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Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 20

Biografía de Mary Shelley en Wikipedia

 
 

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Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 97: Notturno
 

Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Capítulo 20
 

Pronto me llevaron ante la presencia del magistrado, un benévolo anciano de modales tranquilos y afables. Me observó, empero, con vierta severidad, y luego, volviéndose hacia los que allí me habían llevado, preguntó que quiénes eran los testigos.

Una media docena de hombres se adelantaron; el magistrado señaló a uno de ellos, que declaró que la noche anterior había salido a pescar con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, cuando, hacia las diez, se había levantado un fuertes viento del norte que les obligó a volver al puerto. Era una noche muy oscura, pues la luna aún no había salido. No desembarcaron en el puerto sino, como solían hacer, en una rada a unas dos millas de distancia. Él iba delante con los aparejos de la pesca, y sus compañeros le seguían un poco más atrás. Andando así por la playa, tropezó con algún objeto y cayó al suelo. Sus compañeros se apresuraron para ayudarlo, y a la luz de las linternas vieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que parecía muerto. En un principio supusieron que era el cadáver de un ahogado que el mar habría arrojado sobre la playa; pero al examinarlo descubrieron que no tenía las ropas mojadas y que el cuerpo aún no estaba frío. Lo llevaron de inmediato a casa de una anciana que vivía cerca e intentaron, en vano, devolverle la vida. Era un joven bien parecido de unos veinticinco años. Parecían haberlo estrangulado, pues no se apreciaban señales de violencia salvo la negra huella de unos dedos en la garganta.

La primera parte de esta declaración carecía de todo interés para mí; pero cuando oí mencionar la huella de los dedos, recordé el asesinato de mi hermano, y me inquieté en extremo; me temblaban las piernas y se me nubló la vista, de manera que tuve que apoyarme en una silla. El magistrado me observaba con atención, e indudablemente extrajo de mi actitud una impresión desfavorable.

El hijo corroboró la declaración de su padre; pero cuando llamaron a Daniel Nugent juró solemnemente que, justo antes de que tropezara su cuñado, había visto a poca distancia de la playa una barca en la que iba un hombre solo; y por lo que había podido ver a la luz de las pocas estrellas, era la misma barca de la cual yo acababa de desembarcar.

Una mujer declaró que vivía cerca de la playa, y que, una hora antes de conocer el hallazgo del cadáver, se hallaba esperando a la puerta de su casa la llegada de los pescadores, cuando vio una barca manejada por un solo hombre, que se alejaba de aquella parte de la orilla donde luego se encontró el cadáver.

Otra mujer confirmó que, en efecto, los pescadores habían llevado el cuerpo a su casa y que aún no estaba frío. Lo tendieron sobre una cama y lo friccionaron, mientras Daniel iba al pueblo en busca del boticario, pero no pudieron reanimarlo.

Preguntaron a varios otros hombres sobre mi llegada, y todos coincidieron en que, con el fuerte viento del norte que había soplado durante la noche, era muy probable que no hubiera podido controlar la barca y me hubiera visto obligado a volver al mismo lugar de donde había partido. Además, afirmaron que parecía como si hubiera traído el cuerpo desde otro lugar y que, al desconocer la costa, me hubiera dirigido al puerto ignorando la poca distancia que separaba el pueblo de... del sitio donde había abandonado el cadáver.

El señor Kirwin, al oír estas declaraciones, ordenó que se me condujera a la habitación donde habían depositado el cadáver hasta que se enterrara. Quería observar la impresión que me produciría el verlo. Probablemente esta idea se le había ocurrido al observar la gran agitación que había demostrado cuando oí la forma en que se había cometido el asesinato. Así pues, el magistrado y varias otras personas me condujeron hasta la posada. No podía dejar de extrañarme ante las numerosas coincidencias que habían tenido lugar esa fatídica noche; pero, como recordaba que alrededor de la hora en que había sido descubierto el cadáver había estado hablando con los habitantes de la isla en la que vivía, estaba muy tranquilo en cuanto a las consecuencias que aquel asunto pudiera tener.

