Capítulo 8
|
|
Biografía de José Selgas Carrasco en Wikipedia | |
[ Descargar archivo mp3 ] | ||||
Música: Falla El Sombrero de Tres Picos 4: Danse du Corregidor |
Día aciago |
<< | 8 | >> |
CAPÍTULO VIII En buena se había metido el héroe de tantas aventuras afortunadas. Se hallaba en la boca del león, y era evidente que la fiera no soltaría la presa. Creía oir el crujido de sus propios huesos al romperse entre los dientes del monstruo. Goliat, de pie, con los brazos tendidos, le ponía delante de los ojos los billetes acusadores; Martín, sepultado en la butaca, pálido y trémulo, guardaba el silencio de la muerte. Ya no eran el juez y el reo, sino más bien el verdugo y la víctima, la mosca cogida en la tela de la araña, el ratón entre las uñas del gato. La solución del terrible trance se presentaba con claridad espantosa. Goliat exigiría una satisfacción completa, proponiendo un duelo horroroso: quedaba el recurso de no admitirlo; recurso inútil, porque el gigante levantaría el brazo, y el infeliz Martín moriría aplastado bajo el peso de una sola puñada. La muerte se le presentaba fría, descarnada, implacable. Hubo algunos momentos de silencio, que hacían más pavorosa la situación de la víctima. Eran esos instantes de calma y de silencio que preceden a las grandes catástrofes; ese mudo horror en que cae la naturaleza antes de estallar el furor de las tempestades. Goliat guardó en su bolsillo los billetes que tenía en la mano, y tomando el silencio de Martín por una confesión terminante, volvió a sentarse, diciendo: — ¡Demonio! Al fin nos hemos entendido. Articuló estas palabras dando a su semblante la serenidad que permitía el conjunto borrascoso de sus facciones, y respiró con ímpetu, dejando sentir la primera ráfaga del huracán que se agitaba en su pecho. Después dijo tranquilamente: — Por mi parte, no me opongo a que conserve V. hacia Aurora toda la pasión que ha sabido inspirarle, ni veo inconveniente ninguno en que ella le dedique a V. todos sus deseos y todos sus pensamientos. Martín abrió los ojos, ni más ni menos que si quisiera ver lo que oía; y el gigante añadió: — Pero se trata del honor de una mujer que lleva el nombre de mi familia, y juro por todo el fuego del infierno, que en ese punto no cedo un paso, ni un dedo, ni una línea. ¡Demonio! Los curiosos están ya en el secreto de esa amo rosa inteligencia, y el honor de Aurora va y viene de lengua en lengua. Tratándose de un seductor tan afortunado como V., ¿cómo hacer creer a los maliciosos que la cosa no ha pasado de miradas, de sonrisas, de suspiros? ¡Ah! No.... Mil veces no. Si Aurora fuese mi mujer, que el infierno me trague diez veces seguidas, si no estaba ya diez veces estrangulada. Aquí no fueron los ojos solamente, sino tambien la boca, la que Martín abrió de par en par, presentando al gigante su fisonomía completamente estúpida. Éste hizo una mueca horrible, y siguió diciendo: — A la mujer propia que se le vuela el frasco con el primer pisaverde que se le viene a los ojos, se la estrangula, sin más consideración que la de cogerla bien por la garganta, para que acabe pronto; pero tratándose de una hermana, ya es otra cosa. ¡Qué diablos decía esta montaña humana! ¿No era marido de Aurora? ¿Era su hermano? Eso acababa de decir claramente. Martín se atrevió a respirar, porque, al fin y al cabo, un hermano no es tan temible como un marido. —Con una hermana (prosiguió Goliat), hay que proceder de otra manera. Ante todo, se busca al seductor, aunque sea en el fondo de la tierra, y se le mata como se mata a una mosca impertinente o a una araña venenosa. En cuan to a ella, se la encierra por toda su vida, de jándola en libertad de que dirija sus ardientes miradas y sus tiernos suspiros a las cuatro partes del mundo por conducto de las cuatro paredes de su encierro. La naturalidad con que exponía su plan daba claros indicios de que lo tenía por sumamente sencillo, al mismo tiempo que la energía brutal de su rostro y la dureza de sus puños atestiguaban cuán fácil le sería ejecutarlo en todas sus partes. Sin embargo, Martín debió sentir algún aliento, porque, incorporándose como el que vuelve en sí, quiso pronunciar algunas palabras, que no llegaron a salir de sus labios, en razón a que el gigante