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José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 7

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La mariposa blanca

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CAPÍTULO VII

Por lo visto, el ama Juana conocía bien el corazón de las mujeres, o por lo menos, el corazón de Berta, porque hacía ya tres meses que Adrián Baker había partido para Nueva York, y ni una vez siquiera pudo sorprender una lágrima en los ojos de la huérfana, a quien ella había servido de madre. Berta parecía indiferente al dolor de aquella ausencia.

Es verdad que durante los tres meses de ausencia se había recibida una carta de Nueva York, en la que Adrián Baker decía a Berta todo lo que se dice en esos casos; era una carta sencilla, tierna y apasionada; no parecía que estaba escrita a tres mil leguas de distancia, al otro lado del gran Océano, donde naufragan los amores más ardientes y más profundos. Es verdad que esta carta fue contestada a vuelta de correo, y que cruzó las tempestuosas soledades del mar, llena de promesas y de esperanzas.

También es verdad que la carta de Adrián Baker la guardó Berta cuidadosamente, conservándola como se conserva una reliquia. Es verdad que pasaba las horas muertas delante del piano, haciendo correr los dedos por las teclas, modulando los aires favoritos de Adrián Baker, y que él mismo la había enseñado. Pero, fuera de esto, Berta vivía como el resto de las mujeres; conservaba un excelente apetito y dormía con el tranquilo reposo de los corazones felices. Empleaba sus horas habituales de tocador, y se complacía en embellecerse. Se habían dulcificado algunas asperezas de su carácter; hablaba de todo con su natural viveza, y, en fin, a Adrián Baker no lo nombraba nunca.

Su padre y su nodriza observaban todo esto, y sacaban por consecuencia que el viajero no había dejado huella alguna en el corazón de Berta. Sólo un temor los alarmaba: el temor de que volviera.

Así transcurrió otro mes, y el recuerdo de Adrián Baker empezó a desvanecerse; si alguna vez se pronunciaba su nombre era como el que evoca el recuerdo de un sueño.

Sin embargo, el sueño solía tomar el aspecto de una inminente realidad. Podía volver, y, sin duda alguna, no se había despedido para siempre; su último adiós no había sido un adiós eterno. Si se hallaba al otro lado de los mares, a tres mil leguas de distancia, en Nueva York, esto es, en el fin de la tierra, más aún, en el otro mundo, su casa estaba allí, allí enfrente, abierta, habitada por sus criados, con el mismo lujo y con la misma pompa que antes de su ausencia; aquella casa, que parecía un palacio encantado, esperaba a su dueño, y el orden y el esmero con que todo marchaba en ella daba a entender que los criados no querían verse sorprendidos por la presencia repentina de Adrián Baker, es decir, que Adrián Baker podía llegar de un momento a otro, o lo que es lo mismo, que lo esperaban a cada momento.

Las flores de la terraza extendían sus ramos, llenos de vida, como si las mismas manos de Adrián Baker las cuidasen.

El padre de Berta y el ama de llaves veían en esta casa una amenaza constante; para ellos venía a ser como la sombra de Adrián Baker; pero, así y todo, el tiempo pasaba, y el viajero no volvía.

Había llegado la primavera, y la naturaleza se rejuvenecía con toda la riqueza de vegetación que suele desplegar en los países meridionales, y precisamente nos encontramos en pleno Mediodía. Todo se engalanaba y sonreía, y el corazón experimentaba el vago placer de una esperanza que empieza a realizarse.

Berta participaba de este bello despertar de la naturaleza, y se puede decir que habían adquirido nuevos encantos las perfecciones de su belleza; sus ojos parecían más rasgados, más negros y más brillantes; sus miradas, más dulces, más serenas y más profundas; sus mejillas, más frescas, más suaves y más sonrosadas, y sus sonrisas, más tiernas, más frescas y más graciosas. Su talle ha adquirido una soltura majestuosa, que da a sus movimientos majestuosidad y firmeza. Parece que la juventud ha hecho un esfuerzo supremo, y al dar la última mano a su hermosura, ha obtenido una obra maestra. Está en todo el esplendor de la belleza.

