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José Selgas Carrasco

"Día aciago"

Capítulo 6

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Día aciago

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CAPÍTULO VI

Era martes, y este día aciago no ofrecía los mejores auspicios para el éxito feliz de la aventura que a Martín se le venía a las manos. Haberla visto por primera vez como se ve la luz de un relámpago, y desaparecer ni más ni menos que desaparece la decoración de un teatro al sonar la primera hora del día terrible, significaba que el numen fatal que presidía las funestas horas del martes, se hallaba dispuesto a robarle la gloria de tan brillante conquista.

Así discurría Martín, engalanando su persona por los diversos medios con que la moda embellece a los que ocultan los desperfectos del tiempo bajo el amparo de sus favores. Y, vamos, el espejo no se le mostraba tan severo como otras veces, y lo presentaba a sus ojos con veinte años menos; y Martín, al verse, se creía realmente rejuvenecido y más bello que en los días prima verales de su verdadera juventud, que ya pasaron, so pretexto de que todo pasa en el mundo.

Se acicalaba con escrupuloso esmero, sin olvidar ningún detalle que pudiera realzar el atractivo, algo trasnochado ya, de su persona, porque iba al teatro en busca de la aparición que la noche antes despertó en su alma un mundo de deseos, y cuyo solo recuerdo lo inundaba de delicias. Como digo, iba al teatro, y quería a toda costa causar con su presencia un efecto decididamente favorable. Mas le acometía el temor de no encontrarla; y, dando al lazo de su corbata toda la gracia posible, murmuraba en tre dientes:

— No irá....; es muy posible que no vaya. En martes no sucede cosa buena. No irá, y no la veré, y acaso no la vuelva a ver más en mi vida.

Acabó de vestirse, y se fue al teatro con el aire decidido del que va a jugar el todo por el todo. Entró, y sus ojos buscaron la platea; pero, ¡oh fatalidad de su destino!, la platea estaba ocupada por las tres figuras de retablo que ya conocemos: la jamona gruesa y morena, la niña enfermiza y el señor canoso. Martín se instaló en su butaca, desesperado; y, hundiéndose en ella, decía por lo bajo:

— ¡Martes maldito! ¡Día siempre aciago!

Consolóse, sin embargo, con la idea de una empresa digna de su vida ociosa, y se juró a sí mismo buscarla hasta en el centro de la tierra. Todos los días no son martes. Tan oportuna consideración reanimó su espíritu, y comenzó a hojear aquel álbum de cabezas humanas que el teatro le presentaba por todas partes.

Sus miradas iban de un punto a otro como mariposas que no encuentran donde detenerse, cuando advirtió unos gemelos tenazmente asestados hacia el lugar que él ocupaba, desde el fondo de un palco principal que tenía a su espalda. Sin duda él era el objeto en que se hallaban fijos los gemelos; tomó los suyos, los puso a la altura de los ojos, y, digámoslo así, los lanzó al palco. Y, ¡oh prodigio inaudito de su fortuna! Detrás de los gemelos del palco estaba ella, ella misma, la aparición, rodeada de todos los esplendores de su belleza. Martín experimentó la locura del contento. La veía, y no era esc sólo, sino que ella también lo miraba.

Los actos de la ópera le parecían interminables, y los entreactos demasiado breves, porque en los intermedios se ponía de pie para dejarle ver toda la gallardía de su persona, al mismo tiempo que al través de los gemelos se deshacía contemplándola. Ella hacía también frecuente uso de los suyos, y siempre iban a detenerse en Martín, de manera que unos y otros gemelos se apuntaban mutuamente, como dos baterías que se hacen fuego.

¡Qué noche!.... Para Martín fue la más deliciosa de su vida. Alguna vez tropezaban sus ojos con la monstruosa cabeza del gigante, y entonces cambiaba cautelosamente la dirección de sus miradas. Antes que el telón cayera en el último acto, abandonó la butaca y fué a tomar posiciones al pie de la escalera por donde debía bajar la bella mujer que decididamente se había hecho dueña de su pensamiento.

