"Frankenstein o el moderno Prometeo" Capítulo 14
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Frankenstein |
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Capítulo 14 | ||
Esta era la historia de mis queridos vecinos. Me impresionó profundamente, y, de los aspectos de la vida social que encerraba, aprendí a admirar sus virtudes y condenar los vicios de la humanidad. Todavía consideraba el crimen como algo muy ajeno a mí; admiraba y tenía siempre presentes la bondad y la generosidad que infundían en mí el deseo de participar activamente en un mundo donde encontraban expresión tantas cualidades admirables. Pero al narrar la progresión de mi mente, no debo omitir una circunstancia que tuvo lugar ese mismo año, a principios del mes de agosto. Durante una de mis acostumbradas salidas nocturnas al bosque, donde me procuraba alimentos para mí y leña para mis protectores, encontré una bolsa de cuero llena de ropa y libros. Cogí ansiosamente este premio y volví con él a mi cobertizo. Por fortuna los libros estaban escritos en la lengua que había adquirido de mis vecinos. Eran El paraíso perdido, un volumen de Las vidas paralelas de Plutarco y Las desventuras del joven Werther de Goethe. La posesión de estos tesoros me proporcionó un inmenso placer. Con ellos estudiaba y me ejercitaba la mente, mientras mis amigos realizaban sus quehaceres cotidianos. Apenas si podría describirte la impresión que me produjeron estas obras. Despertaron en mí un cúmulo de nuevas imágenes y sentimientos, que a veces me extasiaban, pero que con mayor frecuencia me sumían en una absoluta depresión. En el Werther, aparte de lo interesante que me resultaba la sencilla historia, encontré manifestadas tantas opiniones y esclarecidos tantos puntos hasta ese momento oscuros para mí, que se convirtió en una fuente inagotable de asombro y reflexión. Las tranquilas costumbres domésticas que describe, unidas a los nobles y generosos pensamientos expresados, estaban en perfecto acuerdo con la experiencia que yo tenía entre mis protectores y con las necesidades que tan agudamente sentía nacer en mí. Werther me parecía el ser más maravilloso de todos cuantos había visto o imaginado. Su personalidad era sencilla, pero dejaba una profunda huella. Las meditaciones sobre la muerte y el suicidio parecían calculadas para llenarme de asombro. Sin pretensiones de juzgar el caso, me inclinaba por las opiniones del héroe, cuyo suicidio lloré, aunque no comprendía bien. En el curso de mi lectura iba efectuando numerosas comparaciones con mis propios sentimientos y mi triste situación. Encontraba muchos puntos en común, y, a la vez, curiosamente distintos, entre mí mismo y los personajes acerca de los cuales leía y de cuyas conversaciones era observador. Los compartía y en parte comprendía, pero aún tenía la mente demasiado poco formada. Ni dependía de nadie ni estaba vinculado a nadie. «La senda de mi partida estaba abierta», y nadie me lloraría. Mi aspecto era nauseabundo y mi estatura gigantesca. ¿Qué significaba esto? ¿Quién era yo? ¿Qué era? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Constantemente me hacía estas preguntas a las que no hallaba respuesta. El volumen de Las vidas paralelas de Plutarco narraba la vida de los primeros fundadores de las antiguas repúblicas, Grecia y Roma, y me produjo un efecto muy distinto del de Werther. De éste aprendí lo que era el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó a elevar el pensamiento, a sacarlo de la reducida esfera de mis reflexiones personales, a admirar y a querer a los héroes de la antigüedad. Mucho de lo que leía rebasaba mi experiencia y mi comprensión. Tenía un conocimiento muy confuso acerca de lo que eran los imperios, los grandes territorios, los ríos majestuosos y la inmensidad del mar. Pero respecto a ciudades y grandes agrupaciones humanas, lo ignoraba absolutamente todo. La casa de mis protectores había sido la única escuela donde pude estudiar la naturaleza humana; pero este libro me abrió horizontes desconocidos y mayores campos de acción. Por él supe de hombres dedicados a gobernar o a aniquilar a sus semejantes. Sentí que se reafirmaba en mí una tremenda admiración por la virtud y un inmenso odio por el crimen, en la medida en que entendía el alcance de esos términos, que en aquel entonces se refería tan sólo al placer y al dolor. Influido por estos sentimientos, fui, pues, aprendiendo