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Arthur Schopenhauer

"El egoísmo"

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El egoísmo
 

Es para nosotros una gran fortuna que la prudencia y la urbanidad arrojen su manto encima y nos impidan ver cuán general y recíproca es la malevolencia y cuán vigente se halla, cuando menos en los espíritus, el bellum omnium contra omnes. Además, se descubre a veces el fondo; por ejemplo, en las horas tan frecuentes en que campea la malevolencia más implacable en ausencia de sus victimas. Pero donde se le ve en todo su esplendor es en los raptos de cólera; en algunas ocasiones están en completa desproporción con su causa ocasional; y ¿de dónde sacarlan tanta impotencia, si semejante a la pólvora en el fusil, no se hubiera comprimido la cólera en el estado de odio largo tiempo empollado en el secreto? Una de las grandes causas de la malevolencia son los conflictos que a cada paso estallan inevitablemente entre los egoísmos. También encuentra excitantes entre los objetos; es el espectáculo de las faltas, de los errores, de las debilidades, de las locuras, de los defectos y de las imperfecciones de toda clase, el que expone cada uno de nosotros en número mayor o menor, al menos en algunas ocasiones, a las miradas de los demás. Espectáculo tal, que a más de un hombre, en las horas de melancolía o de hipocondría, se le aparece el mundo desde el punto de vista estético como un museo de caricaturas; desde el punto de vista intelectual, como una casa de locos, y desde el punto de vista moral, como un albergue de foragidos. Cuando este humor es persistente, se llama misantropía. En fin, una de las fuentes más poderosas de la malevolencia es la envidia, mejor dicho, es la malevolencia misma, excitada por la dicha, los bienes y las demás ventajas que vemos en otro. Nadie está exento de ella. Ya lo decía Herodoto (III, 80): «Desde el origen del mundo, la envidia es innata entre los hombres ... Pero tiene muchos grados. Nunca perdona menos ni es más venenosa que cuando se apresa en las cualidades de la misma persona, porque entonces ya no queda esperanza al envidioso; nunca es más envilecedora, porque nos hace odiar lo que deberíamos amar y honrar. Pero así caminan las cosas. "Más que en nadie, la envidia se ceba en los que por sus propias alas han volado y huído de la jaula común», decía ya el Petrarca. En ciertos respectos, el gozo maligno es el distintivo de la envidia. Sin embargo, sentir envidia es propio de un hombre; gozar con alegría perversa es propio de un demonio. No hay indicio más infalible de un corazón decididamente malo y de una profunda corrupción moral, que el hecho de haber saboreado, aunque sólo sea una vez, sosegadamente, con toda su alma, dicho goce. Hay que desconfiar siempre de aquél que lo haya disfrutado. "Hic niger est; hunc tu, Romane, caveto". En si la envidia y el gozo maligno son disposiciones completamente teóricas; en la práctica se convierten en la maldad y en la crueldad. El egoísmo puede conducirnos a faltas y crímenes de toda especie; pero el mal y el sufrirniento que con él infligimos a los demás, son para el egoísmo un simple medio, no un fin; no los acusa, pues, más que por accidente. Al contrario, la maldad y la crueldad hacen de los sufrimientos y de los dolores de otro su propio fin; alcanzar este fin, tal es su placer. Así hay que ver aquí un grado más profundo en la perversidad moral. La máxima del egoísmo refinado es: "Neminem juva; imo omnes , si forte conducit (siempre hay una condición) loede". La máxima de la maldad es: "Omnes, quantum potes loede". Si el gozo maligno no es más que una disposición teórica para la crueldad, la crueldad no es más que esa disposición puesta en práctica: una y otra se manifestarán en la primera ocasión favorable.

