I
iParóse delante del espejo, irguió su esbelto cuerpo, y con adorable atolondramiento, meneando su rubia cabecita, exclamó satisfecha:
—No estoy del todo mal esta noche.
Luego, variando de tono, dirigióse al joven que la acompañaba, y mirándolo amorosamente:
—Voy a vestirme en seguida... Cuestión de momentos. Sí, no te sonrías, cuestión de momentos. Ya sé yo que las mujeres tenemos fama de eternizarnos en el tocador; pero por lo que a mí respecta, niego ese aserto en absoluto.
Y unos minutos después apareció vestida con un elegante dominó negro, guarnecido de blancos encajes.
—Mira, ya estoy vestida. Ahora sólo me falta ponerme la careta. Esa me la pondrás tú... ¡Oh, qué contenta estoy! Si vieras... hace tiempo que tenía empeño en asistir a un baile de máscaras, y nunca me había sido posible; siempre había tropezado con obstáculos insuperables, y al fin hoy, gracias a tí, voy a realizar mis deseos... ¡Qué bueno eres!
Y después de una pausa:
—¡Si te digo que se me presentan hoy las cosas mejor que quiero! Ya ves, la oportunidad del viaje de mi marido.
Esta tarde pidió permiso para verme, y después de enterarse del estado de mi salud me comunicó la fausta nueva: «Un asunto de familia, una tía enferma... cuestión de pocos días... Y con un frío apretón de manos: Hasta la vuelta, querida.»
A la hora fijada para su marcha me he asomado al balcón—porque ya sabes que soy muy precavida,—y he visto cargar sus maletas y he oído que decía al cochero: « A la estación del Norte.»
Y entonces me he tranquilizado y te he escrito que vinieras.
—Sí, y aquí tengo la carta en que me comunicas tan agradables nuevas.
Y con verdadera complacencia desdobló un papelito perfumado, con iniciales entrelazadas, escrito con letra clara y menuda, en el que se leía:
«Arturo mío: Mi marido se ha marchado de viaje. Ven a verme en seguida, esta misma noche.—Adiós, monseñor.»
—¡Muy bien, caballero! Veo que es usted digno de mis favores. ¡Oh, pero estamos perdiendo un tiempo precioso! Voy por tu dominó.
Bueno, ¿estás ya? Pues yo también. Dame el brazo.
Y ahuecando la voz y contoneándose graciosamente:
—¿A que no me conoces?
Y aproximando su húmeda boca a la oreja de Arturo:
—¡Qué buena pareja hacemos!
II
—¡Oh, mi querido amigo, si vieras qué contenta estoy! Esta escapatoria me recuerda los días de fiesta de mi época de colegiala. ¡Qué días aquellos! Entonces encontraba tan agradable la vida... Y ahora... Pero no hablemos de cosas tristes. ¿Bailamos un poco?
Después, fatigados por la danza, pasearon un rato por el salón.
—Mira, Arturo, esa máscara, ¿de qué va vestida? ¿De charra? ¡Oh, que bien está! ¿Y esa otra?... Mira, mira a D. Juan Tenorio del brazo del Comendador y a Quevedo con una dueña. ¡Pues y ese bebé persiguiendo a una ama de cría! ¡Y esa mujer, vestida de estudiante, que ostenta en su tricornio este significativo letrero: «Tuna de las más tunas»...
Dieron las cuatro.
—¿Vámonos a casa?
—Como quieras.
III
La doncella salió apresurada al encuentro de su señora.
—El señor ha perdido el tren.
—¡Oh, qué fastidio!
Y enviando a Arturo un beso con ademán adorable de despique:
—Ya lo oyes... ¡Paciencia!
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