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Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 17

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Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Capítulo 17
 

A mi vuelta a Ginebra pasaron muchos días y muchas semanas sin que encontrara en mí valor suficiente para reemprender mi trabajo. Temía la venganza del ser demoníaco si lo defraudaba, pero lograba vencer la repugnancia que me inspiraba la tarea que me había impuesto. Me di cuenta de que no podía crear una hembra sin de nuevo dedicar varios meses al estudio profundo y a laboriosos experimentos. Tenía conocimiento de ciertos descubrimientos llevados a cabo por un científico inglés, cuyas experiencias me serían valiosas, y a veces pensaba en solicitar permiso de mi padre para ir a Inglaterra con este fin; pero me aferraba a cualquier pretexto para no interrumpir la incipiente tranquilidad que empezaba a sentir. Mi salud, muy debilitada hasta el momento, comenzaba ahora a fortalecerse, y mi estado de ánimo, cuando el triste recuerdo de la promesa hecha no lo empañaba, se elevaba bastante. Mi padre observaba con agrado esta mejoría, y se afanaba por buscar la mejor forma de borrar por completo la melancolía, que de vez en cuando me retornaba y ensombrecía tenazmente la tenue luz que intentaba abrirse paso en mí. Entonces buscaba refugio en la más absoluta soledad; pasaba días enteros en el lago, tumbado en una barca, silencioso e indolente mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas. El aire puro y el sol brillante solían devolverme, al menos en parte, la compostura; y, a mi regreso, respondía a los saludos de mis amigos con la sonrisa más presta y el corazón más ligero.

Fue a la vuelta de una de estas salidas cuando mi padre, llamándome aparte, me dijo:

––Me satisface mucho, hijo, que vuelvas a tus antiguas distracciones y a ser el mismo de antes. Sin embargo, sigues triste y aún esquivas nuestra compañía. Durante algún tiempo he estado muy desorientado acerca de cuál podría ser la razón de esto; pero ayer tuve una idea, y te ruego que, si estoy en lo cierto, me la confirmes. Cualquier reserva a este respecto no sólo sería injustificada, sino que aumentaría nuestras preocupaciones.

Al oír estas palabras me puse a temblar, pero mi padre continuó:

––Te confieso, hijo, que siempre he deseado tu matrimonio con tu prima, considerándolo el centro de nuestra felicidad doméstica y el báculo de mis postreros años. Os habéis sentido muy unidos desde niños; estudiabais juntos, y parecíais, por gustos y aficiones, idóneos el uno al otro. Pero somos tan ciegos los humanos, que las cosas que yo consideraba favorables a este proyecto quizá hayan sido precisamente las que lo hayan destruido por completo. Puede que tú la consideres como una hermana, y no tengas ningún deseo de que se convierta en tu esposa. Es incluso posible que hayas conocido a otra mujer a la cual ames y que, considerándote ligado a tu prima por razones de honor, te debatas en una lucha que ocasiona la visible tristeza que te aflige.

––Querido padre, tranquilízate. Te aseguro que amo a Elizabeth tierna y profundamente. No he conocido a ninguna mujer que me inspire, como ella, tanta admiración y afecto. Mis esperanzas y deseos para el futuro se fundan en la perspectiva de nuestra unión.

––Tus palabras, querido Víctor, me producen una alegría que no experimentaba hacía mucho tiempo. Si esto es lo que sientes, nuestra felicidad está asegurada, por mucho que sucesos recientes puedan entristecernos. Pero es justo esta tristeza, que parece haberse adueñado de forma tan poderosa de ti, la que quisiera disipar. Dime, pues, si tienes alguna objeción a que se celebre la boda de inmediato. Hemos sido desdichados últimamente, y recientes sucesos nos han robado la paz cotidiana que mi edad requiere. Tú eres joven; pero no creo que, con la fortuna de que dispones, una boda precoz pueda interferir en los planes de honor o provecho que te hayas podido trazar. No creas, empero, que quiero imponerte la felicidad, o que una demora por tu parte me fuera a ocasionar desazón. Interpreta bien mis palabras, y te ruego me contestes con confianza y franqueza.