En cambio, el palacio de Adrián Baker amaneció un día triste como un sepulcro; las persianas, caídas, y la gran puerta del vestíbulo, cerrada, le daban la apariencia de una casa desierta; dentro reinaba un silencio profundo, y, no obstante, el palacio de Adrián Baker seguía habitado.

Al penetrar en el vestíbulo, la figura del portero aparecía como una sombra; todo su vestido era negro, y todos los criados de la casa vestían también de luto, y en sus semblantes se advertían señales de tristeza.

¿Qué ocurría?

Ocurría sencillamente que Adrián Baker había muerto en Nueva York, de una pulmonía fulminante. La noticia había corrido por la ciudad con la rapidez que corren las malas noticias, y había penetrado también en la casa de Berta. Primero pareció increíble que Adrián Baker hubiese muerto, como si la vida de este hombre no estuviese sujeta a las contingencias que experimenta la vida de los demás mortales. Mas la noticia se confirmaba, y era preciso creerla. Además, el aspecto del palacio daba testimonio de la autenticidad del caso. En aquella casa cubierta de duelo, parecía que lloraban hasta las piedras. La noticia había llegado en una carta enlutada, fechada en Nueva York, y firmada por el jefe de la casa Wilson y Compañía, donde Adrián Baker tenía depositados grandes capitales.

El padre de Berta y el ama de llaves se miraban asombrados, y repetían alternativamente:

—¡Ha muerto!

—¡Ha muerto!

Berta, pálida como la misma muerte, los sorprendió en esas exclamaciones, y con voz sepulcral les dijo:

—Sí; ha muerto en Nueva York, pero vive en mi alma.

Y volviéndoles la espalda, huyó a su cuarto, y se sentó junto al balcón, desde donde se veía la terraza del palacio. Las flores, agitadas suavemente por las brisas de la primavera, se inclinaban hacia Berta, como si le enviasen un triste saludo. Ella las contemplaba sin una lágrima en los ojos; la palidez extrema que bañaba su rostro, y el ligero temblor que agitaba sus labios, descubrían el dolor que afligía a su alma.

De pronto atrajo sus miradas el vuelo de una mariposa blanca que flotaba en el aire. Siguióla con ojos distraídos, y, como si la mariposa se sintiera atraída por la mirada de Berta, trazando caprichosos círculos, abandonó la terraza, voló rápida delante del balcón y entró en la estancia.

Por un movimiento involuntaria, Berta tendió las manos para cogerla; pero la mariposa se escapó de entre sus manos como un soplo, y comenzó a dar vueltas alrededor de su cabeza, formando un torbellino silencioso e impalpable que envolvía la frente de Berta en una aureola que renacía y se disipaba como una sucesión de relámpagos. Las alas de la mariposa llameaban sobre la cabeza de Berta con una luz semejante a los primeros resplandores de la aurora. Después pasó por delante de sus ojos, la vio flotar sobre las flores de la terraza, y luego se perdió, como si se hubiera desvanecido en el aire. Buscóla con un ansia indecible, pero en vano: ya no volvió a verla.

Entonces cruzó las manos, inclinó la cabeza, y dos grandes lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron por sus mejillas.

Al día siguiente entró el ama de llaves en el dormitorio de Berta, y vio sobre la cabecera de la cama una sombra que se destacaba sobre la pared. Esta sombra tomó inmediatamente la forma de una cabeza humana, y la nodriza se tuvo.

Era la cabeza de Adrián Baker..., la misma cabeza, con su frente pálida, sus miradas irresistibles y su sonrisa a la vez dulce, triste y burlona.

El ama de llaves no pudo contenerse, se santiguó como si hubiese visto una visión diabólica, y retrocedió espantada.

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