Proseguir en el detalle los vicios que nacen de estos dos primeros factores, es una investigación que estaría en su lugar en una ética completa, pero no aquí. Entonces seria preciso deducir del egoísmo la glotonería, la embriaguez, la lujuria, la preocupación de nuevos intereses, la avidez, la avaricia, la iniquidad, la dureza de corazón, el orgullo, la vanidad, etc.; y del espiritu de odio, los celos, la envidia, la malevolencia, la maldad, la disposición a regocijarse con el mal, la curiosidad indiscreta, la maledicencia, la insolencia, la violencia, el odio, la cólera, la perfidia, el espíritu de venganza, la crueldad, etc. El primer principio es más bien bestial, el segundo con preferencia diabólico. Siempre es uno de ambos el que domina, exceptuando allí donde dominan los principios morales, de los que hablaré más adelante, y de ahí las grandes líneas de una clasificación moral de los caracteres. Por otra parte, no hay hombre que no se encuentre comprendido en alguno de esos tres grupos.

He concluido con esa espantosa revista de las potencias antimorales que recuerda la de los príncipes de las tinieblas en el Pandemonium de Milton. Pero mi plan lo exigía: yo tenía que analizar estos aspectos sombríos de la naturaleza humana. En esto quizá se separa mi vía de la de todos los demás moralistas. Se parece a la de Dante, que en un principio conduce a los infiernos.

Cuando de esta manera se han contemplado de una ojeada las tendencias contrarias a la moralidad, se ve cuán dificil es resolver el problema de descubrir un motivo capaz de resistir a esos instintos arraigados con tanta fuerza en el hombre y de conducirnos en una vía completamente opuesta; o bien, si la experiencia nos presenta ejemplos de hombres empeñados en esta vla, lo dificil consiste en dar explícación de estos hechos de una manera satisfactoria y natural. Es tan penoso el problema, que para resolverlo en provecho de la humanidad tomada en masa, siempre tuvo que ayudarse con máquinas tomadas de otro mundo. Siempre se ha dirigido a dioses cuyos mandamientos y prohibiciones determinaban toda la conducta que había que seguir; dioses que, por otro lado, para apoyar tales órdenes, disponían de penas y de recompensas en otro mundo, al que nos transporta la muerte. Admitamos que pueda hacerse general un creencia de esta especie, como en efecto es posible si se imprime en espíritus aun muy tiernos; admitamos además la tesis, que no es fácil de sentar y que los hechos apenas justifican, de que semejante disciplina produzca los resultados que de ella se esperan. Todo lo que se conseguiría con esto sería hacer que las acciones de los hombres estuvieran conformes con la legalidad, y esto con independencia de los limites en que se encierran la policía y la justicia; pero todos saben muy bien que allí no habría nada semejante a lo que propiameme llamamos moralidad de las intenciones. Evidentemente, todo acto inspirado por motivos de este género, tendría su base en un puro egoísmo; porque, ¿qué desinterés puede existir cuando me encuentro solicitado por una promesa de recompensa que me seduce y una amenaza de castigo que me impulsa?

Si creo firmemente en una recompensa en otro mundo, ya no puede tratarse más que de venta jas a más larga fecha, pero con mejor garantía. Los pobres a quienes socorremos no dejan de prometernos para el otro mundo una recompensa que equivaldrá a mil veces nuestra limosna; hasta un avaro, después de esto, podría distribuir limosnas, muy persuadido de que al hacerlo se asegura una buena colocación, y que, en el otro mundo, resucitará en la piel de un Creso. Exhortaciones de esta clase pueden bastar para la masa del pueblo, y por eso las diversas religiones, esas metafísicas para uso del pueblo, se las repiten. Además, es de notar aquí que en algunas ocasiones nos engañamos tanto sobre los motivos de nuestros propios actos como sobre los de otro; as!, más de uno que para darse razón de sus actos más nobles no sabe invocar más que motivos del orden de que se trata, en realidad se decide por causas más elevadas y más puras, pero de las cuales es mucho más difícil darse cuenta, y realiza por amor al prójimo ciertos actos que no pueden explicarse sino por su sumisión a Dios. Pero aquí, como en todas partes, la filosofía busca la verdadera, la definitiva solución, la solución que se encuentra en la misma naturaleza del hombre, una solución independiente de toda forma mítica, de todo dogma religioso, de toda hipótesis trascendente, y quiere descubrirla en la experiencia, ya exterior, ya interior. Pero la cuestión actual es de orden filosófico. Tenemos, pues, que rechazar en absoluto toda solución subordinada a una fe religiosa, y si he recordado semejantes soluciones, es únicamente para poner de manifiesto toda la dificultad del problema.

 

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