Diez minutos no más tardaría Manuela en recorrer la distancia que media entre la Montaña del Principe Pío y la calle de la Cava.
Alguna patrulla de mamelucos, al ver a aquella mujer manchada de sangre, las ropas destrozadas, el cabello suelto sobre la espalda, como una bandera negra, los ojos de espanto, que corría y corría furiosa, dispararon sobre ella sus fusiles.
Manuela, sin volver la cabeza, seguía su carrera loca, y contestaba a las descargas con furiosas imprecaciones.
— ¡Cochinos! ¡Cobardes! ¡Franchutes!
Al llegar a la calle de la Cava se detuvo un momento, agotadas ya todas sus energías físicas.
—¡Ay, me muero!
Sentía un ardor en la cabeza. ¡El ardor de la fiebre! Y le parecía que el corazón, en su palpitar furioso, iba a salírsele del pecho. Pero pronto se repuso.
—¡Puñales! ¿Es que me voy a desmayar como una damisela?
Y nuevamente echó a correr agitando al aire su cabellera, negra como pendón de muerte.
—¡Madre! ¡Madre!
Una vieja, toda arrugas y canas, apareció, alumbrándose con un candil, en la puerta de la tienda de vinos señalada con el número 52.
—¡Hija! ¡Manuela!
—Aquí estoy.
—¿Sola?
—Sola.
—¿Y tu padre? ¿Y tu marido?
—Allá quedan.
—¿Dónde?
—En la Montaña del Príncipe Pío.
—¿En la Montaña?
—Sí.
—¿Y qué harán con ellos?
—Matarlos.
—¡Jesús! ¡Dios mío!
La vieja prorrumpió en sollozos.
—¿Matarlos? ¿Dices que matarlos? ¿Y por qué?
—Por patriotas.
La vieja se encogió de hombros.
—¡Por patriotas!
El candil tembló en sus manos haciendo oscilar la luz.
—¡Por patriotas! ¿Y qué es eso? ¿Qué delito es ese?
No podía hablar, atragantada por los sollozos.
—¡Si ya se lo decía yo! ¿Qué más da Juan que Pedro? Mande el que mande, español o francés, a los pobres nos irá siempre mal. Pero no han querido oirme y se han buscado su perdición.
Como respuesta a las palabras de su madre, Manuela gritó indignada y furiosa:
—¡Viva Fernando ! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!
—¡Que vas a comprometernos! — gimió la vieja.
Dos guardias polacos atravesaron en aquel momento la calle al correr frenético de sus caballos.
La manola se echó a reir al verlos.
—¡Llegan a tiempo!
Y adelantándose hasta los ginetes, a riesgo de ser atropellada:
—¡Eh, amigos, un jarro de vino! ¡Yo convido! ¡Viva Napoleón!
Los soldados pararon en firme sus caballos, y después de examinar temerosos a la mujer deliberaron en voz baja.
—¡Vino! ¡Nos ofrecen vino para la sed!
—¿Bajamos?
— ¡Por mi!...
—Un jarro nunca es de despreciar.
—Eso digo yo.
—Son mujeres.
—No hay que fiarse, sin embargo.
—Si; en este maldito país, las mujeres son de temer tanto como los hombres.
—Beberemos un jarro y nos iremos.
—Bueno; pero nada más que un jarro.
Descendieron de los caballos, y alumbrados por Manuela entraron en la taberna.
—Madre, usted quédese en la calle para cuidar de las caballerías.
La maja de pie, veía beber a los soldados.
—¡Vaya un vinillo, ¿eh? señores! ¡De lo mejor que produce la tierra! Voy a servirles otros jarros. Esto se bebe como agua. Dirán ustedes: ¿pero, por qué nos convida esta mujer? Voy a contestarles. Porque siento una gran simpatía por los franceses. Mi abuelo era de París de Francia. Murat, a quien he visto varias veces, es un gran mozo. Buena jornada la de hoy, ¿eh? amigos. ¡Vaya una ensalada do tiros! Beban ustedes sin miedo. Este vino no hace daño, ¡lgual no lo cata ni Napoleón! ¿Conque ustedes son franceses? ¡Ouánto me alegro! Ya les he dicho que mi abuelo... ¿Y los mamelucos son también de París? ¿Quieren ustedes otro jarro de vino? Con franqueza. ¡Aquí todo está pagado! ¡Viva Napoleón!
Los soldados asentían con gestos de aprobación a las palabras de la maja, algo desconcertados ante la charla de aquella mujer, a la que apenas entendían.
—¡Ah! ¿Ustedes no comprenderf Yo creía... ¡Como el español es tan fácil!... Yo tampoco entiendo una palabra de franchute. Y eso que ya les he dicho que mi abuelo...
Y sonriéndose, para mejor ocultar el sentido de sus palabras, los insultó.
—¡Cochinos! ¡Hijos de...! ¡Canallas! ¡Ladrones!
Los soldados se sentían satisfechos. Después de la penosa jornada del día no les venía mal aquel descanso. Y el vino, como bueno, era bueno. Y la mujer, la mujer... ¡mon Dieu, épatante!
Manuela, impávida, seguía increpándolos:
—¡Bebed, emborrachaos, hijos de malas madres! ¡Bebed, asesinos! ¡Bebed, herejes!
Al sexto vaso de vino, los soldados estaban ya borrachos. Manuela, de pie fronte a ellos, los observaba nerviosa.
— ¡Otro cuartillo, señores! ¡Vamos a brindar! ¡Por la cochina Francia!¡Por el cochino Napoleón!
Uno de los guardias se permitió tocarla la cara. La maja se sonrió.
—Gracias, gabacho.
Y apretando los dientes, en voz baja:
—...¡Consentido! ¡Ya me las pagarás!
Otra vez los soldados deliberaron en voz baja.
—Me gusta esta mujer.
—Y a mi.
—Para los dos.
—Para mí.
—Somos compañeros.
—Si; pero tú eres casado.
—¿Y eso qué importa?
—Yo primero.
—Bueno.
—Pero de prisa, que es tarde.
—Sí, de prisa.
Manuela seguía observándolos.
—¡Ya son míos!
Uno de los soldados, el que parecía más joven, se puso de pronto en pie, apuntándola con una de sus pistolas.
—¡Mademoiselle!
La maja se echó a reir, con risa que daba espanto oiría.
—¿Qué quieres, gabacho?
—¡Mademoiselle!
—¿Qué quieres?
Y corrió a refugiarse en un rincón de la tienda.
El soldado, tambaleándose, avanzó hasta ella.
—¡Cuidado!—gritó Manuela.
Y arrojándose de repente sobre él le arrancó la pistola de la mano.
—¡Cobarde! ¡Ya verás tú de lo que es capaz una madrileña!
Apuntó y disparó. El soldado cayó al suelo blasfemando.
—¡Por mi marido!
Luego volvió el arma contra el otro soldado que al ver caer a su compañero se había puesto en pie blandiendo su sable.
Sonó una nueva detonación.
—¡Por mi padre!
La vieja entró despavorida en la tienda.
—¡Hija! ¿Qué has hecho?
— ¡Vengarme! ¡Vengarte!
Y después de unos momentos de silencio:
—Demos libertad a estos caballos... Arrojemos estos cadáveres a la cueva.
La vieja elevó las manos a lo alto, sollozando:
—¿Pero por qué han de ocurrir estas cosas entre los hombres?
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