Entré en el cuarto donde estaba el cadáver y me acerqué al ataúd. ¿Cómo describir mis sensaciones al verlo? Aún ahora el horror me hiela la sangre, y no puedo recordar aquel terrible momento sin un temblor que me evoca vagamente la angustia que sentí al reconocer el cadáver. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos, todo se me esfumó como un sueño cuando vi ante mí el cuerpo inerte de Henry Clerval. Me faltaba el aliento y, arrojándome sobre su cuerpo, exclamé:

¿También a ti, mi querido Henry, te han costado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he destruido a dos; otras víctimas aguardan su destino, ¡pero tú, Clerval, mi amigo, mi consuelo! ...

No pude soportar más el tremendo sufrimiento, y preso de violentas convulsiones me sacaron de la habitación.

A esto siguió una fiebre. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Como supe más tarde, deliraba de forma terrible; me acusaba de las muertes de William, Justine y Clerval. A veces suplicaba a los que me atendían que me ayudaran a destruir al diabólico ser que me atormentaba; otras notaba los dedos del monstruo en mi garganta y gritaba aterrorizado. Por fortuna, como hablaba en mi lengua natal, sólo me entendía el señor Kirwin. Pero mis aspavientos y gritos agudos bastaban para asustar a los demás.

¿Por qué no morí entonces? Era el más desdichado de los hombres, ¿por qué, pues, no me hundí en el olvido y el descanso? La muerte arrebata a muchas criaturas sanas, que son la única esperanza de sus embelesados padres: ¡cuántas novias y jóvenes amantes estaban un día llenos de salud y esperanza y al día siguiente eran pasto de los gusanos y la descomposición! ¿De qué sustancia estaba hecho yo para soportar tantas pruebas que, como el continuo girar de la rueda, iban renovando las torturas?

Pero estaba condenado a vivir, y, pasados dos meses, me encontré, como si saliera de un sueño, en la cárcel, tumbado en un miserable jergón y rodeado de cancerberos, guardias y todo aquello que de siniestro acompaña a una mazmorra. Recuerdo que desperté una mañana; había olvidado los detalles de lo ocurrido, y tenía sólo el vago recuerdo de haber sufrido una tremenda desgracia. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la miseria del cuarto en que me hallaba, todo se me vino a la mente, y no pude reprimir un amargo gemido.

El ruido despertó a una anciana que dormía en una silla junto a mí. Era una enfermera contratada, esposa de uno de los cancerberos, y su rostro demostraba todos los defectos que a menudo caracterizan a esas personas. Tenía las facciones duras y toscas como aquellos que se han acostumbrado a ver la miseria sin conmoverse. Su tono de voz denotaba una total indiferencia; me habló en inglés, y me pareció reconocerla como la que había oído durante mi enfermedad.

––¿Está usted mejor? ––me preguntó.

––Creo que sí ––le contesté débilmente en inglés––. Pero si todo esto es cierto, si no es una pesadilla, lamento volver a la vida para sufrir esta angustia y este horror.

––Si se refiere a lo del hombre que asesinó ––continuó la anciana––, creo que sí, que más le valdría haber muerto, pues no tendrán ninguna compasión con usted. Lo ahorcarán cuando lleguen las próximas sesiones. Pero eso no es asunto mío. Me han encargado de cuidarlo y sanarlo, y tengo la conciencia tranquila porque he cumplido con mi obligación. ¡Ojalá todos hicieran lo mismo!

Asqueado, volví el rostro ante las palabras de la mujer, que podía hablar tan inhumanamente a alguien que acaba de escapar de la muerte. Pero estaba muy débil y no podía reflexionar bien sobre todo lo que había sucedido. Mi vida entera se me aparecía como una pesadilla; me preguntaba si todo aquello era cierto, pues los hechos nunca conseguían imponérseme con la fuerza de la realidad.

