"El caso extraño del doctor Jeckill" Capítulo 2
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El caso extraño del doctor Jeckill |
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EN BUSCA DEL SR. HYDE Aquella noche, el Sr. Utterson volvió a su habitación de soltero, con el ánimo sombrío, y se sentó sin placer ante la mesa en donde se hallaba servida la comida. Tenía costumbre, el domingo, cuando concluía de comer, de ir a sentarse junto al fuego, con un tomo de cualquier teólogo árido sobre su pupitre, permaneciendo así hasta que el reloj de la vecina iglesia tocaba doce campanadas, y entonces iba tranquilamente a acostarse. Sin embargo, la noche aquella, así que quitaron el mantel, tomó una bujía y fue a su gabinete. Allí abrió su cofre y sacó del sitio más secreto un documento envuelto en un sobre, en el cual estaba escrito lo siguiente: "Testamento del Doctor Jekyll", y se sentó melancólicamente para estudiar su contenido. El testamento era ológrafo, pues aunque Utterson se había encargado de guardarlo una vez hecho, no quiso intervenir en su redacción. Aquel testamento declaraba, que no sólo en el caso del fallecimiento de Enrique Jekyll, Doctor en Medicina, etc., etc., todos sus bienes deberían pasar a manos de su amigo y bienhechor Eduardo Hyde, sino que por la desaparición o una ausencia inexplicable del Dr. Jekyll, ausencia que excediese de un período de tres meses, el referido Eduardo Hyde debería tomar posesión de los bienes de dicho Enrique Jekyll, sin ningún otro plazo, y libre de toda carga u obligación, salvo algunas pequeñas sumas que pagar a los criados de la casa del doctor. Hacía ya mucho tiempo que aquel documento desagradaba al abogado. Le molestaba a la vez en su calidad de jurisconsulto, y en el concepto de partidario de los usos sensatos y ordinarios de la vida, y de enemigo de todo lo extravagante. Además, su desconocimiento de la persona del Sr. Hyde era lo que había aumentado su indignación; y ahora, gracias a un acontecimiento inesperado, le conocía. Ya era bastante malo que tuviese un nombre respecto del cual nada podía saber, que nada decía, y era mucho peor cuando aquel nombre fue revestido con detestables imputaciones; y el espeso y nebuloso velo que había cubierto sus ojos durante tanto tiempo se rasgó de golpe para dejarle ver a un verdadero demonio. Después de esto, apagó la bujía, se puso un gabán, y salió. Encaminóse hacia la plaza Cavendish, ciudadela de la Medicina, en donde su amigo, el gran doctor Lanyón, tenía su casa, y recibía a sus numerosos clientes. "Si alguien sabe, será Lanyón", se dijo a sí mismo el jurisconsulto. El solemne ayuda de cámara le conocía, y le saludó; como no se le sometía a las interminables antesalas de las visitas ordinarias, fue directamente desde la puerta hasta el comedor, en donde se hallaba el doctor Lanyón. El doctor era un caballero que vivía bien, excelente compañero, saludable, bien portado y de rostro algo encendido; su cabello había encanecido antes de tiempo, y lo llevaba desordenado. Sus ademanes eran bruscos y alborotados. Al ver a Utterson, dejó la silla y corrió a su encuentro, tendiéndole ambas manos. Aquella efusión, que era uno de sus hábitos, tenía algo de teatral, pero se hallaba cimentada sobre verdaderos sentimientos de amistad, pues ambos eran antiguos camaradas y condiscípulos de la escuela y la Universidad, que se guardaban mutua consideración, y aunque no sea consecuencia de ello, les agradaba hallarse juntos. Después de una corta y trivial conversación, el abogado llegó al asunto que le aguijoneaba penosamente el espíritu. —Supongo, Lanyón—dijo—que vos y yo debemos ser los dos amigos más viejos que tiene Enrique Jekyll. —Yo quisiera que los amigos fuesen más jóvenes—contestó riéndose el Dr. Lanyón; —pero creo que así es. ¿Y qué más? Lo veo tan poco a menudo ahora. . . —¿Cómo?—exclamó Utterson—yo creía que teníais intereses comunes. —Los hemos tenido—repuso el doctor— pero desde hace diez años, el Dr. Enrique Jekyll se ha vuelto demasiado fantástico para mí. Comenzaba a emprender un mal camino, mal camino desde el punto de vista intelectual, y aunque sigo, sin duda, interesándome por él, a causa de nuestro antiguo y buen compañerismo, he visto y veo muy rara vez a nuestro hombre en estos últimos tiempos. Sus extravagantes ideas—añadió el doctor poniéndose encarnado—hubieran hecho reñir a Damón y Pythias. Ese pequeño estallido de cólera llevó un poco de calma y algo de alivio al ánimo de Utterson. "Habrán diferido únicamente de opinión en alguna cuestión científica", pensó para sí, y no siendo hombre capaz de tener pasiones científicas (salvo el caso del procedimiento y diligencias de su oficio) añadió, hablando consigo mismo: "no será cosa grave." Dejó algunos segundos de respiro para que se repusiese su amigo, y le lanzó la pregunta objeto de su visita: —¿Habéis visto alguna vez a uno de sus protegidos, un tal Hyde? —¿Hyde?