Escuché a mi padre en silencio, y durante algunos instantes no logré darle respuesta. Por mi mente discurría un cúmulo de pensamientos que intentaba ordenar para poder llegar a alguna conclusión. La idea de una inmediata unión con mi prima me llenaba de horror y aflicción. Estaba atado por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no osaba romper, pues, de hacerlo, ¡qué desdichas no acarrearía para mí y mi afectuosa familia el incumplimiento de mi palabra! No creo que pudiera entrar en este festejo con semejante peso muerto atado del cuello, y doblegándome hacia el suelo. Debía llevar a cabo mi compromiso, dejando al monstruo que partiera con su pareja, antes de permitirme disfrutar de las delicias de un matrimonio del que esperaba la paz.

Recordé también la necesidad que tendría de viajar a Inglaterra, o de comenzar una larga correspondencia con científicos de aquel país cuyos conocimientos e investigaciones me eran imprescindibles en mi tarea. Esta segunda manera de obtener la información que precisaba era lenta y poco satisfactoria; además: cualquier cambio me serviría de distracción, y me ilusionaba la idea de pasar un año o dos en otro lugar, cambiando de ocupación y lejos de mi familia; durante este período podría ocurrir cualquier suceso que me permitiese volver a ellos en paz y tranquilidad: quizá hubiera ya cumplido mi promesa, y el monstruo hubiera desaparecido; o quizá algún accidente lo hubiera destruido, poniendo así fin a mi esclavitud.

Estos sentimientos me dictaron la respuesta que le di a mi padre. Manifesté el deseo de visitar Inglaterra; pero oculté mis verdaderas intenciones bajo el pretexto de que quería viajar y ver mundo antes de asentarme para el resto de mi vida en mi ciudad natal.

Le rogué insistentemente que me dejara partir y accedió con prontitud, pues no existía en el mundo padre más indulgente y menos impositivo que él. Pronto estuvieron arreglados los preparativos. Yo viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval. Estaríamos una corta temporada en Holanda, pero la mayor parte del tiempo lo pasaríamos en Inglaterra. El regreso lo haríamos por Francia; y acordamos que el viaje duraría dos años.

Mi padre se consolaba con el pensamiento de que mi boda con Elizabeth tendría lugar en cuanto volviera a Ginebra.

––Estos dos años pasarán muy deprisa ––dijo––, y será la última demora que se interponga en el camino de tu felicidad. Espero con impaciencia la llegada del momento en que estemos todos unidos y ningún temor altere nuestra paz familiar.

––Estoy de acuerdo con tu proyecto     le contesté––. Dentro de dos años tanto Elizabeth como yo seremos más maduros, y espero que más felices de lo que ahora somos.

Suspiré; pero mi padre, delicadamente, se abstuvo de hacerme más preguntas respecto de las causas de mi pesadumbre. Esperaba que el cambio de ambiente y la distracción del viaje me devolvieran la tranquilidad.

Empecé, pues, a preparar mi marcha; pero me obsesionaba un pensamiento que me llenaba de angustia y temor. Durante mi ausencia, mi familia seguiría ignorando la existencia de su enemigo, y quedaría a merced de sus ataques caso de que él, irritado por mi viaje, se lanzara contra ellos. Pero había prometido seguirme donde quiera que fuera; así que ¿no vendría tras de mí a Inglaterra? Este pensamiento era terrorífico en sí mismo, pero reconfortante, en cuanto que suponía que los míos estarían a salvo. Me torturaba la idea de que sucediera lo contrario de esto. Pero durante todo el tiempo que fui esclavo de mi criatura siempre me dejé guiar por los impulsos del momento; y en ese instante tenía la seguridad de que me perseguiría, y, por tanto, mi familia quedaría libre del peligro de sus maquinaciones.

