I
...—¡Si yo te olvidara!...—le echó los brazos al cuello, y bajando la voz—merecería... ¡no sé! los males más terribles que pueda concebir el odio; las penas del infierno... ¡todos los horrores imaginables!...
Él no la dejó acabar, y le tapó la boca con una de sus manos.
—Mira, yo no sé si me engañas; yo no sé si me mientes... Pero te creo; pero tengo necesidad de creerte... Dentro de unas horas ya no te tendré a mi lado, ya no podré ni oirte ni verte, alma mía; ¡dime tú si hay desgracia comparable a ésta! Nuestra separación será larga... ¡Júrame nuevamente, por lo que más ames, que no me olvidarás! Tengo necesidad para vivir de creer en tí... ¡Si tú supieras lo que te quiero! ¡Más que a mi madre! Te juro que me moriría si llegases a olvidarme, que me moriría...
Y ahogado por la emoción, se arrojó sollozando en los brazos de Hortensia.
—¡Pero por qué te amaré tanto!
Ella también se echó a llorar.
—¡Tuya, te juro que seré tuya!
—¡Júralo por tu madre!
—¡Por mi madre! ¡Tuya! ¡Amor mío, esposo mío, dure lo que dure tu ausencia, prometo aguardarte!
Él entonces la miró a los ojos.
—¡Creo en tí!
Y obsesos por el dolor, atontados, se dieron el último adiós.
II
Dos años después volvió a verla en casa de la duquesa de X.
Hacía tres meses nada más que Hortensia se había casado.
Uno de esos amigos de ocasión, tan útiles en ciertos casos, se ofreció a presentársela.
—Verá usted, una mujer muy amable, muy discreta...
Al verse enfrente de ella, el desgraciado sintió flaquear sus piernas y creyó que iba a caer al suelo.
Hortensia le tendió la mano alegremente.
—¡Pero si somos amigos antiguos, si nos conocemos hace bastante tiempo!
Y con perfecta tranquilidad, añadió:
—Deme usted el brazo y daremos una vuelta por el salón. ¡Oh, tenemos que hablar mucho!
El mísero, atontado, no sabía qué contestar. Sintió tentaciones de agarrarla por el cuello y ahogarla.
Pero Hortensia continuaba impasible, sonriéndose.
— ¡Vamos! Deme usted el brazo. ¡Si viera cuántas cosas tengo que contarle!
Y luego, bajando la voz:
—Yo no olvido mis promesas, y sé que estoy en deuda contigo hace bastante tiempo.
Él, estupefacto, no sabía que responderle.
—¡Miserable!
Pero ella, sin desconcertarse, murmuró en su oído una sola palabra:
—¡Tuya!
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