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Biografía de William Shakespeare en Wikipedia |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
La violación de Lucrecia |
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En tanto que así hablaba, Filomela había terminado el armonioso gorjeo de su dolor nocturno, y la noche solemne descendía con paso lento y triste hacia el tenebroso averno. Cuando, ¡ved! Ya la sonrosada aurora envía su luz a todos los bellos ojos que han de tomarla a préstamo; pero la sombría Lucrecia siente vergüenza de mirarse a sí misma y querría poder encerrarse aún en la noche. El día revelador espía a través de toda hendidura, y parece señalarla en el sitio en que está sentada llorando. «¡Oh ojo de los ojos! –dice en medio de suspiros–. ¿Por qué atisbas por entre mi ventana? Cesa tu espionaje; ve a acariciar reidoramente los ojos dormidos con el cosquilleo de tus rayos; no estigmatices mi frente con tu horadante claridad, pues nada tiene que hacer el día con lo que se hace en la noche.» Así, disputa con todo lo que ve. El verdadero dolor es antojadizo y quimerista, como un niño que, una vez encaprichado, con nada se acomoda su genio. Los viejos dolores, no los recientes, son los que saben sufrir con dulzura. El transcurso del tiempo mitiga los primeros; los segundos, impetuosos y semejantes al nadador novicio que se zambulle siempre, se ahogan por exceso de esfuerzos, faltos de habilidad. De igual modo, Lucrecia, sumergida profundamente en un mar de cuidados, emprende una disputa con cuanto se le ofrece a la vista, y asimila a sí propia todo dolor; no hay objeto que no renueve la fuerza de su pesar; cuando uno desaparece, otro llega. Tan pronto su desesperación es muda y carece de palabras, como aparece frenética y sobrepuja en discursos. Las avecillas que entonan su alegría matinal exasperan sus lamentos con sus dulces melodías, pues el regocijo hiere a fondo un alma torturada, y los corazones tristes son apuñalados por la compañía jovial. A la pena no le place verdaderamente sino la compañía de la pena. El sincero pesar halla alimento que le agrada cuando encuentra la simpatía de otro idéntico pesar. Es una doble muerte ahogarse a la vista de la playa. Diez veces ayuna el que ayuna con el alimento bajo los ojos. Ver el bálsamo acrecienta el dolor de la herida. Una gran pena aflígese considerablemente en presencia de lo que podía aliviarla. Los profundos dolores imitan en su curso a un río apacible, que, si encuentra obstáculos, rebasa sus riberas. Las desgracias en exacerbación no reconocen límites ni ley. «Avecillas burlonas –exclama–, cerrad vuestros trinos en la gruta palpitante de vuestras gargantas emplumadas, y permaneced sordas y mudas para mis oídos; mi angustia sin tregua odia pausas e intervalos; un huésped en lágrimas no soporta convidados alegres. Regalad con vuestras notas ágiles los oídos que las gusten; la aflicción prefiere los cánticos que forman acorde con las lágrimas. »Ven, Filomela, tú, cuyas canciones hablan de violación, teje tu triste bosquecillo con mi cabellera desgreñada. Igual que la húmeda tierra llora en tu abatimiento, así verteré una lágrima por cada uno de tus acordes melancólicos y sostendré el diapasón con mis profundos suspiros. A guisa de acompañamiento, murmuraré sin cesar el nombre de Tarquino, mientras tú, con todo tu talento musical, repentizarás sobre el recuerdo de Tereo. »Y mientras ejecutas tu parte posada en un espino para mantener vivos tus agudos tormentos, yo, desventurada, a fin de imitarte bien, fijaré contra mi corazón un agudo puñal que espante mis ojos; si pestañean, el corazón se romperá con esto y sucumbirá. Estos medios, como trastes de un instrumento, nos servirán para afinar las cuerdas de nuestros corazones y ponerlas al tono del verdadero dolor. »Y, pobre pájaro, ya que no trinas durante el día, como si temieras que te contemplaran otros ojos, hallaremos algún desierto tenebroso y profundo, apartado de toda ruta, donde no penetren el ardiente calor ni el frío glacial, y allí cantaremos endechas dolientes a las bestias feroces para que cambien su naturaleza. Ya que los hombres se vuelven fieras, sea dado a las fieras tomar almas nobles.» Como la pobre corza que, espantada, se detiene buscando reconocer su ruta e inquiriendo desatinada el sendero que ha de seguir, o como el que, desorientado en una espesura llena de revueltas, no logra hallar su camino directamente, así Lucrecia queda indecisa en su interior, preguntándose qué vale más, si vivir o morir, cuando