—repitió Lanyón.—No, jamás he oído nada de él. Su amistad debe ser posterior a nuestras pequeñas diferencias. Esos eran los únicos informes que llevaba el abogado al regresar a su gran lecho sombrío, sobre el cual se agitó en todos sentidos hasta las primeras horas de la mañana. Fue una noche aquella de poco descanso para su atormentado espíritu, envuelto en obscuridades y asediado por la duda. Las seis daban en la cercana iglesia, tan bien situada con respecto a la habitación del Sr. Utterson, y éste continuaba soñando en su problema. Hasta entonces sólo le había considerado desde el punto de vista intelectual; pero en aquel momento estaba dominado por las diferencias, por los saltos de su imaginación; y aunque acostado, y volviéndose de un lado para otro, en medio de la sombría obscuridad del cuarto, conservada por espesas colgaduras, la historia del Sr. Enfield se iba desenvolviendo delante de él, y todos los detalles se le presentaban como cuadros luminosos de un panorama. Veía primero los espacios inmensos de una ciudad alumbrados por faroles; luego la forma de un hombre caminando rápidamente; después la de una criatura que volvía corriendo de la casa del médico, y en fin, su encuentro, y aquel diablo (Juggernaut) de apariencia humana, pisoteando a la niña y marchándose sin que le detuviesen sus gritos. Su visión continuaba: veía un cuarto, en una hermosa casa, en donde dormía su amigo, soñando y sonriendo a sus sueños, abrirse la puerta del cuarto, separarse los cortinajes, despertarse su amigo, y frente a él presentarse una forma que tenía el poder, aun en aquella hora indebida, de hacerle levantar y darle órdenes. Aquella forma con dos rostros tan distintos persiguió el espíritu del abogado toda la noche, y si lograba dormirse algunos instantes, seguía viendo la forma deslizarse disimuladamente a lo largo de las casas cerradas, o caminando rápidamente, más rápidamente aún, hasta caer desvanecida, a través del laberinto de una ciudad alumbrada, iluminada, y luego, en la esquina de cada calle, pisotear a una criatura y abandonarla a pesar de sus lamentos y sus gritos. Y aquella forma no tenía jamás un rostro que permitiese reconocerla; hasta en sueños no tenía una cara conocida, o la que tenía se ocultaba y desvanecía cuando quería mirarla; y así fue, gracias a ese sueño, como creció y creció en el ánimo del abogado aquella curiosidad verdaderamente extraña, casi extravagante, de conocer la fisonomía del verdadero Sr. Hyde. Pensaba que, si alguna vez llegaba a fijar sus ojos en él, se aclararía el misterio, desapareciendo en absoluto, como sucede con todo lo sobrenatural cuando se examina de cerca. Hallaría sin duda alguna razón para explicar la extraña preferencia o esa esclavitud de su amigo (llámesele como se quiera), y también las cláusulas sorprendentes de su testamento. Sea lo que fuere, no cabe duda de que el rostro valía la pena de ser visto; ese rostro de un hombre cuyas entrañas no tenían compasión ni piedad ninguna, era rostro que sólo con presentarse había logrado inspirar en el ánimo del insensible Enfield un sentimiento de odio profundo. Desde aquel instante, Utterson se puso a examinar frecuentemente la puerta de la callejuela de las tiendas. Por la mañana antes de la hora del escritorio, al mediodía cuando los negocios estaban en plena actividad y teniendo escaso tiempo, por la noche a la luz de una luna velada por la niebla, en una palabra, con todas las luces y a todas horas, solo o en medio del gentío, podía verse el abogado en aquel sitio. Al fin, su paciencia se vio recompensada. Era una noche hermosa y apacible; helaba, y las calles estaban tan limpias como el piso de un salón de baile; los faroles, cuyos mecheros no agitaba ni el más ligero soplo de aire, daban la cantidad de luz y de sombra requerida. Hacia las diez, cuando todas las tiendas estuvieron cerradas, la callejuela quedó desierta y silenciosa, sin oírse más que el ruido sordo de sus alrededores. Del otro lado de la calle se percibían los movimientos, las