a admirar a los estadistas pacíficos, Numa, Solón y Licurgo más que a Rómulo y Teseo. La vida patriarcal de mis protectores colaboraba a que estos sentimientos arraigaran en mí. Quizá de haber venido mi presentación a la humanidad de la mano de un joven soldado ávido de batallas y gloria, mi manera de ser fuera ahora otra. Pero El paraíso perdido despertó en mí emociones distintas y mucho más profundas. Lo leí, al igual que los libros anteriores que había encontrado, como si fuera una historia real. Conmovió en mí todos los sentimientos de asombro y respeto que la figura de un Dios omnipotente guerreando con criaturas es capaz de suscitar. Me impresionaba la coincidencia de las distintas situaciones con la mía, y a menudo me identificaba con ellas. Como a Adán, me habían creado sin ninguna aparente relación con otro ser humano, aunque en todo lo demás su situación era muy distinta a la mía. Dios lo había hecho una criatura perfecta, feliz y confiada, protegida por el cariño especial de su creador; podía conversar con seres de esencia superior a la suya y de ellos adquirir mayor saber. Pero yo me encontraba desdichado, solo y desamparado. Con frecuencia pensaba en Satanás como el ser que mejor se adecuaba a mi situación, pues como en él, la dicha de mis protectores a menudo despertaba en mí amargos sentimientos de envidia. Otro hecho reforzó y afianzó estos sentimientos. Poco después de llegar al cobertizo, encontré algunos papeles en el bolsillo del gabán que había cogido de tu laboratorio. En un principio los había ignorado; pero ahora que ya podía descifrar los caracteres en los cuales se hallaban escritos, empecé a leerlos con presteza. Era tu diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación. En él describías con minuciosidad todos los pasos que dabas en el desarrollo de tu trabajo, e insertabas incidentes de tu vida cotidiana. Sin duda recuerdas estos papeles. Aquí los tienes. En ellos se encuentra todo lo referente a mi nefasta creación, y revelan con precisión toda la serie de repugnantes circunstancias que la hicieron posible. Dan una detallada descripción de mi odiosa y repulsiva persona, en términos que reflejan tu propio horror y que convirtieron el mío en algo inolvidable. Enfermaba a medida que iba leyendo. «¡Odioso día en el que recibí la vida! ––exclamé desesperado––. ¡Maldito creador! ¿Por qué creaste a un monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en su misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza. Pero mi aspecto es una abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía gracias a esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me desprecian. Estas eran las reflexiones que me hacía durante las horas de soledad y desesperación. Pero cuando veía las virtudes de mis vecinos, su carácter amable y bondadoso, me decía a mí mismo que cuando supieran la admiración que sentía por ellos se apiadarían de mí y disculparían mi deformidad. ¿Podían cerrarle la puerta a alguien, por monstruoso que fuera, que pedía su amistad y compasión? Decidí al menos no desesperar, sino prepararme para un encuentro con ellos, del cual dependería mi destino. Retrasé aún unos meses esta tentativa, pues la importancia que para mí tenía el que resultara un éxito me llenaba de temor ante el posible fracaso. Además, mis conocimientos se ampliaban tanto con la experiencia diaria, que prefería esperar a que unos meses me proporcionaran mayor sabiduría. Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en la casa. La presencia de Safie llenaba de felicidad a sus habitantes; y también comprobé que gozaban de una mayor abundancia. Félix y Agatha pasaban más tiempo conversando, y tenían criadas que les ayudaban en sus quehaceres. No parecían ricos, pero se les veía satisfechos y felices. Estaban tranquilos y serenos, mientras que yo cada día me encontraba más inquieto. Cuanto más aprendía más cuenta me daba de mi lamentable inadaptación. Cierto es que abrigaba una esperanza, pero ésta desaparecía cuando veía mi figura reflejada en el agua o mi sombra a la luz de la luna, desaparecía con la misma rapidez que se desvanecen esa temblorosa imagen y esa juguetona sombra. Me esforzaba por alejar de mí estos temores, e intentaba fortalecerme para la prueba a la que me había emplazado para unos meses después. A veces permitía que mis pensamientos descontrolados vagaran por los jardines del paraíso, y llegaba a imaginar que amables y hermosas criaturas comprendían mis sentimientos y consolaban mi tristeza, mientras sus rostros angelicales sonreían alentadoramente. Pero todo era un sueño. Ninguna Eva calmaba mis pesares ni compartía mis pensamientos ––¡estaba solo!