LA SEÑORA MARQUESA DE ***
—Oh, cuán frágil de memoria es usted, señora marquesa! He pasado toda la noche delante de usted, como una interrogación viva, y usted ni siquiera se ha dignado reconocerme... En los dos años que hace que no nos vemos he debido de cambiar mucho.
Y sin embargo, señora, yo soy el mismo de siempre. Sí, yo soy aquel a quien usted juraba amar toda la vida.
No, yo no puedo creer que haya usted olvidado tan pronto aquella nuestra primera cita de amor.
Sí, acuérdese usted, señora; haga usted ¡por Dios! un poco de memoria.
Yo la aguardaba a poca distancia de su casa. Tomamos un coche. Usted estaba muy intranquila, muy nerviosa. De vez en cuando decía usted, como si hablara consigo misma: «¡Qué imprudencia! ¡Qué imprudencia!»
¡Oh, estaba usted muy asustada!
En cada transeunte creía usted reconocer a su marido, y a mis palabras de amor respondía con simples monosílabos.
Cuando entramos en la Castellana comenzó usted a tranquilizarse. En todo el largo paseo no encontramos un alma.
Ya creía segura la victoria cuando de repente lanzó usted un grito de terror. ¿Qué le ocurría? ¡Ah, una gran desgracia! Se le había perdido el pañuelo. Y era preciso encontrarlo a toda costa, porque aquel pañuelo podía comprometerla.
Entonces yo, para tranquilizarla, me dediqué a su busca y captura. Pero el maldito no parecía por ninguna parte.
Recuerdo que, tanteando el suelo del coche, mis manos fueron a tropezar inconscientes con los pies de usted. Recuerdo también que le hice observar que tenía desatadas las cintas de los zapatos. Pero usted protestó: «¡Si he traído botas!»
Encendí una cerilla para saber a qué atenerme. ¡Oh, qué bonita estaba usted en aquellos momentos!
Al verme a sus pies, contemplándola extasiado, se echó usted a reir con verdadera alegría.
—«¡Parece usted un perro!»
De pronto, y cuando estaba más absorto en mis pesquisas, dió usted un grito de júbilo.
—«Aquí está; ya pareció; lo tenía en el belilo... ¡Qué distraída soy!...»
Desde el encuentro del pañuelo todo marchó a las mil maravillas. Sí, señora marquesa; no me había engañado en mis imaginaciones; era usted la mujer cariñosa y apasionada que yo había soñado.
Y al regreso de nuestra expedición, al estrecharnos las manos por última vez, acuérdese usted, señora, de la promesa que me formuló:
—«Yo no te olvidaré nunca, ¡nunca!»
* * *
Y he aquí, señora, que al cabo de dos años volvemos a vernos, y no se digna usted siquiera fijar sus ojos en mí.
Mientras hago estas dolorosas reflexiones, usted charla que charla con un antipático jovenzuelo, sin preocuparse ni poco ni mucho de mi humilde persona.
¿De qué habla usted, señora? ¿Puede saberse? ¿Por qué se ríe usted de esa manera y se tapa la cara con el abanico?
En este momento acaba usted de dejar caer su pañuelo.
El jovencito se apresura a recogerlo y a devolvérselo, no sin retenerlo un momento entre sus manos.
Usted se sonríe complacida.
Ahora hablan ustedes en voz baja, muy cerca el uno del otro... Si, ya sé lo que le dirá usted a ese desgraciado:
—«Yo no te olvidaré nunca, ¡nunca!»
¡Ah, señora marquesa, usted volverá a recorrer en coche el paseo de la Castellana!
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