idas y venidas en el interior de las casas, distinguiéndose los pasos de los transeúntes mucho antes de verlos. Hacía algunos minutos que Utterson estaba en su puesto, cuando llamó su atención un paso ligero y extraño que se aproximaba. En el curso de sus nocturnas peregrinaciones había llegado a acostumbrarse a distinguir en medio de los zumbidos y de los ruidos más diferentes de una gran ciudad, los pasos de una persona sola, lejos aún, y que venía bruscamente a él, pero nunca se había sentido su atención tan excitada ni tan fija como en aquel momento definitivo, y poseído de un presentimiento absoluto y supersticioso de un buen éxito, se ocultó en la entrada del callejón. Los pasos se acercaban rápidamente, haciéndose más y más distintos en el recodo de la calle. El abogado, mirando desde su escondite, no tardó en ver con qué clase de hombre se las tenía que haber. Este era pequeño, vestido con sencillez; su exterior, aun a aquella distancia, no fue enteramente del agrado del observador. El hombre fue derecho a la puerta, atravesando el arroyo para ganar tiempo, y sin dejar de andar, sacó una llave del bolsillo, como quien llega a su casa. El Sr. Utterson atravesó la calle y le tocó el hombro cuando pasaba, diciendo: —El Sr. Hyde, si no me equivoco? Hyde retrocedió vivamente, y su respiración pareció cambiarse en un silbido. Pero su temor sólo fue momentáneo, y aunque no podía ver el rostro del abogado, contestó con sequedad: —Ese es mi nombre. ¿Qué me queréis? —Veo que vais a entrar—repuso el abogado.— Soy un antiguo amigo del Dr. Jekyll;—Utterson, de la calle Gaunt.— Debéis haber oído mi nombre, y encontrándoos tan a propósito, he pensado que tendríais la bondad de recibirme. —No hallaréis al Dr. Jekyll; no está en su casa—replicó Hyde soplando en el cañón de la llave, y luego, de repente, sin mirar al abogado, añadió:—¿Cómo me habéis conocido? —Ahora os toca a vos—dijo Utterson —¿queréis concederme un favor? —Con mucho gusto—contestó Hyde— ¿de qué se trata? —¿Queréis dejarme ver vuestro rostro? —preguntó el abogado. Hyde pareció vacilar; luego, impelido sin duda por alguna reflexión súbita, se volvió enseñando el rostro con cierto aire de provocación o desafío, y ambos se miraron fijamente durante algunos segundos. —Ahora os reconoceré—dijo Utterson —lo cual puede ser conveniente. —Sí — replicó Hyde — no me disgusta que nos hayamos encontrado; y, a propósito, os daré las señas de mi casa—y le dijo un número de una calle en Soho. —¡Dios mío! — pensó Utterson — ¿se habrá acordado también él del testamento?—Pero guardó sus temores para sí, y murmuró algunas palabras como para agradecer las señas dadas. —Bien, veamos — dijo Hyde — ¿cómo me habéis conocido? —Por una descripción—fue la repuesta. —Una descripción, ¿de quién? —Tenemos amigos comunes—añadió Utterson. —¿Amigos comunes? — repuso Hyde como un eco y con voz ronca.—¿Quiénes son? —Jekyll, por ejemplo—dijo el abogado. —Jamás os ha dicho nada — exclamó Hyde con un movimiento de cólera.—No os creía capaz de mentir. —Algo dura me parece esa palabra—replicó Utterson. Hyde lanzó una estrepitosa carcajada, y con una rapidez extraordinaria, levantó el pestillo de la puerta y desapareció dentro de la casa. El abogado se quedó inmóvil y desconcertado al ver la desaparición de Hyde. Al cabo de un rato echó a andar calle arriba, deteniéndose a cada paso y llevándose una mano a la frente, como un hombre presa de la mayor perplejidad. El problema cuya solución buscaba, según iba caminando, era de aquellos que rara vez la tienen. El Sr. Hyde era pálido y de pequeña estatura; producía la impresión de lo deforme sin que fuese posible designar esa deformidad con una palabra exacta; tenía una sonrisa desagradable; se había conducido con una mezcla criminal de timidez y de audacia; había hablado con una voz ronca, que silbaba por momentos, y algo cascada. Todos estos detalles le eran contrarios, pero aun reunidos no bastaban para explicar la repugnancia, el odio y el miedo con que los consideraba Utterson. Debe de haber algo más, se dijo perplejo. Hay algo más; si pudiese darle a eso un nombre. ¡Ese hombre apenas se parece a un ser humano! Tiene algo del troglodita. ¿Será esto como la antigua historia del Dr. Fell? ¿O es únicamente el simple reflejo e irradiación de un alma mala que pasa a través de él y que altera o desnaturaliza su envoltorio corporal? Porque, ¡oh, mi pobre viejo Enrique Jekyll, si alguna vez he leído la firma de Satanás puesta en