Una apreciable señora llamada Dittmer, salió un domingo por la tarde a pasearse fuera de la ciudad, en un sitio adornado por una bella pradera. La acompañaba su hija María, joven de pocos años, vestida elegantemente de blanco, y cubierta su cabeza con un sombrero de paja. Era la hermosa estación de primavera, y se distinguía a lo lejos la pradera adornada de un alegre verdor y sombreada de flores:
—¡Qué bello azul y claridad nos muestra el cielo!—exclamó María.—¡Qué preciosa está la pradera con el verdor que la cubre y sembrada de flores blancas a la manera de estrellas! ¡Oh! me gustan mucho estas cosas. Es muy bueno todo lo que Dios ha criado.
Al mismo tiempo, María comenzó a coger algunas flores, añadiendo:—Ciertamente; su conformación es admirable. El círculo interior, es de un rico amarillo; y estas delicadas hojas blancas lo circuyen a la manera de rayos. Advierta usted, mamá: la punta de estas hojas está bañada de un bonito color de rosa; los botoncitos son a la vez blancos y verdes y redondeados como perlas Nosotras llamamos estas, flores del prado; pero todas las flores que nacen aquí pueden tener el mismo nombren Dígame usted, mamá: ¿sabe usted para éstas un nombre particular?
—Sí, hija mía,—contestó su madre:—se las llama flores de césped, porque todos los céspedes las tienen; flores de cada mes, porque apenas hay ningún mes del año que deje de producirlas, a menos que cubran la tierra los hielos o las nieves; flores de ganso, porque seguramente les servirán de alimento; y por último, flores de la modestia.
—He ahí un nombre que me gusta mucho,—dijo María.—Pero, ¿qué significa y por qué lo dan a esta flor?
—Tal vez no sabría yo misma explicártelo; pero creo que se designa así a estas flores porque bajo una apariencia sencilla y sin pretensiones, son muy agradables a la vista; y de esto modo nos enseñan a evitar un excesivo adorno en el vestido. Míralo, sino: estas florecillas no tienen más que el blanco y amarillo con un poquito de rosa, y sin embargo nos gastan, Tú también vistes de blanco, sombrero de paja amarilla y tintas azules, y esta sencillez te sienta mejor que los colores más brillantes. En todas tus cosas deseo que guardas la sencillez de tu vestido, y que seas una preciosa flor de modestia.
—Nosotros no tenemos en casa ninguna de estas flores,—contestó María;—¿quiere usted mamá, que coja algunas para trasplantarlas en nuestro jardín?
—¿Por qué no?—le dijo su madre:—también pueden ser de utilidad. Estas hojas verdes se comen a manera de ensalada; se mezclan a veces con espinacas, y sirven también para medicina. Tengo una amiga que sufría mucho de dolores en la lengua, y se curó con estas hojas: y así ves cómo juntan lo útil a lo agradable. ¡Ojalá que supiéramos hacer todas nosotras otro tanto!
El día siguiente volvió María; tomó algunas plantas de la bellorita, y las trasplantó con esmero y alineadas en el jardín, conforme su le indicó su madre: enseguida arregló la tierra alrededor, arrancó una por una las malas hierbas que hubieran podido perjudicar a sus plantaciones, y las regó todos los días que no había llovido.
Cuando aparecieron los botoncitos en las plantas y salieron las flores de su cobertera natural, quedó admirada María de haberlas encontrado más hermosas que nunca. ¡Oh!—exclamó corriendo a buscar a su madre;—venga usted; vdnga usted, y verá cómo han salido mis plantas tan hermosas. Venga usted, que están desconocidas. Mire usted, parece que sean de terciopelo recortado a pedacitos.
—Así es,—dijo la madre:—por esto cuando se presentan de este modo embellecidas, se las llama las flores de terciopelo. Ya ves, pues, cómo poniendo por nuestra parte algún cuidado, podemos mejorar y embellecer la planta que habíamos juzgado muy común en un principio.
Quedó tan encantarla María de semejante metamorfosis, que fue otra vez a buscar plantas en la pradera para cultivarlas en su jardín y las cultivó todavía con más asiduidad que las primeras. Entonces observó también un cambio singular: desapareció el círculo amarillo que había en el centro de la flor, y los pétalos blancos que la rodeaban tomaron toda suerte de colores; algunos quedaron aún tan blancos que parecían nieve: pero los demás tomaron un débil encarnado, de modo que desde lejos parecían rosas pequeñitas.
No menos admirada María esta vez que la primera, corrió desalada a encontrar a su madre y le dijo;—Venga usted y verá otra cosa nueva: creo que si continúo cultivan de estas plantas, van a darme un millón de flores diferentes.
