto que mandado hacer, mira al administrador de loterías con escama y rompe a llorar como un becerro de tres hierbas; pero aquél le anima diciéndole:
— Vamos, niño, no te asustes; coge el número que más te agrade.
Entonces Rupertito se abalanza sobre los décimos colocados a su alcance y los estruja entre los dedos llenándolos de pringue.
— ¡Dios mío! Los va á borrar — dice uno de los contertulios.
— ¿Qué tiene en las manos esa criatura? — agrega el lotero.
— Es sopa — contesta la madre. — Tiene la costumbre de meter las manitas en la sopera, y yo le dejo para que no coja una rabieta.
Rupertito escoge al fin un número, y todos se lanzan sobre el papel para leerlo cien veces.
— ¡El 8.239!
— ¡Buen número!
— ¡Acaba en un 9 y empieza en un 8! ¡Buena sombra!
— Verá usted cómo sale.
— ¡Ay! ¡Si saliera! . . .
Estas y otras frases brotan de los labios de aquella gente feliz, que se mete en la cama pensando en el premio gordo para recibir un desengaño el día 23.
Porque yo soy de los que creen que la lotería no toca nunca.
Por lo menos a mí . . .
(El Mundo Festivo; Madrid 1894. Librería de San Martín) |