Partí hacia mis dos años de exilio a finales de agosto. Elizabeth aprobaba los motivos de mi marcha, y sólo lamentaba el no tener las mismas oportunidades que yo para ampliar su campo de experiencia y cultivar su mente. Lloró al despedirme, y me rogó que retornara feliz y en paz conmigo mismo.

––Todos confiamos en ti ––dijo––; y si tú estás apenado, ¿cuál puede ser nuestro estado de ánimo?

Me metí en el carruaje que debía alejarme de los míos, apenas sin saber adónde me dirigía, e importándome poco lo que sucedía a mi alrededor. Sólo recuerdo que, con inmensa amargura, pedí que empaquetaran el instrumental químico que quería llevarme conmigo, pues había decidido cumplir mi promesa mientras estaba en el extranjero y regresar, a ser posible, un hombre libre. Lleno de sombríos pensamientos, atravesé hermosísimos lugares de majestuosa belleza; pero tenía la mirada fija y abstraída. Sólo pensaba en la meta de mi viaje, y el trabajo del cual debía ocuparme mientras durara.

Tras varios días de inquieta indolencia, durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, donde tuve que aguardar durante dos días la llegada de Clerval. Vino, y ¡que inmensa diferencia había entre nosotros! Él respondía vivamente ante cualquier paraje nuevo; se emocionaba con las hermosas puestas de sol, y aún más con el amanecer cuando se estrenaba un nuevo día; me señalaba los cambios de colorido en el paisaje y el aspecto del cielo.

––¡Esto es lo que yo llamo vivir! ––exclamaba––. ¡Cómo me gusta existir! ¿Pero por qué estás tú, querido Frankenstein, tan apenado y abatido?

Lo cierto es que me embargaban tristes pensamientos, y permanecía indiferente ante el anochecer o el dorado amanecer reflejado en el Rin. Y usted, amigo mío, se divertiría mucho más con el diario de Clerval, gozoso y sensible admirador del paisaje, que con las reflexiones de esta criatura miserable, perseguido por una maldición que impedía toda posibilidad de dicha.

Habíamos decidido bajar en barco por el Rin desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde embarcaríamos para Londres. Durante este trayecto pasamos muchas islas cubiertas de sauces, y vimos varias ciudades hermosas. Paramos un día en Mannhein, y cinco días después de salir de Estrasburgo llegábamos a Maguncia. A partir de aquí, el curso del Rin se hace mucho más pintoresco. El río desciende velozmente, serpenteando entre colinas no muy altas pero sí escarpadas y de formas muy bellas. Vimos numerosos castillos en ruinas, lejanos e inaccesibles, que, rodeados de espesos y sombríos bosques, se alzaban al borde de los despeñaderos. Esta parte del Rin ofrece un paisaje de singular variedad. Pueden verse irregulares montañas, castillos en ruinas dominando tremendos precipicios, a cuyos pies el sombrío Rin fluye en precipitada carrera; y, de repente, tras rodear un promontorio, el paisaje lo constituyen prósperos viñedos, que cubren las verdes y ondulantes laderas, sinuosos ríos y pobladas ciudades.

Era la época de la vendimia, y, mientras viajábamos río abajo, escuchábamos las canciones de los trabajadores. Incluso yo, a pesar de mi ánimo decaído, y lleno como estaba de sombríos pensamientos, me sentía contento. Tumbado en el fondo de la barca, miraba el límpido cielo azul, y parecía imbuirme de una tranquilidad que hacía mucho no sentía. Si éstas eran mis sensaciones, ¿cómo explicar las de Henry? Se creía transportado a un país de hadas, y sentía una felicidad poco común en el hombre.

