Encontré esta carta en un libro viejo que compré no recuerdo dónde.
Y como creo que la tal epístola merece ser leída, me permito reproducirla, y que su autor, si por casualidad leyere estas líneas, me perdone la indiscreción.
«Proyecto de carta que escribiré algún día, si tengo valor para ello:
Usted no me conoce bien, señora; yo tengo el valor de las grandes cosas y el miedo de las pequeñas. Por eso soy yo, y no usted, quien se atreve a escribir esta carta.
Escúcheme usted... (En estos momentos, yo que acabo de concederme patente de valentía, tiemblo de pavor y me dan tentaciones de romper esta epístola aun antes de concluirla.)
Pero no, escúcheme usted, señora; es preciso que siquiera una vez—¡una vez sola!—hablemos lealmente y salgan de nuestros labios palabras de verdad.
¿A qué continuar engañándonos? Sí; tengamos el bárbaro valor de la sinceridad. ¡A ver si me atrevo a escribirlo! ¡Ánimo! ¡Ea, ya está dicho! ¡Señora, hemos dejado de querernos!
Nuestro amor comenzó como comienzan todos, en un beso, y acaba como acaban todos, en un bostezo.
¿Se acuerda usted todavía de la noche en que nos dimos cuenta de nuestro enamoramiento?
Fue en casa de la duquesa de X... ¡Gran fiesta la que en obsequio a sus numerosos amigos dió la noble dama!
Yo fui durante toda la noche la pareja obligada de usted, y ya a última hora bajamos al jardín a respirar el aire fresco de la madrugada, huyendo instintivamente de la concurrencia.
El jardín estaba casi solo. Tal o cual pareja más o menos amorosa, y pare usted de contar.
Nosotros fuimos a buscar refugio en un elegante cenador, donde, según malas lenguas, solía la duquesa dar cita a sus amantes, en las noches calurosas de verano.
Nos sentamos el uno al lado del otro, sin hablar palabra, algo intranquilos por la emoción.
Yo estaba en aquellos momentos completamente loco. Sí, aquella fue una brutalidad, lo confieso. De pronto, sin poder contenerme, en un acceso furioso de deseos, la estreché a usted entre mis brazos y la besé frenético en la boca...
¡Dios mío, qué delicioso momento aquél, y con qué satisfacción lo recuerdo aún, a pesar del tiempo transcurrido!
Usted, indignada, se puso en pie.—¡Caballero!—Yo al pronto no supe qué decir:—¡Señora!—Y debía de revelar en mi actitud tanta confusión, tanto espanto, que usted no pudo menos de sonreírse. Entonces yo, aprovechándome de aquel momento de debilidad, le cogí a usted una mano que lleve a mis labios.
—Sí, ya sé que no merezco perdón... ¡Soy un miserable! Pero estaba loco, pero estoy loco... No soy, pues, responsable de mis actos. Ni sé lo que he hecho, ni sé lo que me digo. ¡Perdóneme usted!
Iba a arrodillarme a sus pies, pero usted me contuvo con un ademán.—¡Imprudente! ¡Podrían habernos visto!—Y volvió usted a sonreírse. ¡La batalla estaba ganada!
¡Qué felices fuimos desde aquella noche! ¿Se acuerda usted, señora? Pero después... ¡Oh mezquindad del amor humano!—Después... Pero ¿á qué hablar de estas tristezas? Sí, hemos llegado a cansarnos el uno del otro, y en la pira de nuestro amor ya no hay más que cenizas.
La otra noche, después de un acceso de pasión, vi que contraía usted su graciosa boquita con la mueca de un bostezo. Y yo, desesperado... ¡bostecé también!
En aquel momento trágico comprendi que todo había terminado entro nosotros.
Dimos vida a nuestro amor en un beso, y le matamos en un bostezo. El triste fin de todos los amores, de que le hablaba a usted antes.
Y por eso ha llegado el momento de la separación—¡momento cruel!—y le escribo a usted esta carta.
Sí, ya le decía a usted que yo tengo el valor de las grandes cosas y el miedo de las pequeñas.»
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