la vida es deshonrosa y la muerte no puede escapar al oprobio. «¿Suicidarme? –dice–. ¡Ay! ¿Qué sería esto sino hacer partícipe a mi pobre alma de la mancilla de mi cuerpo? Los que pierden la mitad de sus bienes soportan esta catástrofe con más paciencia que los que lo pierden todo. La madre que, teniendo dos hermosos pequeñuelos, cuando la muerte le arrebata a uno quiere matar al otro, obra con inhumano proceder y no es nodriza de ninguno. »¿Cuál me era más caro, mi cuerpo o mi alma, cuando el uno era puro y la otra de esencia divina? ¿A cual daba preferencia cuando guardaba a ambos para el cielo y Colatino? ¡Ay de mí! Arrancad la corteza al levantado pino, y sus hojas se secarán y se extinguirá su savia. ¡Así hará mi alma, despojada ya de su corteza! Su refugio ha sido saqueado, su reposo interrumpido, su mansión batida en brecha por el enemigo; su templo sagrado, mancillado, escarnecido, profanado, obscenamente invadido por la atrevida infamia. ¡Que no se diga, pues, que cometo un acto impío si en esta fortaleza deshonrada abro algún agujero para ofrecer libre escape a mi alma en turbación! »Sin embargo, no quiero morir sin que mi Colatino se haya informado de la causa de mi muerte imprevista, para que en esta triste última hora de mi vida pueda jurar que tomará venganza del que me obligó a extinguir mi aliento. Yo legaré mi sangre impura a Tarquino; infamada por él, será vertida por él, e inscribiré la manda en mi testamento como perteneciéndole. »Legaré mi honor al cuchillo que hiera mi cuerpo deshonrado. Es acto de honor poner fin a una vida deshonrada, pues cuando la vida concluya subsistirá la honra. Así saldrá mi fama de las cenizas de mi vergüenza. Porque con mi muerte mataré el menosprecio de la vergüenza, y muerta así mi vergüenza, renacerá mi honra. »Caro señor, de la joya preciada que he perdido ¿qué porción te legaré? Mi resolución, amor mío, será tu tema de orgullo y el ejemplo que te enseñe qué venganza debes tomar. Aprende en mí cómo tiene que obrarse con Tarquino. Yo, tu amiga, voy a matarme a mí misma, tu contraria. En consideración a mí, trata de igual modo al desleal Tarquino. »He aquí el breve resumen que hago de mi última voluntad: lego mi alma y mi cuerpo a los cielos y a la tierra. En cuanto a mi resolución, tómala por tu parte, esposo mío. Lego mi honor al cuchillo que abra mi herida, mi vergüenza al que encenagó mi fama, y todo lo que viva de mi gloria quede repartido entre aquellos que vivan y no piensen mal de mí. »Tú, Colatino, procurarás que se cumpla este testamento, para que puedas ver cómo fui embrujada por sorpresa. Mi sangre lavará el escándalo de mi desdicha; y el noble desenlace de mi vida eximirá el acto impuro de mi existencia. Débil corazón, no desfallezcas; sino di resueltamente: «Llévese a término. » Cede a mi mano; mi mano te vencerá; muerto tú, ambos moriréis y ambos quedaréis vencedores.» Cuando hubo decidido tristemente este proyecto mortal y enjugado las perlas salobres de sus ojos brillantes, con voz temblorosa por la emoción llama sordamente a su doncella, que con pronta obediencia acude al lado de su señora, pues el deber dotado de alas ligeras se remonta con la rapidez del pensamiento. Las mejillas de la pobre Lucrecia aparecen a su criada semejantes a prados de invierno, cuando el sol funde sus nieves. Su sierva le da un sobrio buenos días, con voz dulcemente lenta, verdadero indicio de recato, e infunde a su semblante una expresión de tristeza en consonancia con el dolor de su señora, cuyo rostro viste la librea del pesar; pero ella no se atreve a preguntarle irrespetuosamente por qué sus dos soles se han eclipsado bajo tales nubes, ni por qué sus hermosas mejillas llevan la traza de los estragos del dolor. Mas así como la tierra llora cuando se ha puesto el sol, y cada flor tórnase húmeda como los ojos enternecidos, así la sirviente comienza a mojar de gruesas lágrimas sus ojos enrojecidos, llevados de la simpatía de los dos bellos soles puestos en el cielo de su ama. Estos soles han ahogado su luz en un océano de ondas saladas; de modo que la sirviente llora como una noche de abundante rocío. Un breve instante, estas lindas criaturas permanecen llorando como dos acueductos de marfil que llenaran cisternas de coral. La una llora justamente; la otra no tiene otro motivo de lágrimas sino el de asociarse al dolor que ve. El dulce sexo a que pertenecen inclínase con frecuencia a llorar; las mujeres se afligen adivinando las angustias de otros, y entonces sus ojos se anegan o se rompe su corazón. Porque