––He visto ––decía–– los parajes más hermosos de mi país; conozco los lagos de Lucerna y Uri, donde las nevadas montañas entran casi a pico en el agua, proyectando oscuras e impenetrables sombras que, de no ser por los verdes islotes que alegran la vista, parecerían lúgubres y tenebrosos; he visto también agitarse este lago con una tempestad, cuando el viento arremolinaba las aguas, dando una idea de lo que puede ser una tromba marina en el inmenso océano; he visto las olas estrellarse con furia al pie de las montañas, donde cayó la avalancha sobre el cura y su amante, cuyas moribundas voces, se dice, todavía se oyen cuando se acallan los vientos; he visto las montañas de Valais y las del país de Vaud, pero este país, Víctor, me gusta mucho más que todas aquellas maravillas. Las montañas de Suiza son más majestuosas y extrañas; pero hay un encanto especial en las márgenes de este río tan divino, que no es comparable a nada. Mira ese castillo que domina aquel precipicio; y ese en aquella isla, casi oculto por el follaje de los hermosos árboles; y ese grupo de trabajadores que vienen de sus viñedos; y esa aldea medio oculta por los pliegues de la montaña. Sin duda, los espíritus que habitan y cuidan de este lugar tienen un alma más comprensiva para con el hombre que aquellos que pueblan el glaciar o que se refugian en las cimas inaccesibles de las montañas de nuestro país.

¡Clerval!, ¡amigo del alma!, incluso ahora me llena de satisfacción recordar tus palabras y dedicarte los elogios que tan merecidos tienes. Era un ser que se había educado en «la poesía de la naturaleza». Su desbordante y entusiasta imaginación se veía matizada por la gran sensibilidad de su espíritu. Su corazón rezumaba afecto, y su amistad era de esa naturaleza fiel y maravillosa que la gente de mundo se empeña en hacernos creer que sólo existe en el reino de lo imaginario. Pero ni siquiera la comprensión y el cariño humanos bastaban para satisfacer su ávida mente. El espectáculo de la naturaleza, que en otros despierta simplemente admiración, era para él objeto de una pasión ardiente:

La sonora catarata
Le obsesionaba como una pasión: la erguida roca,
La montaña, y el bosque sombrío y tupido,
Sus formas y colores, eran para él
Un deseo; un sentimiento, y un amor,
Que no necesitaba de otros encantos remotos,
Que el pensamiento puede proporcionar, u otro atractivo
Que los ojos jamás vieron.

¿Y dónde está ahora? ¿Se ha perdido para siempre este ser tan dulce y hermoso? ¿Ha perecido esta mente tan repleta de pensamientos, de magníficas y caprichosas fantasías que formaban un mundo cuya existencia dependía de la vida de su creador? ¿Existe ahora sólo en mi recuerdo? No, no puede ser; aquel cuerpo, tan perfectamente modelado, que irradiaba hermosura, se ha descompuesto, pero su espíritu sigue alentando y visitando a su desdichado amigo.

Perdóneme usted este arranque de dolor; estas pobres palabras son tan sólo un insignificante tributo a la inapreciable valía de Henry, pero calman mi corazón, tan angustiado por su recuerdo. Continuaré mi relato.

Dejamos Colonia y descendimos a las llanuras de Holanda, donde decidimos continuar por tierra el resto del viaje, pues el viento era desfavorable y la corriente del río demasiado lenta para ayudarnos.

Aquí nuestro viaje perdió el interés que el magnífico paisaje había proporcionado hasta ahora; pero a los pocos días llegamos a Rotterdam desde donde proseguimos viaje a Inglaterra por mar. Era una límpida mañana, de finales de diciembre, cuando vi por primera vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecían un nuevo paisaje; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades se significaban por algún recuerdo histórico. Vimos el fuerte Tilbury, y recordamos la Armada Invencible; Gravesend, Woolwich y Greenwich, lugares de los que había oído hablar ya en mi país.

Por fin divisamos los innumerables campanarios de Londres, dominados todos por la impresionante cúpula de San Pablo, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.

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