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José Selgas Carrasco

"Día aciago"

Capítulo 10

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Día aciago

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CAPÍTULO X

Una de dos: o el gran reloj de la Puerta del Sol, con sus tres esferas y con toda la perfección de su máquina, estaba loco, como puede estarlo cualquier simple mortal, o el dichoso Martín se encontraba al cabo con la desventura de haberse casado en martes. Semejante duda cayó como un jarro de agua fría sobre los primeros hervores de su dicha.

Así es que, apenas entró en su casa, condujo a la preciosa mitad de su vida a las habitaciones que de antemano le tenían preparadas, y con la otra mitad se dirigió a su cuarto, a consultar acerca de los futuros destinos de su nueva existencia con el oráculo de su reloj favorito.

Este reloj descansaba sobre el mármol de la chimenea, graciosamente sostenido por dos Amores de bronce, detrás de los que se levantaba la figura del Tiempo, descarnada y decrépita. La máquina latía con su tic tac acompasado, que parecía querer decir: «Yo tengo tranquila la conciencia». Por su parte, las agujas, casi juntas, señalaban en la esfera las doce y cinco minutos en punto. ¡Ah! las esferas de la Puerta del Sol no habían perdido el juicio! ¿Cómo era aquello?

Sin acordarse de que su reloj de bolsillo estaba parado, acudió a él, y encontró que andaba, sintiendo entre sus dedos las palpitaciones del volante: la manecilla de oro apuntaba muy tranquilamente las doce y cuatro minutos.

¡No era posible! Salió de su casa a las once, oyó las doce en la casa del gigante, antes de unirse a Aurora para siempre. Por el tiempo transcurrido, que le parecía un siglo, debía ser ya lo menos la una y media. ¿Cómo, pues, eran las doce? Tan juiciosas reflexiones no tenían bas tante fuerza para convencer la terquedad de los relojes, pues ambos, igualmente imperturbables, seguían marcando la misma hora, con la sola diferencia de un minuto. ¡Qué diabólico trastor no había hecho retroceder al tiempo! ¡Qué burla cruel era aquella que obscurecía con fatídicos augurios los primeros instantes de su boda! Pero bien: ¡qué desastre se le anunciaba! ¡Oh! Sí; tendría que defender la belleza de Aurora contra todas las seducciones de los hombres. Bueno: la encerraría en el más oculto rincón de la tierra, para que nadie pudiese robarle el deleite de poseerla.

Entretanto Aurora lo esperaba probablemente en el tocador, donde los espejos codiciosos repetirían su imagen, ávidos de contenerla: la luz suave y brillante de la lámpara y el reflejo de los candelabros la iluminarían, haciendo resplandecer todos los detalles. Los rizos sueltos, la mirada medio oculta bajo la sombra de los párpados, los labios húmedos y encendidos; una bata mal ceñida, dejando al capricho dibujar bajo las ondulaciones de los pliegues las correc tas formas de su figura. Allí estaría esperándolo, con el pecho hinchado por los suspiros y la boca llena de dulces palabras. Martín la descubría antes de verla, negligentemente reclinada sobre los cojines del diván, pronunciando su nombre con tierna impaciencia.

Esta visión deslumbradora invadió su pensamiento de la misma manera que la luz repentina del relámpago invade los ojos, y, volviendo la espalda al reloj obstinado en marcar las doce de la noche, salió en busca de la Aurora que en aquel momento iluminaba, mejor dicho, encendía los horizontes de sus deseos.

Halló entornada la puerta del tocador, y se de tuvo; el resplandor que se escapaba por las maderas misteriosamente entreabiertas, anunciaba una claridad tímida y macilenta, como si la lámpara estuviese a media luz y las bombas de los candelabros se hubiesen extinguido. Tocó suavemente a la puerta, y la voz de Aurora ex clamó:

— ¡Ah! Entra.

Penetró Martín en el tocador, y encontró a Aurora, entretenida en apurar una taza de té.

— Es mi costumbre (le dijo ella). Hace muchos años que el té es mi bebida favorita. Ahora (añadió, sacudiendo los rizos que corona ban su cabeza), sin té y sin ti me sería la vida insoportable.

— Sin embargo (replicó Martín, sentándose indolentemente en el taburete en que ella apoyaba sus pies), eres muy cruel conmigo.

-—¡Cruel! ¿Por qué?— le preguntó.

— ¿No lo adivinas? ¡Oh! (exclamó); eso es más cruel todavía.

—No adivino.... — dijo Aurora, encogiéndose de hombros.

