Capítulo 1
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Día aciago |
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CAPÍTULO I Por corta que sea la experiencia que saquemos de la vida, siempre vendremos a parar a una averiguación poco lisonjera; a saber: que aunque sean muy pocos los años de nuestra vida, encontramos en ellos muchos días desventurados. Esto no quiere decir que, afligidos por el rigor de la suerte que nos persigue desde la cuna, pasemos la vida con las lágrimas en los ojos esperando la muerte, única salida de tantas angustias como nos cercan en nuestro tránsito por la tierra. Nada de eso. Hoy por hoy, y en virtud probablemente de los adelantos del siglo, las desdichas que nos cercan, los desastres que nos atropellan, y las catástrofes que nos amenazan, se convierten a nuestros ojos, quieras que no quieras, en ruidosa algazara y en universal alegría. Bueno que cada uno de por sí llore a sus solas los reveses de la fortuna; que cada familia, de puertas adentro de la casa, sea un caso particular de inquietudes, de pesares, de desolación y de miseria. Bueno, en fin, que al volver de cada esquina nos encontremos, ya con una liquidación desastrosa; ya con un drama de infidelidad conyugal; ya con el espectáculo patibulario de un crimen más o menos alevoso; ya con un rapto, digámoslo así, en que la criatura más espiritual, más preciosa y más tierna, arroja sobre su familia con la mayor frescura la vergüenza del escándalo; ya, por último, con un cuadro de disensiones domésticas por las particiones de una herencia o por la cláusula de un testamento: los vicios sombríos, la estrechez desesperada, el hambre aterradora. Todo eso, sí, se encuentra a cada paso. Pero el conjunto, la reunión pública de tantos seres, más o menos infelices, es una explosión continua de alegría, es la algazara de una fiesta permanente, el tumulto ruidoso de un regocijo interminable. ¡Santo Dios, qué júbilo! Sean los que quieran nuestros dolores, nuestros pesares, nuestras angustias, nuestras miserias, nos hemos propuesto ser felices, y lo somos. Cada uno que guarde sus desdichas en el último rincón de su casa, que oculte su desesperación o sus lágrimas en el fondo de su alma, y venga aquí alegre y risueño a tomar parte en este universal contento. La Convención francesa, en medio de los horrores de aquel espantoso desbordamiento, decretaba la victoria como un impuesto. Pues bien: nosotros, en medio de tantas desolaciones, hemos decretado la felicidad como una fiesta pública. Nos hemos impuesto esta contribución de alegría, que se recauda en todos los lugares donde nos reunimos, lo mismo en los teatros que en los cementerios. Sí, hemos emancipado la vida de los dolores a que parecía condenada en este mundo, y, dejando a cada cual el capricho de afligirse a solas, o desesperarse a puerta cerrada por sus penas particulares, hemos convenido tácitamente en esta alegría en comandita que llena todos los sitios públicos con la algazara de nuestras dichas. Y he aquí una sociedad blindada contra los más rudos ataques de la adversa suerte. Se equivoca el pavoroso destino de nuestros días si cree que va a sorprendernos con el horror de nuevos desastres. Sus atroces designios se estrellarán siempre en el júbilo impermeable que rebosan nuestros corazones. Siempre nos encontrará con el vestido de fiesta, coronados de flores, con la copa en la mano y la risa en los labios. Id de casa en casa, de familia en familia, de individuo en individuo, y no recogeréis más que zozobras, recelos, inquietudes, ruinas y tribulaciones; pero reunid todas esas desdichas parciales en el conjunto de la vida pública, y no recogeréis más que fiestas, ruido, bullicio, lujos, saraos y banquetes, animación y regocijo, alegría y prosperidades. ¡Oh, esto es pasmoso! Proscritas las tristezas, desterradas las aflicciones, condenadas a obscuridad perpetua las desgracias, ¿qué inquietud pueden causarnos las adversidades de nuestro destino? Lleve cada uno la cuenta corriente de sus desventuras, pero no las traiga a desentonar el concierto armonioso de nuestra felicidad. ¿O somos o no somos dichosos? Semejantes a los actores, que se despojan de sus vestidos ordinarios para cubrirse con el traje propio del papel que representan, nosotros aparecemos en el gran teatro vestidos con todas las galas propias del espectáculo, con el colorete de la prosperidad y los afeites de la dicha, a representar el papel que nos corresponde en la comedia de la universal alegría. ¿Qué nos importa, pues, lo que pasa entre bastidores? ¿No nos aplaudimos nosotros mismos? Pues entonces, ¿qué más queremos? Como el abrigo que se deja en las antesalas de los salones, dejémonos en el rincón de nuestra casa recelos, zozobras, inquietudes, ruinas y tribulaciones, para entrar en el bullicio de la vida con todas las apariencias de hombres contentos, satisfechos, dichosos. Tiempo hay de llorar, de afligirse, de aterrarse; pero, por de pronto, es preciso juramentarse en esta conspiración secreta, en este complot de alegría, en el que todos somos cómplices. La alternativa que se nos presenta no es dudosa: o ser felices, o morir; o echar el óbolo de nuestro contento en el platillo de la felicidad común, o sepultarse en las obscuridades de la desgracia; alegrarse, o desaparecer del bullicio del mundo. No es posible vacilar en la elección, y he ahí por qué las grandes ciudades revientan de alegría, y en los teatros y en los banquetes, en los cafés y en los casinos, en todas partes donde hay alguna concurrencia, no se ven más que rostros satisfechos, lujo, prosperidad y algazara. Un viajero curioso que viniera de países lejanos buscando la región más dichosa de la tierra, y de la noche a la mañana se viera en Madrid, instalado en el Hotel de París, en el Hotel Inglés o en la Fonda Europea, abriría los ojos lleno de admiración, y en presencia del espectáculo incesante de nuestra animación, de nuestro fausto y de nuestro regocijo, se golpearía la frente, exclamando: — ¡He aquí el Paraíso! Y abandonándose a las delicias de una vida llena de felicidades, de fiesta en fiesta, de goce en goce, de placer en placer, de gloria en gloria, se creería transportado a un mundo desconocido en el resto de la tierra. Mas si le ocurriera penetrar un poco en el fondo de las cosas; si la brillantez de las apariencias y el brillo de las exterioridades le dejaban ver la realidad oculta, doblaría la cabeza con tristeza, y, angustiado de tanta dicha, haría su maleta de viaje, y saldría en busca de un país menos afortunado. Y, apuntando en su cartera la originalidad de sus impresiones, escribiría: «Gente dichosa. Posee una aritmética particular, reparte desventuras y suma felicidades. Se ríe admirablemente de sus desdichas. Yo no he visto jamás una alegría más triste.» |
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