––. Recordaba la súplica de Adán a su creador. Pero ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado y, lleno de amargura, lo maldecía. Así transcurrió el otoño. Vi, con pesar y sorpresa, cómo las hojas amarillearon y cayeron, y cómo la naturaleza volvía a tomar el aspecto triste y desolado que tenía cuando por primera vez vi los bosques y la hermosa luna. Mas no me incomodaban los rigores del tiempo; por mi constitución me adaptaba mejor al frío que al calor. Pero me entristecía perder las flores, los pájaros y todo el engalanamiento que trae consigo el verano, y que había supuesto para mí un gran motivo de placer. Cuando me vi privado de esto, me dediqué con mayor atención a mis vecinos. El fin del verano no hizo disminuir su felicidad. Se querían, se comprendían, y sus alegrías, que provenían sólo de sí mismos, no se veían afectadas por las circunstancias fortuitas que tenían lugar a su alrededor. Cuanto más los veía, mayores deseos tenía de ganarme su simpatía y protección, de que estas amables criaturas me conocieran y quisiesen; que sus dulces miradas se detuvieran en mí con afecto se había convertido en mi aspiración máxima. No me atrevía a pensar que apartaran de mí su mirada con desdén y repulsión. Nunca despedían a los mendigos que llegaban hasta su puerta. Sé que pedía tesoros más valiosos que un simple lugar para reposar o un poco de comida; solicitaba cariño y amabilidad, pero no me creía del todo indigno de ello. Avanzaba el invierno; todo un ciclo de estaciones había transcurrido desde que había despertado a la vida. Por entonces, todo mi interés se centraba en idear un plan que me permitiera entrar en la casa de mis protectores. Di vueltas a muchos proyectos; pero aquel por el que finalmente me decidí consistía en entrar en su morada cuando el anciano ciego estuviera solo. Tenía la suficiente astucia como para saber que la fealdad anormal de mi persona era lo que principalmente desencadenaba el horror en aquellos que me contemplaban. Mi voz, aunque ruda, no tenía nada de terrible. Por tanto pensé que, si en ausencia de sus hijos conseguía despertar la benevolencia y atención del anciano De Lacey, lograría con su intervención que mis jóvenes protectores me aceptaran. Cierto día, en que el sol iluminaba las hojas rojizas que alfombraban el suelo y contagiaba alegría, si bien no calor, Safie, Agatha y Félix salieron a dar un largo paseo por el campo mientras que el anciano prefirió quedarse en la casa. Cuando los jóvenes se hubieron marchado, cogió la guitarra y tocó algunas melancólicas pero dulces tonadillas, más dulces y melancólicas de lo que jamás hasta entonces le había oído tocar. Al principio su rostro se iluminó de placer, pero a medida que proseguía tañendo fue adquiriendo un aspecto apesadumbrado y absorto; finalmente, dejando el instrumento a un lado, se sumió en la reflexión. Mi corazón latía con violencia. Había llegado el momento de mi prueba, el momento que afianzaría mis esperanzas o confirmaría mis temores. Los criados habían ido a una feria vecina. La casa y sus alrededores se hallaban en silencio; era la ocasión perfecta, mas, cuando quise ponerme en pie, me fallaron las piernas y caí al suelo. De nuevo me levanté y, haciendo acopio de todo mi valor, retiré las maderas que había colocado delante del cobertizo para ocultar mi escondite. El aire fresco me animó, y con renovado valor me acerqué a la puerta de la casa y llamé con los nudillos. ––¿Quién es? ––preguntó el anciano, añadiendo en seguida––: ¡Adelante! Entré. ––Perdóneme usted ––dije––, soy un viajero en busca de un poco de reposo. Me haría un gran favor si me permitiera disfrutar del fuego unos minutos. ––Pase, pase ––dijo De Lacey––, y veré a ver cómo puedo atender a sus necesidades. Desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como soy ciego, temo que me será difícil procurarle algo de comer. ––No se preocupe, buen hombre; tengo comida ––dije––, no necesito más que calor y un poco de descanso. Me senté y se hizo un silencio. Sabía que cada minuto era precioso para mí, pero estaba indeciso acerca de cómo debía empezar la entrevista. De pronto el