A medida que las borrosas imágenes que me envolvían se iban haciendo más precisas, me volvió la fiebre; estaba rodeado de una oscuridad que nadie disipaba con la dulce voz del afecto; no tenía junto a mí a nadie que me tendiera una mano. Vino el médico y me recetó unas medicinas, que la anciana se dispuso a preparar; pero el rostro del primero reflejaba una expresión de total desinterés, mientras que en el de la mujer se apreciaban claros síntomas de brutalidad ¿A quién podría incumbirle la suerte de un asesino, salvo al verdugo que cobraría por su trabajo?

Estos fueron mis primeros pensamientos; pero más tarde supe que el señor Kirwin había mostrado gran amabilidad para conmigo. Había ordenado que se me instalara en la mejor celda de la prisión (aunque bien sórdida era), y se había encargado de procurarme el médico y la enfermera. Cierto que no solía venir a visitarme; pues, aunque deseaba mitigar los sufrimientos de todo ser humano, no quería presenciar las angustias y delirios de un asesino. Venía de vez en cuando, para comprobar que no estaba desatendido; pero se quedaba poco, y espaciaba mucho sus visitas.

Un día, cuando empezaba a recobrarme, me sentaron en una silla. Ténía los ojos entornados y las mejillas pálidas, me invadían la tristeza y el abatimiento y pensaba si no sería mejor buscar la muerte antes que permanecer encerrado o, en el mejor de los casos, volver a un mundo repleto de desgracias. Consideré incluso si no sería mejor declararme culpable y sufrir, con más razón que Justine, el castigo de la ley. Me encontraba pensando en esto, cuando se abrió la puerta y entró el señor Kirwin. Su rostro denotaba amabilidad y compasión. Acercó una silla y me dijo en francés:

––Me temo que este lugar le resulte muy desagradable; ¿puedo hacer algo para que se encuentre más cómodo?

––Se lo agradezco ––respondí––; pero la comodidad no me preocupa: no hay en toda la Tierra nada que me pueda hacer la vida más grata.

––Sé que la comprensión de un extraño poco puede ayudar a alguien hundido por tan insólita desgracia. Pero confío en que pronto podrá abandonar este lóbrego lugar, pues indudablemente se podrán aportar pruebas que le eximan de culpa.

––Eso es algo qué no me preocupa: debido a una extraña cadena de acontecimientos, me he convertido en el más infeliz de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, ¿existe alguna razón para que tema a la muerte?

––En efecto, pocas cosas habrá más desafortunadas y penosas que las extrañas coincidencias que han ocurrido recientemente. De forma accidental vino a parar a esta costa, famosa por su hospitalidad; fue detenido inmediatamente y culpado de asesinato. La primera cosa que le obligamos a ver fue el cadáver de su amigo, asesinado de forma inexplicable, y puesto en su camino por algún criminal.

Esta observación del señor Kirwin, a pesar de la agitación que me produjo el recuerdo de mis sufrimientos, me sorprendió considerablemente por la información que parecía entrañar respecto a mí. Mi rostro debió reflejar esta sorpresa, porque el señor Kirwin se apresuró a añadir:

––Hasta un par de días después de que cayera enfermo, no se me ocurrió examinar sus ropas con el fin de descubrir algún dato que me permitiera enviar a sus familiares noticias de su enfermedad. Encontré varias cartas, y entre ellas una que, a juzgar por el encabezamiento, era de su padre. Escribí de inmediato a Ginebra, y desde entonces han transcurrido casi dos meses. Pero está usted enfermo; tiembla. Hay que evitarle cualquier emoción.

––Estas dudas son mil veces más horribles que la peor noticia. Dígame cuál ha sido la siguiente muerte que ha habido y qué debo llorar.

––Su familia se encuentra bien ––dijo el señor Kirwin con dulzura––; y alguien, un amigo, ha venido a visitarlo.

No sé qué asociación de ideas me hizo pensar que el asesino había venido a burlarse de mis desgracias y a utilizar la muerte de Clerval de señuelo para que accediera a sus diabólicos deseos. Tapándome la cara con las manos, exclamé con desesperación:

––¡Lléveselo! No quiero verlo. Por el amor de Dios, que no entre.