Allí la esperaba, y después de un siglo de impaciencia, la vió aparecer en la última meseta de la escalera. Bajaba envuelta en un abrigo de pieles, casi oculto el semblante; pero Martín devoró con los ojos su frente tersa y brillante, donde se reflejaba la luz del gas que alumbraba la escalera. Sobre la blancura de la frente se er guían, si es posible decirlo así, dos cejas aterciopeladas, rigurosamente dibujadas; debajo resplandecían sus ojos pardos velados por una sombra extensa que llenaba de ardientes misterios sus miradas: la estatura era majestuosa, el aire era espléndido; bajo la amplitud del abrigo se adivinaba un talle soberano, y bajo las ondas del vestido asomaba, en el movimiento de los pasos, la punta de un pie que debía ser un prodigio.

Martín recogió todos estos detalles con la avidez con que un ejército victorioso recoge el botín de la batalla.

Pasó junto a él, y le hizo respirar el perfume de su ropaje, le dirigió una mirada fugitiva, le dejó ver una sonrisa, y se perdió entre la multitud que salía del teatro con el mismo afán con que había entrado.

Trastornado Martín con la embriaguez de su triunfo. quiso seguirla; pero una oleada de gente se interpuso, y luchó inútilmente por abrirse paso. Al perderla de vista, la voz del gigante, más dura que el bronce, pronunció estas palabras:

—Aurora, mañana iremos a la Zarzuela.

Maldiciendo Martín al género humano, que le impedía seguirla, exclamaba:

— ¡Ah, se llama Aurora! ¡Qué nombre!

Cuando salió a la calle, la aparición se había desvanecido. Bueno; pero a la noche siguiente volverían a verse en la Zarzuela. El gigante, con su voz estentórea, le había dado la consigna, y esta feliz circunstancia le hizo creer que aquel salvaje era el marido de Aurora.

Ya sabía cómo se llamaba; sus ojos se habían puesto en mutua inteligencia; ¿qué más podía apetecer su deseo?

De esta manera transcurrieron algunos días, viéndose todas las noches, ya en un teatro, ya en otro, porque siempre había un medio indirecto, casual, de darse la cita para la noche si guiente.

¿Dónde vivía? Martín lo ignoraba. Pero bien; era preciso contener los ímpetus de su impaciencia, porque el gigante debía ser celoso como un turco, y convenía mucho andar con pies de plomo. Hasta entonces no se había pasado de miradas y de sonrisas. Esto era poco. Un billete, diestramente puesto en sus manos, completaba el éxito de la aventura.

En los vestíbulos de los teatros se venden ra milletes de flores, y hay muchachas frescas y sonrosadas, muy diestras en este comercio. En un ramillete que pagó el gigante, fue a manos de Aurora el billete de Martín, que sólo contenía estas palabras:

« Te adoro. »

La respuesta se hizo esperar dos días eternos, al cabo de los que la florista, agradecida a las propinas de Martín, le regaló una rosa magnífica. Dentro de ella encontró un papel mil veces doblado, y dentro del papel unas letras diminutas, que decían:

« ¡Y yo! ¡Dios mío!»

Martín leía y releía esas dos exclamaciones, y semejante a un chiquillo que ha encontrado el juguete que buscaba, daba saltos de alegría dentro de su cuarto. Las flores eran sus mutuas mensajeras! Todo, ¡qué poético!

A las miradas y a las sonrisas se habían añadido los billetes; faltaba, pues, una entrevista, una cita en que los dos pudieran decirse lo que callaban.

El plan que se urdía en su cabeza, no exigía grandes combinaciones: estaba reducido al recurso más elemental del arte. ¿No podría Aurora disponer libremente de una hora? Pues entonces, negocio concluido.

Sin más reflexiones, sentóse delante de la mesa, cogió un plieguecillo de papel fino como la seda y azulado como el agua, y empezó a escribir lentamente, como el que piensa mucho lo que escribe.

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