anciano se dirigió a mí: ––Por su acento extranjero deduzco que somos compatriotas. ¿Es usted francés? ––No, no lo soy, pero me educó una familia francesa, y no entiendo otra lengua. Ahora voy a solicitar la protección de unos amigos, a quienes amo tiernamente y en cuya ayuda confío. ––¿Son alemanes? ––No, son franceses. Pero cambiemos de conversación. Soy una criatura desamparada y sola; miro a mi alrededor y no encuentro bajo la capa del cielo amigo o pariente alguno. Estas bondadosas gentes hacia quienes me dirijo saben poco de mí y ni siquiera me conocen. Estoy lleno de temores, pues, si me fallan, me convertiré en un desgraciado para el resto de mi vida. ––No desespere. Cierto que es una desgracia el hallarse sin amigos, pero el corazón de los hombres, cuando el egoísmo no los ciega, está repleto de amor y caridad. Confíe y tenga esperanza, y si sus amigos son bondadosos y caritativos, no tiene nada que temer. ––Son muy amables; no puede haber personas mejores en el mundo, pero por desgracia recelan de mí aunque mis intenciones son buenas. Nunca he hecho daño a nadie, por el contrario, siempre he tratado de aportar mi ayuda. Pero un prejuicio fatal los obnubila, y en lugar de ver en mí a un amigo lleno de sensibilidad me consideran un monstruo detestable. ––Eso es lamentable. Pero, si está usted exento de culpa, ¿no les podría convencer? ––Estoy a punto de iniciar esa tarea, y es justamente por ello por lo que siento tantos temores. Tengo un gran cariño por estos amigos. Durante muchos meses, y sin que ellos lo sepan, les he venido prestando cotidianamente algunos pequeños servicios, no obstante piensan que quiero perjudicarlos. Es precisamente ese prejuicio el que quiero vencer. ––¿Dónde viven sus amigos? ––Cerca de este lugar. El anciano hizo una pausa y continuó: ––Si usted quisiera confiarse a mí, quizá yo pudiera ayudarlo a vencer el recelo de sus amigos. Soy ciego y no puedo opinar acerca de su aspecto, pero hay algo en sus palabras que me inspira confianza. Soy pobre y estoy en el exilio, pero me será muy grato poder servir de ayuda a otro ser humano. ––¡Es usted muy bueno! Agradezco y acepto su generosidad. Con su bondad me infunde nuevos ánimos. Confío en que, con su ayuda, no me veré privado de la compañía y afecto de sus congéneres. ––¡No lo quiera Dios! Ni aunque fuera usted de verdad un malvado, pues eso sólo lo llevaría a la desesperación y no le instigaría a la virtud. Sepa que yo también soy desgraciado. Aunque inocentes, yo y mi familia hemos sido injustamente condenados; y, por tanto, puedo comprender muy bien cómo se siente. ––¿Cómo puedo agradecerle estas palabras? Es usted mi único y mejor bienhechor; de sus labios oigo las primeras frases amables dirigidas a mí, y jamás podré olvidarlo. Su humanidad me asegura que tendré éxito entre aquellos amigos a quienes estoy a punto de conocer. ––¿Cómo se llaman sus amigos? ¿Dónde viven? Guardé silencio. Pensé que éste era el momento decisivo, el momento en que mi felicidad se confirmaría o se vería destruida para siempre. En vano luché por encontrar el suficiente valor para responderle, pero el esfuerzo acabó con las pocas energías que me quedaban, y sentándome en la silla comencé a sollozar. En aquel momento oí los pasos de mis jóvenes protectores. No tenía un segundo que perder y cogiendo la mano del anciano grité: ––¡Ha llegado el momento! ¡Sálveme! ¡Sálveme y protéjame! Usted y su familia son los amigos que busco. No me abandonen en el momento decisivo. ––¡Dios mío! ––exclamó el anciano––, ¿quién es usted? En aquel instante se abrió la puerta de la casa, y entraron Félix, Safie y Agatha. ¿Quién podría describir su horror y desesperación al verme? Agatha perdió el conocimiento, y Safie, demasiado impresionada para poder auxiliar a su amiga, salió de la casa corriendo. Félix se abalanzó sobre mí, y con una fuerza sobrenatural me arrancó del lado de su padre, cuyas rodillas yo abrazaba. Loco de ira, me arrojó al suelo y me azotó violentamente con un palo. Podía haberlo destrozado miembro a miembro con la misma facilidad que el león despedaza al antílope. Pero el corazón se me encogió con una terrible amargura y me contuve. Vi cómo Félix se disponía a golpearme de nuevo, cuando, vencido por el dolor y la angustia, abandoné la casa y, al amparo de la confusión general, entré en el cobertizo sin que me vieran. |
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