—¡No mientas! ¡No me engañes! El fuego se ha extinguido; no queda del incendio más que cenizas... ¡Ay, insensata de mí, que he creído en la inmortalidad del amor!
Se echó a llorar; pero de pronto se puso en pie, con los ojos secos, en actitud resuelta.
—Hablemos claro.
Y como él tratase de cogerle las manos y de volverla a sentar a su lado:
—¡Si te digo que estoy decidida a saber la verdad! No... no me interrumpas... ¡Si no me conformo con una de esas explicaciones que tan hábilmente, con tanta facilidad, inventáis los hombres. ¡Ah! conozco el sistema. Unas cuantas palabras apasionadas, unas cuantas caricias, ¡y adiós resentimientos, y adiós enojo! No hay mujer que no se convenza con tales argumentos. ¡Pero yo no, yo no quiero ser enganada por más tiempo! ¡Basta ya de fingimientos, basta ya de comedia! Planteemos el problema. Habla, explícate, sepa yo a qué atenerme.
Uno y otro se miraron fríamente, sin hablar palabra, estudiándose.
—Vamos, sé franca; quieres que terminemos, ¿no es eso?
Ella no contestó al pronto y golpeó el suelo con su sombrilla, indecisa, sin saber qué determinar.
—Comprendo que estés cansada—insistió él—no impunemente se hace lo que nosotros hemos hecho... Nos hemos querido demasiado... Pero al fin ha cedido la fiebre... Somos dos locos que recobran la razón...
Ella, muy pálida, asintió con la cabeza.
—Ahora ya podemos reflexionar...—hizo una pausa.—Sí... es preciso concluir, es preciso...
Y dominado de repente por violento acceso pasional, la cogió entre sus brazos y la besó en la boca.
—¡Pero por qué, pero por qué!
Ella se dejó acariciar sin oponer resistencia, conmovida por la excitación amorosa del mísero.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Pero deshaciéndose de pronto de los brazos de su amante, se puso de nuevo en pie, tranquila, decidida, brillándole en los ojos la energía de las grandes resoluciones.
—No... no hagamos locuras... Seamos formales. Mira, voy a decirte la verdad... Yo continúo queriéndote... Pero comprendo que es preciso concluir. Mi marido... ¡Oh! ya sé yo que el amor es una fuerza poderosa que destruye todos los falsos convencionalismos sociales... Pero yo soy una pobre mujer, débil, sin carácter... ¡Perdóname!... Y además, que comprendo... ¡Si te digo que no hay sentimiento que no se gaste, que sea eterno!
Ahora, era él el que asentía con la cabeza, sin fuerzas ya para protestar.
—¡Tienes razón!
Le pareció que allá en su pecho se había desmoronado algo.
—¡Adiós!
Estuvieron con las manos cogidas largo rato, ya en pie los dos, al lado de la puerta, sin atreverse a separarse.
—Adiós... Perdóname.
Se asomó al balcón para verla partir.
La pérfida caminaba muy aprisa, con ganas de alejarse pronto, y ya en la esquina de la calle volvió la cabeza instintivamente para despedirse, y le saludó con la mano.
Tuvo intenciones de llamarla.
Le pareció que aquella mujer que se iba para siempre, ¡ay! para no volver más, era su juventud que desaparecía, que se alejaba también.
Suspiró con angustia.
—¡Adiós! |