El señor Kirwin me miró sorprendido. No podía por menos de considerar mi arrebato como prueba de mi culpabilidad, y con tono severo dijo:

––Joven, hubiera creído que la presencia de su padre le agradaría, en lugar de inspirarle tan violenta repugnancia.

––¡Mi padre!, exclamé, mientras sentía que cada músculo se relajaba, y en mi alma la angustia se tornaba en alegría—. ¿Ha venido de verdad mi padre? ¡Qué felicidad! Pero ¿dónde está?, ¿por qué no entra?

El cambio sorprendió y agradó al magistrado; quizá atribuyó mi anterior exclamación a un momentáneo retorno del delirio, e instantáneamente recobró su benevolencia. Levantándose, abandonó la celda con la enfermera, y al momento entró mi padre.

En ese momento nada podría haberme alegrado más que su llegada. Tendiendo hacia él los brazos, exclamé:

––¿Entonces estás a salvo?; ¿y Elizabeth?; ¿y Ernest?

Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien, e intentó, hablándome de estos temas tan entrañables para mí, levantarme el ánimo; pero pronto se dio cuenta de que una cárcel no era el lugar más propicio para la alegría.

––¡Qué sitio este para vivir, hijo mío! ––dijo, observando con tristeza las enrejadas ventanas y el aspecto siniestro del cuarto––. Partiste de viaje en busca de distracciones; pero parece perseguirte la fatalidad. ¡Y el pobre Clerval...!

El oír el nombre de mi infeliz compañero fue demasiado para el estado en que me hallaba, y prorrumpí en llanto.

––¡Padre!  ––respondí–– un destino fatal pende sobre mi cabeza, y debo vivir para cumplirlo; de no ser por esto, hubiera muerto ya sobre el ataúd de Henry.

No pudimos hablar mucho tiempo, pues mi delicada salud requería que se tomaran todas las precauciones para asegurarme la tranquilidad. Entró el señor Kirwin e insistió en que mis escasas fuerzas no admitían tanta emoción. Mas la presencia de mi padre había sido para mí como la aparición del ángel bueno, y gradualmente fui recobrándome.

Pero, a medida que mejoraba, me iba invadiendo una sombría melancolía que nada lograba despejar. La espantosa imagen de Henry asesinado me rondaba constantemente. Más de una vez la agitación que este recuerdo me producía les hacía temer a mis amigos que sufriera una nueva recaída. ¿Por qué se esforzaban en salvar una vida tan miserable y odiosa? Sin duda para permitirme cumplir el destino del cual ya estoy cerca. Pronto, sí, muy pronto, la muerte acallará estos latidos y me librará del terrible fardo de angustias que me doblega hasta el suelo; y, cuando haya hecho justicia, también yo podré descansar ya. Pero entonces la muerte se hallaba aún muy lejos de mí, a pesar de que el deseo de morir ocupaba todos mis pensamientos. A menudo permanecía sentado, inmóvil y silencioso, esperando alguna inmensa catástrofe que me aniquilaría a mí a la vez que a mi destructor.

Se acercaba el momento de las sesiones. Ya llevaba en la cárcel tres meses; y aunque seguía estando muy débil y continuaba el peligro de una recaída, tuve que viajar unas cien millas hasta la ciudad en la que se encontraba el tribunal. El señor Kirwin se encargó de convocar a los testigos y de organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer en público como un asesino, puesto que no llevaron el caso ante el tribunal de convictos de homicidio.

La acusación fue desestimada, al comprobarse que yo estaba en las islas Orcadas cuando se halló el cadáver de mi amigo; y quince días después de haberme trasladado a la capital estaba en libertad.