los hombres tienen corazones de mármol, y las mujeres, de cera, que se amoldan por esto a la forma que quiere el mármol. Débiles, oprimidas, reciben por la fuerza, el engaño o la astucia, la impresión de naturalezas extrañas. No las llamemos, pues, autoras de sus vicios, como no debe llamarse mala a la cera porque llevase estampada la imagen de un diablo. Su lisura, como una espléndida campiña, es accesible al menor gusano que se arrastre. En los hombres, semejantes a una espesura densa y selvática, se agazapan vicios que duermen oscuramente como los dragones de las cavernas. El más pequeño átomo aparece a través de los muros de cristal; y si los hombres pueden disimular sus crímenes bajo miradas audazmente severas, los rostros de las pobres mujeres son los registros de sus propias faltas. Nadie vitupere a la flor marchita, sino culpe al rudo invierno que ha matado la flor; lo que devora, no lo devorado, es lo que merece censura. ¡Oh! No tengáis a falta en las pobres mujeres el que sean tan mancilladas por los abusos de los hombres; esos orgullosos señores son los culpables, que imponen a las mujeres, débiles por naturaleza, el vasallaje de su ignominia. Un precedente os brinda Lucrecia, asaltada de noche por las violentas amenazas de una inmediata muerte y del baldón que acarreará esta muerte en daño de su esposo. Semejantes peligros podía crearlos su resistencia; de donde un terror mortal se esparció por todo su cuerpo. ¿Y quién no puede abusar de un cuerpo difunto? Sin embargo, la dulce paciencia invita a la hermosa Lucrecia a hablar así a la humilde imitadora de su dolor. «Hija mía –le dice–, ¿qué motivo te impulsa a verter esas lágrimas, que caen en lluvia sobre tus mejillas? Si lloras por los males que me incumben, sabe, encantadora muchacha, que ello beneficiará poco mi descontento, pues si las lágrimas pudieran darme alivio, las mías me lo hubieran proporcionado ya. »Pero dime, joven: ¿cuándo partió –y deteniéndose aquí, lanzó un profundo suspiro–, cuándo partió Tarquino?»«Señora, antes de levantarme –repuso la criada–; mi perezosa negligencia es por demás reprensible, y, no obstante, puedo excusar suficientemente mi falta diciendo que me levanté antes de apuntar el día, y que antes que me levantara, Tarquino había marchado. »Pero, señora, si se lo permitís a vuestra criada, os preguntaría la causa de vuestra pena.» «¡Oh! ¡Silencio! –exclama Lucrecia–. Si lo revelara, la revelación no la disminuiría, pues excede a cuanto mis palabras pueden manifestar; y esta profunda tortura puede llamarse un infierno cuando se siente más vivamente de lo que cabe traducir. »Ve y tráeme acá papel, tinta y pluma; pero no, ahórrate este trabajo, pues tengo aquí de todo. ¿Qué quería decir?… Ve a ordenar aprisa que uno de los siervos de mi esposo se disponga inmediatamente a llevar una carta a mi señor, a mi amor, a mi bien; adviértele que se prepare a llevarla con prontitud; la causa requiere premura, y el pliego estará escrito sin dilación.» Su criada ha partido, y, paseando en principio su pluma por encima del papel, se apresta a escribir. Su pensamiento y su dolor riñen un ardiente combate; lo que traza la inteligencia, lo borra acto seguido la reflexión: esto es demasiado primoroso; esto otro, harto crudo y brutal. Como un tropel de gente ante una puerta de salida, sus pensamientos se aglomeran para saber quién pasará primero. Por fin, comienza de este modo: «Digno señor de la indigna esposa que te envía este saludo: ¡que la salud sea contigo! Concédeme el honor, amor mío, si quieres ver aún a tu Lucrecia, de ponerte inmediatamente en camino para venir a visitarme. A tu amparo, pues, me confío desde nuestra mansión en duelo; mis angustias son inmensas, aunque breves mis palabras.» Hecho esto, pliega el contenido de su desesperación, incierta expresión de su cierto pesar. Gracias a este corto billete, Colatino conocerá su desgracia, aunque no la verdadera índole de ella. Lucrecia no ha osado hacer revelaciones sobre el asunto, de miedo a que él no se persuada de que la responsabilidad de esta falta le incumbe, y antes de haber manchado ella con sangre la excusa de su mancha. De otro lado, reserva la vida y la energía de su desesperación para verterlas cuando Colatino esté a su lado y la oiga; cuando los suspiros, los sollozos y las lágrimas puedan agraciar la figura de su desgracia y absolverla así mejor de las sospechas que el mundo concibiese. Para evitar su borrón, no ha querido borronear más la carta. |
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