Dicen que la Naturaleza no se repite jamás, no da a la vida dos seres iguales, que todos los hombres son distintos entre sí. ¡No crea usted semejante absurdo!
Yo no soy un tipo vulgar, yo no soy un cualquiera, yo tengo personalidad propia, y sin embargo...
Tal como soy físicamente, tal como soy en conjunto y en detalle, ha habido un hombre en el mundo. Dijérase otro yo. Una gota de agua y otra gota de agua. Quien le viera y me viera tenía derecho a dudar de mi madre.
Míreme usted bien, ligeramente, atentamente... ¿Ve usted estos ojillos azules, de párpados abombados y mirar centelleante? ¿Ve usted esta gran nariz de loro, corva y puntiaguda, atrevidamente inclinada hacia la izquierda? ¿Ve usted este pelo rojo, y esta barba rala, y esta tez pecosa? Pues los mismos ojos y la misma nariz y el mismo pelo y la misma barba que yo tenía aquel demonio de hombre.
Pero hay más: le digo a usted que la identidad era completa. Fíjese usted en esta cicatriz que parte en dos mi frente. Pues otra de igual forma y tamaño y en igual sitio tenía aquel miserable.
Y cojeaba como yo del pie derecho, y le faltaba como a mí el dedo pulgar de la mano izquierda...
¡Otro yo, le digo a usted que otro yo!
¡Mi mismo modo de reír estridente, mi mismo modo de hablar gangoso, mi mismo modo de accionar violento, mis mismos gestos extravagantes!...
Y se llamaba como yo, Juan; y tenía el mismo apellido que yo, Expósito; y había nacido en el mismo día y en el mismo mes y el mismo año que yo, el 14 de octubre de 1864.
Él no tenía familia; yo tampoco. Eramos en todo iguales. Pero pensábamos y sentíamos de distinta manera. El era... como era, y yo soy... como soy.
Ya le he dicho a usted: en lo físico, una gota de agua y otra gota de agua; en lo moral, él tenia su corazón y yo el mío.
***
Voy a contarle a usted cómo conocí a mi hombre. Hará del suceso unos cuatro años. Iba yo una noche, ya de retirada, camino de mi casa, y al doblar la esquina de la calle de Peligros me di de manos a bocas con él.
—¡Animal!
—¡Bárbaro!
—¿Pero dónde lleva usted los ojos?
Y al levantar el bastón para agredir al insolente quedé estupefacto.
—¡Pero esa cara es la mía!
—¡Pero usted es tan feo como yo!
—¡Caballero!
—¡Señor mío!
—¡Debo advertirle a usted que solo en Carnaval está permitido disfrazarse!
—¡El que va disfrazado es usted!
Y como la polémica se hacía interminable, le cogí violentamente de un brazo y le llevé arrastrando hasta el farol más próximo.
¡Quedé estupefacto! Aquel hombre era otro yo; era yo mismo.
—¡Pero esto no puede ser!
—No, señor, no puede ser.
—¡Debo de estar loco!
—¡Debo de estar borracho!
Decidimos, para aclarar la cuestión, entrar en el café de Fornos. Yo estaba resuelto a llevar a aquel farsante al Juzgado de guardia, por usurpación de personalidad, si no me satisfacían sus explicaciones.
***
A la octava copa de cognac mi otro yo me contó su historia, una historia vulgar y triste, la eterna historia de «Pedro, Juan, Francisco, etcétera».
La borrachera nos dio por reír.
—¡Ja, ja! ¡Caso más gracioso!
—¡Pero si somos absolutamente iguales!
—¡Una broma de mamá Naturaleza!
—¡Una broma de papá el Destino!
De pronto mi homogéneo se tornó grave.
—Hermano—me dijo -tu vida y la mía son obra del Misterio. ¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo? Acaso una misma madre nos trajo al mundo, acaso somos fruto de un mismo vientre impuro. La Casualidad, gran auxiliar del Misterio, nos ha reunido. No nos separemos ya más. Yo seré, si quieres, y aunque no quieras, de ahora en adelante, tu amigo, tu hermano... Yo no he amado a nadie. Necesito a alguien a quien querer... Toma mi mano... ¡Así! ¡Estréchamela con fuerza! ¿Amigos para siempre? ¡Hermano, hermano, que sea la Felicidad y no la Desgracia quien nos ha reunido esta noche!