Los ojos de entrambos se encontraron, y Martín tuvo que bajar los suyos, al mismo tiempo que decía :

— Esta luz es demasiado obscura; no te veo bien. ¿Por qué te escondes a mis miradas? Yo quiero verte en toda la plenitud de tu belleza.

— ¡Loco! ¡Loco! (exclamó Aurora). El misterio todo lo embellece. No pretendas romper la perspectiva que te encanta. Si disfrutas el placer de un sueño delicioso, sigue soñando; no te despiertes, porque la realidad puede ser dura, puede ser horrible.

El acento con que pronunció estas palabras vibró en los oídos de Martín de un modo particular. Sin perder toda la dulzura de su timbre, dejaba percibir notas ásperas, modulaciones desapacibles; no parecía la voz de Aurora la que hablaba.

— Luz (dijo Martín); quiero más luz; luz que te ilumine como el sol ilumina la tierra.

Y diciendo y haciendo, se puso de pie, y llevó la mano a la llave de bronce que sujetaba el gas dentro de la lámpara.

— ¡Insensato! — gritó Aurora, lanzándose a contenerlo.

Esfuerzo inútil, porque la llave de la lámpara dió media vuelta entre los dedos de Martín, y la llama brotó, alumbrando la estancia con una intensidad sólo comparable a la claridad del día.

Retrocedió Aurora, buscando un rincón donde refugiarse; pero la luz, cada vez más resplandeciente, cada vez más intensa, la perseguía y la inundaba.

Martín estaba absorto, con la boca entre abierta y los ojos casi fuera de las órbitas: parecía dominado por un horror indecible. Sus miradas, llenas de espanto, veían los rizos castaños de Aurora brillar esparcidos sobre la alfombra. La frente tersa de tan bella criatura se había convertido en una frente surcada de arrugas; los ojos se perdían en el fondo de las órbitas, y los párpados, rasgados por líneas negras, daban a sus miradas un resplandor siniestro.

— Es inútil (dijo adelantándose) huir de esta luz infernal que todo lo descubre. Ya lo ves: el encanto se ha desvanecido, el misterio se ha disipado. ¡Oh, enamorado esposo mío! ¡Cuán inconstante eres! Ya no te agrado. ¿Y por qué? Porque esos hermosos rizos no han nacido en la piel de mi cabeza; porque estas cejas que ado rabas hace un momento, yo misma las extiendo sobre mi frente; porque el sonrosado de mis mejillas y la blancura de mi tez, y el carmín de mis labios, es el barniz con que ocultaba a tus ojos los estragos del tiempo.

Martín se pasó la mano por la frente, como si quisiera arrancar de sus ojos la visión espan tosa de aquella realidad fantástica. Ella irguió la cabeza, cruzó los brazos, y lanzando una terrible carcajada, siguió diciendo:

— Contémplame sin miedo y sin asombro. Yo soy Aurora, tu bella Aurora. Mira mis brazos descarnados, mis mejillas hundidas, mi garganta plegada. Yo soy la misma que te embriagaba hace un instante con las miradas de mis ojos yertos, con el fuego de mis labios helados. ¡Ah, cruel! ¡Ya no me adoras! Ven, mis brazos te esperan. ¿Por qué vacilas? Estamos en los primeros instantes de nuestra boda. Yo soy la juventud y la belleza que apetecías, el deleite que soñabas.... ¿Qué más quieres? Ven; soy tu esposa, y te juro fidelidad eterna. Nadie podrá ya separarnos. ¿Qué ves en mí? Ruinas de una juventud pasada, escombros de una belleza disipada. Me creías joven y hermosa; pues bien: lo he sido. ¿Qué más quieres?....

Martín veía y oía todo esto como al través de un velo espantoso. La luz de la lámpara estampaba en sus pupilas todos los detalles del horrible fantasma. Lo que oía retumbaba en sus oídos, lo que veía espantaba sus ojos. Creía que le ha blaba un sepulcro, y que era la muerte la que tenía en su presencia.

Aurora tendió los brazos para estrecharlo contra su corazón, y él dió un salto, retrocedió, y, huyendo despavorido, fue a refugiarse en su cuarto.

Sobre la mesa encontró un pliego; lo abrió sin saber lo que hacía, y encontró dentro del sobre la partida de su matrimonio. Apretó los puños, rechinó los dientes, y llenó el aire de maldiciones.

Estaba casado. ¡Oh, burla del infierno! ¡Con quién! ¡Ah! Con un abismo de astucia, irrisión de la juventud, escarnio de la belleza.

El cuaderno de las apuntaciones desastrosas se hallaba abierto sobre la mesa; se arrojó a él y escribió con furia:

«Martes, día maldito, día horroroso, día aciago.»

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