Pocos hombrea podrán asegurar— y al decir estas palabras don Juan sonreía melancólico — que han sido amados, como lo he sido yo, con amor de verdad.
Las mujeres—¡oh, las conozco bien, todo lo que es posible conocerlas!— entienden el amor de un modo tan extraño... Con rendirse a nuestros requerimientos y hacernos entrega de una porción de su cuerpo ya creen... Y el amor es algo más que eso. De éxtasis divino lo calificó el poeta.
Yo he pasado mi vida de mujer en mujer, como la mariposa de flor en flor. El número de mis conquistas, si se sumaran, arrojaría un buen total. ¡Oh, la verdad que no puedo quejarme! A cambio de unas cuantas palabras de exaltación amorosa las pobres me han dado todo lo que me podían dar.
En mi fiesta, como en la de Tenorio, figuran mujeres de todas clases y categorías, «desde la princesa altiva», etc., y de todas los órdenes de la belleza; rubias, morenas, trigueñas...
Declaro que soy ecléctico en cuestiones de estética, que me gustan todas, todas en general.
Aquella mujer que me amó con amor de verdad, no era, desgraciadamente, una hermosura. Pero tenía los ojos más prodigiosamente bellos que he visto en mi vida. Eran como el sol, que deslumhraban, que cegaban con su luz, y tenían tal poder magnético de fascinación que rendían las más fuertes voluntades. ¿Cómo sufrir la mirada dominadora de aquellos ojos ardientes sin sentirse tocado de amor?
Diré a ustedes, para completar este esbozo de retrato, que Irene —que así se llamaba la protagonista de mi historia—era morena, muy morena, la boca grande, de labios pálidos, de pelo negro y abundante, el cuerpo chiquito, pero admirable de forma...
Considerada en conjunto, sin estudiar el detalle, podía calificársela entre esa clase de mujeres que sin ser bonitas son más que bonitas. ¡Oh, aquellos ojos, aquellos ojos negroa de Irene!
Y sin embargo, yo apenas si me fijaba en ella. ¡Pero qué idiotas somos a veces los galanteadores de oficie!
Por aquel entonces estaba yo dedicado a la conquista de una hermasísima rubia, mujer de tal magnificencia carnal, de tal exhuberancia de sexo, que hacía recordar a las Tres Gracias de Rubens, a las Tres Gracias juntas. Y aquella mujer era la hermana de Irene.
Alguna vez sentía fijos en mi, melancólicos y ardientes a a vez, loa ojos terribles de la muchacha.
—¡Demonio de chiquilla!—pensaba yo— ¿por qué me mirará de esa manera?
Alguna vez Irene me dirigía también la palabra con su voz triste y tenue, que semejaba un suspiro.
—¡Qué hermosa es Matilde! ¿verdad? (Matilde era su hermana). Comprendo que esté usted enamorado de ella. ¿Qué mujeres le gustan a usted más, las rubias ó las morenas? ¡Vaya una pregunta! dirá usted. Le ruego que me perdone mi curiosidad. Tengo el defecto de ser algo indiscreta.
Y mirándome fijamente para mejor abrasarme con el fuego de sus ojos:
—¿Las rubias o las morenas?
Yo la contestaba galante:
—En secreto: las morenas.
Coloreada de rubor, Irene me miraba agradecida.
—Yo quisiera ser como mi hermana, tan hermosa como mi hermana. Pero la Naturaleza no ha querido favorecerme como a ella. Sin embargo, yo no creo ser del todo fea. Alguna vez me miro por curiosidad al espejo—yo soy muy poco coqueta— y no suelo encontrarme del todo mal. ¿Se ha fijado usted en mis ojos?—y al decir esto, Irene me asaeteaba con sus miradas terribles.— Alguien que me hace el amor, y al que no hago caso, dice de ellos que son negros y profundos como abismos». Tampoco creo que mi cuerpo esté por completo falto de atractivos. Mire usted que pie tan chiquitín tengo—y se alzaba atrevidamente la falda para enseñarme la monería de sus piececillos, tan exageradamente pequeños, que podía abarcarse a los dos con un solo beso.—Vea usted mis manos, de las que dice ese muchacho que me hace el amor «que son dignas de una reina».
Pero yo estaba loco y no hacía caso de las adorables coqueterías de la pobre Irene.
iDecidídamente los galanteadores de oficio somos unos perfectos idiotas!
