Tiró el buril al suelo con ademán de loca desesperación, y dirigiéndose a la modelo, que continuaba aún de pie sobre la plataforma:
—Hemos terminado por hoy. Puedes retirarte.
La muchacha no se hizo repetir la orden, y corriendo a saltitos como los pájaros, el pelo suelto sobre la desnuda espalda, fuese a vestir detrás de un biombo, muy satisfecha con aquella determinación del maestro.
—Bueno, pues hasta mañana. Tempranito, ¿eh?
Eran las siete de la tarde y comenzaba a faltar luz en el estudio.
El pobre artista quedóse unos momentos parado delante de su obra, y golpeándose la cabeza con rabia, los ojos llenos de lágrimas:
—Decididamente yo no puedo decir como Andrés Chenier: «¡Aquí hay algo!»
Después, algo más tranquilo:
—Ha terminado mi vida artística. Estoy harto de luchar inútilmente. Me he convencido de que soy un pobre diablo. En el arte no debe haber términos medios: ó todo o nada. No creas que me hallo en una de esas malas horas de desanimación, que padecemos todos. Estoy tranquilo y sereno. Antes tenía una venda sobre los ojos que me impedía ver... Ahora veo claro. No quiero ser un cualquiera, un artista más. ¡Aspiro a la gloria! Y ya ves qué desgracia; ¡tengo la cabeza vacía!
Y con voz irritada, los ojos febriles, pálido, convulsionado, llena la cara de gestos.
—No tengo otro remedio sino retirarme a la vida privada. Me declaro vencido. ¡Qué diablo, todos no hemos de nacer genios!
Y amenazando al cielo con los puños:
—¡Pero ser impotente!...
No me fue posible calmarle. El pobre artista estaba bien convencido de su nulidad.
— ¡Bah! es inútil que trates de engañarme.
Y apretándome las manos nerviosamente:
—¡Gracios, amigo mío!
* * *
Pasó mucho tiempo sin que volviese a ver al pobre Alvarez. Acaso se habría marchado al extranjero a ocultar su derrota.
Y fue una gran satisfacción para mí el día aquel en que le hallé en el Retiro, llevando de la mano a un precioso chiquitín de unos tres años de edad.
—Sí; soy yo. Álvarez, el escultor. ¡Ah! Te extraña verme tan gordo y sanóte. ¡Qué quieres, chico, la buena vida! El arte me mataba... Ahora, ya ves, estoy fuerte como un roble.
Y sonriéndose, con voz que hacía temblar la emoción:
—Voy a enseñarte mi mejor obra.
Agarró el pequeño en brazos.
—Mi hijo... ¡Ya ves que soy un gran escultor!
Era aquel niño, en verdad, un admirable ejemplar humano. Recordaba a los ángeles de Murillo. Tenía el pelo rubio y rizado y los ojos azules. Reía...
—Sí, amigo mío—añadió Álvarez con tono de triunfo—la Naturaleza es superior al Arte.
Y besando a su hijo en los ojos:
—¡A ver si hay ahora quien se atreve a asegurar que yo no soy un gran artista!
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