un rostro, ha sido en el de vuestro nuevo amigo! Precisamente al doblar la esquina de la calle, había un grupo de antiguas y grandes casas, en su mayor parte ya muy deterioradas, divididas en pisos con habitaciones separadas que se alquilaban a hombres de todas clases y condiciones, grabadores, arquitectos, abogados sin clientes, y agentes de negocios dudosos. Una de aquellas casas, sin embargo, la inmediata a la de la esquina de la calle, se hallaba ocupada por un solo inquilino, y a la puerta de aquella casa, que tenía cierto aspecto de comodidad y de riqueza, aunque medio sumida en la obscuridad, porque únicamente la alumbraba un farol interior, fue donde se detuvo Utterson, y a la que llamó. Un criado anciano y de buen porte abrió la puerta. —Poole, ¿está en casa el Dr. Jekyll?— preguntó el abogado. —Voy a ver, Utterson—contestó Poole, haciendo entrar al jurisconsulto en un extenso recibimiento bajo de techo y embaldosado, adornado con hermosos armarios de roble, y calentado, al estilo de las casas de campo, por un gran fuego que ardía en una chimenea abierta. —¿Queréis esperar aquí junto al hogar, caballero, o preferís pasar al comedor? —Aquí, gracias—contestó el abogado, aproximándose al fuego. Aquella habitación, en la que se quedó solo por unos momentos, era la predilecta de su amigo el doctor, y el mismo Utterson tenía costumbre de hablar de ella como de la más agradable de Londres. Pero aquella noche Utterson se hallaba en una situación excepcional; el rostro de Hyde no se apartaba de su memoria; sentía (cosa rara en él) como disgusto de la vida, y su espíritu entristecido le hacía ver como una amenaza en los reflejos de las llamas sobre las partes brillantes de los armarios, y en los oscilantes movimientos de las sombras del techo. Cuando Poole regresó y anunció que el Dr. Jekyll había salido: he visto al Sr. Hyde entrar por la vieja puerta del gabinete de anatomía, Poole—le dijo el abogado—¿es eso natural no estando en casa el Dr. Jekyll ? —Completamente natural y regular, Sr. Utterson—repuso el criado.—El Sr. Hyde tiene una llave de aquella puerta. —Vuestro amo, Poole, parece tener la mayor confianza en ese joven. —Sí, señor, es verdad—contestó Poole —todos tenemos orden de obedecerle. —No creo haber encontrado aquí jamás al Sr. Hyde—dijo Utterson. —¡Oh! de seguro que no; nunca come aquí—añadió el ayuda de cámara.—En realidad pocas veces oímos hablar de él en este lado de la casa; casi siempre entra y sale por el laboratorio. —Bien, buenas noches, Poole. —Buenas noches, Sr. Utterson. Y el abogado emprendió el camino de su casa con el corazón oprimido. ¡Pobre Enrique Jekyll! (decía hablando consigo mismo) tengo el presentimiento de que va por mal camino. Era libertino cuando joven, hace tiempo, es verdad, pero según la ley de Dios, siempre, tarde o temprano, llega para cada uno el castigo de sus pecados. Y debe ser algo así; el espectro de algún antiguo pecado, el cáncer roedor de alguna vergüenza oculta, cuyo castigo viene cuando años después la memoria ha olvidado la falta y el amor propio la ha excusado. Asustado por sus mismas ideas, recordó su pasado, buscando y escudriñando en todos los rincones de su memoria, temeroso de que algún antiguo pecado se mostrase en plena luz. Su pasado era bastante limpio y sin tacha; pocos hombres hubieran podido leer las páginas de su vida con menos temor y aprensión, y sin embargo, sentíase como profundamente humillado a causa de las numerosas malas acciones que creía haber cometido, al mismo tiempo que se gozaba con el recuerdo de las que había sabido evitar. Volviendo al asunto que le preocupaba, tuvo un rayo de esperanza. Si se pudiera profundizar en el estudio de ese Hyde .... dijo para sí — debe tener grandes secretos; secretos siniestros, a juzgar por su cara; secretos ante los cuales las peores acciones del pobre Jekyll serían como brillantes rayos de sol. Pero las cosas no pueden seguir así. Se me hiela la sangre cuando pienso que ese ser se arrastra como un ladrón hasta el lecho de Enrique; ¡Pobre Enrique, qué despertar el tuyo! Y lo más peligroso de todo eso es que si el tal Hyde sospecha la existencia del testamento, tendrá prisa por heredar. Es preciso que yo me ocupe de este asunto—si Jekyll quiere permitírmelo —añadió—si Jekyll quiere dejarme obrar —pues una vez más vio ante sus ojos escritas, con igual claridad que en el papel, las extrañas cláusulas del testamento. |
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