***
¡Sí, hermano! ¡Valiente farsante! ¡Vaya un modo de entender la fraternidad que tenía aquel canalla!
Créame usted, caballero, desde la funesta noche en que conocí a ese hombre, yo no he vuelto a gozar un solo momento de tranquilidad.
Mi otro yo se vino a vivir conmigo, a mi casa, en mi compañía, como si efectivamente fuéramos hermanos. Y todo lo que era mío, todo lo que era de mi propiedad, pasó a ser suyo: mis muebles, mis libros, mis ropas, mis alhajas, mi dinero...
¡Y si hubiera sido eso solo! El miserable, usurpando mi personalidad, cometió toda clase de abusos y desmanes, poniéndome más de una vez en trance de ir a la cárcel o quizá a presidio.
Y ahora permítame usted que le haga una declaración, una declaración importante. Aquí donde usted me ve, yo he sentido un gran horror hacia las mujeres. Siempre que he podido huir de ellas, he huido. Es un sistema que le recomiendo. Da muy buenos resultados.
¡Ay, amigo mío! Pero conocí a Regina—¡y esta vez si que no pude huir! —y al conocer a Regina conocí al amor.
Nunca mujer alguna ha ejercido tan poderosa influencia sobre un hombre. Dejé de ser; mi cerebro y mi corazón fueron suyos; dejé de ser; yo no pensaba sino lo que ella; yo no sentía sino lo que ella... Uno de tantos casos de anulación por amor como se ven en la vida.
¡Y mi hermano se enamoró también de Regina! Era lo lógico ¿verdad? ¿Todo lo mió no era suyo? ¡Pues entonces!...
Decidido a asesinarle le interrogué una noche.
—¡Miserable! ¿Vas a robarme también el amor de esa mujer?
Mi otro yo, quizás por miedo, se arrojó a mis pies gimoteando.
—Perdóname, hermano... Estaba loco, estoy loco... Ya veo que somos incompatibles. La fatalidad se ha empeñado en separarnos. Tú o yo sobramos en el mundo—suspiró, y vi que sus ojos se llenaban de lágrimas.— Nada temas de mí... sabré cumplir mi deber, sabré sacrificarme... ¡Regina!...— y al pronunciar este nombre el misero rompió a llorar desesperado. - ¡Tú no sabes lo que la amo!
—iNo tanto como yo! —le repliqué furioso.
—¡Calla! ¡Qué sabes tú de eso!—siguió el miserable.—¡Oh, esa mujer! — dejó de hablar, ahogado por los sollozos.— ¡Esa mujer! ¡Yo no sé qué daria por poseerla! Pero no temas, hermano: sabré cumplir con mi deber. Déjame que te abrace. ¡Ya no volveremos a vernos máa en la vida! ¡Me voy para no volver! Perdóname todo el mal que te hecho... Ya sé que he sido ingrato y desleal contigo. ¡Perdóname! Un abrazo. ¡Que la hagas feliz! ¡Adiós, hasta que nos volvamos a ver en la otra vida, si hay otra vida después que ésta!
Me dejé abrazar sin contestarle palabra.
—Dame tu revólver.
Se lo di.
— ¡Adiós, hermano, que la hagas feliz!
***
Con la fuga de mi otro yo volvió la tranquilidad a mi espíritu y por espacio de algunos meses fui feliz en el amor de Regina.
Y llegó al fin el dia, ¡tan ansiado! en que adquirí el derecho de que aquella mujer fuese mía.
Imagínese usted de mi emoción al dirigirme a la alcoba donde me esperaba, anhelante, la esposa de mi alma. ¡Oh, qué dulce embriaguez la de aquellos momentos!
Abrí, temblando, la puerta del santuario.
—¡Regina! ¡Regina!—grité, sin gritar.— ¡Soy yo!
Abrí la puerta y di luz. Imagínese usted mi asombro y mi indignación. Mi mujer no estaba sola. Con ella había un hombre. ¡Mi hermano!
—Sí, soy yo—me dijo — que he usurpado una vez más tu personalidad y he ocupado tu puesto en la fosa nupcial.
— ¡Caín!
—¡Sí que lo soy, y por eso después de poseerla la he matado para que no fuera de nadie más que de mí!
Le cogí por el cuello.
—¡Miserable!
— ¡Mía! ¡Solo mía!
***
Después... después, no sé lo que pasó. El hecho es que me han declarado loco y me han traído a este manicomio. |