Mi padre tuvo una inmensa alegría al saberme absuelto del cargo de asesinato, y de pensar que ya podía volver a respirar el aire libre y regresar a nuestra patria. Yo no compartía estos sentimientos; las paredes de la cárcel no me resultaban más odiosas que las de un palacio. Mi vida se había visto emponzoñada para siempre; y, aunque el sol brillaba para mí igual que para aquellos cuyo corazón rebosara de alegría, a mi alrededor no había más que densas y temibles tinieblas, en las que la única luz que penetraba la proporcionaban dos ojos clavados en mí. A veces eran los expresivos ojos de Henry, apagados por la muerte, las negras órbitas casi ocultas por los párpados, bordeados de largas pestañas oscuras; otras eran los acuosos ojos del monstruo, tal como los vi la primera vez en mi cuarto de Ingolstadt.

Mi padre intentaba despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, donde pronto llegaríamos, de Elizabeth, de Ernest; pero la mención de estos nombres sólo lograba arrancarme profundos suspiros. Había veces en que deseaba ser feliz, y pensaba con melancólica dicha en mi hermosa prima; o añoraba, con una desesperada nostalgia, ver de nuevo el lago azul y el veloz Ródano que tanto había querido en mi juventud; pero mi estado general era de apatía, y tanto me daba la cárcel como el más maravilloso paisaje de la naturaleza; y estos ataques de pesimismo sólo se veían interrumpidos por el paroxismo de la angustia y la desesperación. En aquellos momentos, con frecuen­cia intentaba poner fin a esa existencia que tanto odiaba; y se precisaron un cuidado y una vigilancia continuos para impedir que cometiera algún acto de violencia.

Recuerdo que, al abandonar la cárcel, oí decir a uno de los hombres:

––Puede que sea inocente del crimen, ¡pero está claro que tiene mala conciencia!

Estas palabras se me quedaron grabadas. ¡Mala conciencia!, era cierto. William, Justine, Clerval habían muerto víctimas de mis infernales maquinaciones.

––¿Y cuál será la muerte que ponga fin a esta tragedia? ––grité––. Padre, no permanezcamos más tiempo en este horrible país; llévame donde pueda olvidarme de mí mismo, de mi propia existencia, del mundo entero.

Mi padre accedió gustoso a mis deseos; y, tras despedirnos del señor Kirwin, partimos para Dublín. Me sentía como si me hubieran aligerado de un terrible peso cuando, con viento favorable, la embarcación dejó Irlanda atrás, y abandoné para siempre el país que había sido el escenario de tantas tristezas.

Era media noche. Mi padre dormía en el camarote, y yo estaba tumbado en la cubierta, mirando las estrellas y escuchando el batir de las olas. Bendije la oscuridad que borraba Irlanda de mi vista, y el pulso se me aceleró cuando pensé que pronto vería Ginebra. El pasado se me antojó una horrible pesadilla; pero el barco en el que navegaba, el viento que me alejaba de la odiada costa irlandesa v el mar que me rodeaba, todo servía para indicar claramente que no estaba engañado y que Clerval, mi queridísimo amigo y compañero, había caído víctima mía y del monstruo de mi creación. Hice un repaso de toda mi vida: la tranquila felicidad mientras viví en Ginebra con mi familia, la muerte de mi madre y mi partida hacia Ingolstadt; recordé los escalofríos que me recorrieron ante el alocado entusiasmo que me empujaba hacia la creación de mi horrendo enemigo, y rememoré la noche en que vivió por primera vez. No pude continuar el hilo de mis pensamientos; me oprimían mil angustias, y lloré amargamente.

Desde que me había repuesto de la fiebre me había acostumbrado a tomar cada noche una pequeña cantidad de láudano, pues sólo con la ayuda de esta droga conseguía obtener el descanso necesario para mantenerme con vida. Torturado por el recuerdo de mis múltiples desgracias, tomé una doble dosis y pronto me dormí profundamente. Pero el sueño no me liberó de mis pensamientos ni de mi desgracia, y soñé con mil cosas que me atemorizaban. Cerca del amanecer tuve una horrible pesadilla: sentí cómo el malvado ser me oprimía la garganta; yo no me podía librar de su zarpa, y lamentos y alaridos resonaban en mi cabeza. Mi padre, que velaba mi sueño, advirtió mi inquietud y, despertándome, me señaló el puerto de Holyhead, en el cual estábamos entrando.

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