lo contuvo, diciéndole: — Poco a poco; que aún no he concluido. Pudiera suceder que los dos amantes convinieran en unirse para siempre, y, en tal caso, libre de toda sospecha el honor de mi nombre, me resignaría a lavarme las manos. Dicho esto, se arrellanó en la butaca, y se puso a mirar al techo con la indiferencia del que lo mismo le da a cuestas que al hombro. Por su parte, Martín vió algo semejante a un rayo de luz; algo como una tabla en medio del horror del naufragio. Su situación tomaba un aspecto menos terrible. Eso sí, se le presentaba un matrimonio en perspectiva; mas por lo menos ganaría tiempo, y ganar tiempo podía ser ganarlo todo. Por lo demás, Aurora era el encanto de sus sentidos. Sentía que el alma le volvía al cuerpo. Aquello era ya otra cosa; equivalía a nacer de nuevo, a resucitar, a salir del sepulcro. Respiró, pues, con toda la amplitud de sus pulmones, animó la desconcertada expresión de su rostro, y dijo: — Siempre es respetable el honor de una mujer. Confieso que esa bella criatura ha cautivado mi pensamiento, y no puedo negar que la he mirado muchas veces. Nos trataremos, y si consigo fijar su corazón, nos uniremos para siempre y seremos felices. Goliat no pudo contenerse, y soltó la carcajada, carcajada que hizo crujir los cristales de la habitación. Luego, serenando el ímpetu de su hilaridad, replicó, diciendo: —No, no es posible aventurar a la inconstancia de los afectos humanos el honor de una familia, y, sobre todo, el honor de mi nombre. Ella está perdidamente enamorada. Perfectamente; pero, ¿quién me responde de V.? ¿Quién me asegura de la volubilidad de un hombre corrido en las aventuras del mundo? Hoy bien; pero, ¿y mañana? La belleza que se nos mete por los ojos, al fin nos cansa. No hay nada más insoportable que una mujer enamorada. V. acabará por aburrirse, por desesperarse, y yo habré perdido un tiempo precioso. No admito dilación ninguna; aquí es preciso que dejemos terminado este asunto. — ¡Cómo! — exclamó Martín, asombrado. — Es muy sencillo (contestó ai golpe). Yo soy un hombre muy razonable. En materias de honor preveo todas las contingencias, y no doy más que pasos en firme. Vamos a acabar de entendernos. Y diciendo y haciendo, sacó del fondo del gabán en que iba envuelto, un pliego que desdobló, poniéndoselo a Martín delante de los ojos. —¿Qué contiene ese papel? — preguntó éste, mirando al gigante con ojos atónitos. — Nada (le dijo): una simple escritura de esponsales, un contrato matrimonial; ni más, ni menos. Y volviéndose hacia la mesa, colocó sobre ella la escritura, y, puesto de pie, con solemnidad salvaje, pronunció estas palabras : — Ahora, no hay más que elegir: la pluma, o la espada; una firma, o un duelo. El terror de una muerte segura y la bella imagen de Aurora se apoderaron inmediatamente de la imaginación de Martín. Sintió como un vértigo que trastornaba sus ideas. Veía a sus pies la profundidad de un abismo insondable, y sobre su cabeza la mano blanca, fina y suave que Aurora le tendía. Se levantó, impelido por una fuerza desconocida que invadía su ser; se acercó a la mesa, cogió la pluma, y firmó al píe del contrato. Al alzar la mirada, se encontró con los ojos del monstruo, que chispeaban como una fragua, la boca se retorcía sobre sí misma en una mueca espantosa, y sus miembros descomunales crecían como una sombra gigantesca, que, extendiéndose por toda la estancia, la iba cubriendo de tinieblas. Los ojos de Martín vacilaron, perdieron la mirada; no veían más que obscuridades. La voz de Goliat retumbaba en sus oídos como el rumor de la tempestad que se aleja; le oía decir: —Bueno...; el matrimonio; yo habría preferido el duelo; pero es lo mismo. ¿Qué más da? Entre la muerte y el sepulcro no hay gran diferencia. Y el aire temblaba, agitado por la risa del gigante. Después, todo quedó en silencio. Poco a poco se fueron disipando aquellas tinieblas que habían embargado sus pupilas, y como si abriera los ojos, empezó a sentir primero los reflejos de la luz, luego la luz misma. Tendió maquinalmente las manos para recoger el contrato que acababa de firmar, y el contrato ya no estaba sobre la mesa. Miró a su alrededor, y se encontró solo. También el gigante había desaparecido. |
||
<< | 8 | >> |
|