—Muy posible sería,—contestó su madre;—porque también se la llama las mil florecitas: pero esto no es una cosa tan nueva como te parece. Muchos jardineros se han ocupado en obtener el mismo resultado, y han podido alcanzarlo; y así se ve, como con el trabajo y la perseverancia se puede perfeccionar todo cuanto existe en la naturaleza. Lo mismo que ves en tu pequeña plantación sucede con los árboles y los frutos: la mayor parte de esas llores que llaman tanto la atención en los jardines, traen su origen de la flor humilde de los campos; y las manzanas y las peras más sabrosas y buscadas, las producen los árboles que antes no daban otra cosa que frutos salvajes. De este modo recompensa Dios el trabajo del hombre, y éste se hace dueño de la naturaleza. Asimismo, por medio de una buena y entendida educación, podemos llegar a ser mejores de lo que actualmente somos. Lástima, por cierto, es que muchos niños se resisten aun más que estas pobres flores al cuidado que se toma para hacerles bien; y que una gran parte de ellos, por su aturdimiento, por su desobediencia y su altivez, inutilizan todo lo que se hace para educarlos perfectamente. Aprende pues, hija mía, a conocer cuánto vale la buena educación que yo procuro darte, a fin de que te sirva para tu perfección.
Las hermosas flores que había reunido María, se aumentaron cada día, y viéndolas tan grandes, tan robustas y tan hermosas, creyó la pobre niña que no era menester ya cuidarlas más, y las dejó sin ocuparse en trabajar en ellas. Grande fue su sorpresa, cuando vió que iban degenerando una tras otra, perder su brillantez, y reducidas al estado en que se encontraban cuando las cogió en la pradera.
—¡Qué triste cosa!,—dijo conmovida:—nunca hubiera creído que estas flores, que me dieron tanto gozo, me debían dar ahora tanta tristeza. Y preguntó luego a su madre cómo habían sufrido un cambio semejante.
—Es muy fácil de entender,—le dijo su madre:—has descuidado estas flores dejándolas al capricho de la tierra; no las has regado, ni les has quitado las malas hierbas que iban creciendo su alrededor; y por eso van volviendo a su manera antigua. Solamente con la solicitud y la constancia se conserva la belleza de las cosas, y cuando no fijamos en ellas toda nuestra atención, entonces se destruyen. Lo mismo sucede con nosotros. Puede ser muy buena la educación, y al poco tiempo experimenta sus efectos el que la ha recibido; pero al momento mismo en que la descuidan, degenera. Por esto no has de afligirte si te digo algunas veces que te faltan muchas cosas. Desde que plantaste estas flores en el jardín, te has hecho más alta y de mayor edad: y también tengo el consuelo de encontrarte más buena y más piadosa. Sin embargo, necesitas aun de mucho celo: procura estarme sumisa y obediente, si no quieres retroceder en tu perfección como estas flores.
A más de esto, hay también otra cosa que constituye en mucho el cambio que has notado en tu jardín. En este cuadro de céspedes cercanos, tú misma has visto nacer una multitud de flores muy comunes en los campos, y dicen los jardineros que semejantes flores absorben la lozanía de las que se cultivan con esmero, volviéndolas poco a poco a su primitivo estado. Esto debe advertirnos de que hemos de apartarnos de la comunicación con las personas malas y groseras, si no queremos hacernos con el tiempo como son ellas; porque la mala compañía corrompe los buenos sentimientos.
Ya ves, pues, mi amada María, cómo ha procurado el Señor darnos lecciones saludables, que nos serán de mucha utilidad, si queremos consultar a la naturaleza que nos las presenta, y observar lo que ella misma nos enseña.
Desde este día, empezó cultivar María las flores en el jardín, y a arrancar las malas hierbas que crecían a su lado; y tuvo el placer de ver que cada día se ponían más hermosas. Al mismo tiempo se empeñó en aprovechar para sí misma los consejos de su madre, a fin de no inutilizar con su ligereza los afanes que esa buena señora se tomaba para inclinarla bien; huyó de la compañía de las niñas mal educadas, y adquirió de este modo cada día más elevación de alma y gran número de virtudes, desarrollándose de una manera más prodigiosa que todas sus florecitas.
Entonces conoció con los sentimientos de la más viva gratitud, todo lo que se había practicado para darle una excelente educación; y cuando llegó el día de la fiesta de madre, la condujo a su pequeño jardín y le mostró la ofrenda que le hacía, presentándole en la tierra las letras de su nombre formadas con las flores de un hermoso terciopelo, mezcladas con las otras mil florecitas que se encontraban allí.
—Mi querida madre,—le dijo María:—más cuidado ha tenido usted de mí, que yo de estas pobres florecitas: ellas me han sido agradecidas; mas yo no sé cómo expresarle a usted mi gratitud. Permítame que le ofrezca este trabajo, en recompensa de las molestias que se ha tomado usted por mí.
La madre, sintiéndose dichosa con la modestia de su hija, le dijo de esta suerte:—Hija mía, es menester que estas flores lleven tu nombre.
—¡Oh! no,—respondió María:—vale más el de usted que ellas mismas han formado, y por esto yo les llamo Margaritas.
A pesar de todo, la madre continuó dando a la bellorita el nombre de flor de María; y su hija por otra parte, y con ella muchos otros, no la designaban más que con el nombre de su madre: «Margarita»
Cuentos nuevos. 1890. Ed. Carbonell y Esteva. Barcelona. |