La conquista de Matilde—la rubia que por la esplendidez de sus formas hacía recordar a as tres Gracias de Rubens, a las tres Gracias juntas— era cosa hecha. ¡Una más que aumentar a mi lista amorosa!
A fuerza de ruegos había conseguido de ella que me concediera una cita en sus habitaciones pasadas las doce de la noche. Así como Irene era toda espíritu, Matilde era toda carne. ¡Y yo la había hecho perder el poco juicio que tenía con mis mentidas palabras de amor!
Llegó al fin—todo llega en este mundo, todo lo que ha de ser es—el día y la hora de la cita. Un poco emocionado — yo he sido siempre algo sensible—me dirigí a as habitaciones de mi enamorada.
—iAl fin cayó! ¡Phis! ¡phis! Era de esperar. La fruta estaba madura. He tenido la suerte de llegar a tiempo... Y la muchacha como bonita es bonita...
Así monologaba yo, frivola y alegremente, al llegar a la alcoba de Matilde. Iba a hacer la señal convenida— tres golpes discretos en la puerta— cuando del fondo obscuro del pasillo surgió una sombra de mujer que avanzó hasta mí resuelta y me detuvo por un brazo.
—¡Silencio! Soy yo, que he venido siguiéndole.
—¿Irene?
—Sí, Irene... Iba usted al cuarto de mi hermana, ¿verdad? No puede usted negarlo. ¿A sorprenderla? ¿Citado por ella? ¡Igual dá! De todos modos he llegado a tiempo de que cometa usted una infamia.
Hablaba indignada, apretándome el brazo con fuerza nerviosa.
—Nunca lo hubiera creído en usted. ¡Dios mío, qué tristeza de vida! ¡Todos iguales! ¡Qué hombres! ¡Y yo que le juzgaba a usted distinto a os demáb! .. ¡Qué decepcióc! ¡Digo que me dá usted horror!
Y de pronto, variando de tono, con voz enérgica:
—Voy a decirle la verdad... El hecho es que estoy algo enamorada de usted... He venido siguiéndole impulsada por los celos. ¡Mi hermana! ¿Qué me importa mi hermana? La odio porque es la causante de mi desgracia. Sin ella acaso usted... ¡Oh! ¿verdad que no le parezco á usted tan fea?
Un poco desconcertado — yo no pierdo nunca del todo la serenidad— solo se me ocurrió decirle:
—¡Silencio, pueden oírnos!
—¿Y qué me importa que nos oigan? —gritó Irene.—Estoy decidida á todo.
Y después de una pausa:
—Ya sabe usted que hace días estoy enferma. Tóqueme usted las manos. Están ardiendo, ¿verdad? Es el fuego de la fiebre. Esta noche, como todas las noches, estaba desvelada, sin poder dormirme, pensando en usted... De pronto, oí una voz que venía no sé de dónde y que me decía: «Tu amado acaba de llegar». Salté de la cama y me encaminé instintivamente aquí. La voz misteriosa no me había engañado. Tanta prisa tenía por llegar que he venido medio desnuda. Gracias a que con la obscuridad no puede usted verme... ¡Y tengo frío, mucho frío!
Hizo otra pausa, y después añadió con voz dolorida:
—No quiero detenerle... ¿Con qué derecho? Entre usted... Mi hermana le espera. Perdóneme si le he molestado... ¡Adiós! ¡Que sea usted feliz! ¡Adiós para siempre!
Conmovido ante tanta generosidad, la eché los brazos al cuello y uní mi boca a la suya... Yo no sé el tiempo que duró nuestro éxtasis. De pronto sentí que el cuerpo de Irene se desplomaba, rendido y sin fuerzas... Creí que se habría desmayado y la conduje en mis brazos á su habitación. Y cumplido este piadoso deber de caridad, me dirigí, fiel a mi palabra, al cuarto de Matilde, que ya debía de estar esperándome impaciente.
***
Irene no volvió a a vida después de su desmayo. ¡Mis besos la habían matado! «Murió de amor la desdichada Elvira,» que dijo el poeta. Por eso les decía a ustedes—y don Juan volvió á sonreír melancólico— que yo había tenido la desgracia de ser amado con amor de verdad.
Y después de una pausa:
—¡Ah, la pobre Irene! ;Nunca me consolaré de su muerte!
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