Era un grupo extraño. El asesino, con la cabeza baja, doblada, caminaba lentamente, como a remolque, con ganas de no llegar nunca al término del camino; llevaba las manos atadas, las ropas en desorden, y en los ojos la fijeza del que mira sin darse cuenta de lo que ve...
A su lado, graves y satisfechos, marchaban dos guardias de orden público. Detrás, el abigarrado montón de curiosos, indispensable en todo espectáculo, formado de mujeres y hombres de fisonomía intranquila y recelosa.
Algunas mujeres, algo separadas del grupo, corrían jadeantes, llevando de la mano a sus pequeñuelos. Un perro aullaba lúgubre y obstinadamente.
¡Por fin! Acababan de llegar a las puertas de la cárcel.
Antes de entrar en el sombrío edificio que le serviría de morada quién sabe para cuanto tiempo, el detenido quiso mirar por última vez el cielo, teñido fuertemente de azul, y saludar con verdadera angustia, con la angustia de la desesperación, en una mirada suprema, a todo aquello que iba a perder dentro de algunos momentos, a la vida libre, al mundo, que quedaba allí fuera, y al que tenía que renunciar quizás para siempre...
Una anciana de cabellos blancos, tostada por el sol y arrugada por los años, que gemía desconsoladamente, confundida entre el montón de curiosos, se echó en brazos del infortunado antes que los guardias pudieran detenerla.
Una voz surgió del grupo: «Es su madre, pobrecilla, déjenla ustedes que la abrace»; pero los representantes de la autoridad, implacables, convencidos de su deber, los separaron brutalmente.
No, no se le debían guardar consideraciones de ninguna especie a estos bárbaros asesinos.
Después de esta escena, le entraron en la cárcel y la mujer, la madre, cayó desmayada al suelo profiriendo una maldición.
* * *
—Yo he presenciado el crimen cometido por ese desdichado—me dijo uno de los circunstantes.
Y me contó la siguiente historia:
—Anomalías de la vida. Ese hombre que acaba de entrar en la cárcel es un hombre honrado. Y, sin embargo, es también el trágico autor de un asesinato. Juzgue usted los hechos.
En celebración de ser día de fiesta, el protagonista de esta historia fue a almorzar esta mañana al campo en compañía de su novia y de varios amigos. No tenía la costumbre de beber y bebió, a instancias de sus compañeros, hasta emborracharse. Pero el desgraciado tenía lo que los bebedores llaman mal vino. Su novia—¡la más mala hembra que haya parido madre!—se negó a bailar con él pretextando que estaba ebrio. Entonces se cruzaron entre ambos algunas frases duras y quedaron en no volverse a hablar más. Pero al regreso el desgraciado se acercó nuevamente a su novia: «Pero mujer, ¿no me quieres ya?»—«No—le contestó ella,—ni te he querido nunca; ahora mi novio es ese,» y le señaló a uno de los hombres que formaban parte de la comitiva. Entonces el mísero, sin decirla palabra, se separó bruscamente de ella, y dirigiéndose a su rival: «Toma este encargo de parte de tu novia.» Y le dió de puñaladas.
El amor y el vino cuando se suben a la cabeza llevan al cerebro gérmenes de locura. Así es que no hay hombre enamorado que no corra el riesgo de convertirse en asesino...
Y esta es, en síntesis, la historia.
Habíamos llegado a la calle de San Bernardo.
—Mire usted, mire usted—me dijo de pronto mi acompañante,—por ahí va la novia del infortunado, ¡la más mala hembra que haya parido madre!
Sí, allá iba la causante del crimen, la cabeza erguida, la boca llena de risa, mirando procaz y lascivamente a los transeúntes.
Me sentí indignado. Por un momento tuve intenciones de gritar: «¡Detened a esa mujer que acaba de perder a dos hombres!»
Pero me contenté con enseñarle los puños.
—¡Ah, bestia inconsciente!
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