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Miguel Sawa

"La viuda"

(Amor)

Biografía de Miguel Sawa en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6
 
La viuda
 

Todos los meses iba por lo menos una vez a visitar la tumba de su esposo. Era el suyo un dolor plácido y tranquilo. Se había acostumbrado ya a su viudez, y no echaba de menos la compañía del muerto. Le quería, sin embargo aún, y por las noches, al acostarse, pensaba en él y rezaba maquinalmente unos cuantos Padrenuestros.

Tenía veinticuatro años, y solo hacía uno que estaba viuda. Había jurado, no por respeto al muerto, sino por respeto a sí misma, no volver a casarse.

Después de dos años de matrimonio se sentía algo cansada, y no era ya para ella el amor sino una hermosa ilusión desvanecida.

* * *

—No; es inútil que trate usted de convencerme. Prefiero mi triste soledad a la soledad de dos en compañía de que habla Campoamor. Declaro a usted sinceramente que no me siento con fuerzas para amar de nuevo. Si me volviese a casar engañaría al esposo muerto con el vivo y al vivo con el muerto. Doble traición. Soy muy honrada o muy egoista, como usted quiera.

—Pero usted—insistió él—no tiene derecho a renegar de su juventud, renegando del amor... Esa decisión, que yo juzgo sincera, no puede ser irrevocable.

Guardaron silencio y se miraron fijamente a la cara, sin atreverse a reanudar la conversación.

—Sí,—siguió él con voz emocionada—yo no puedo resignarme a la idea de ese suicidio moral... Créame usted, no es posible tener veinticinco años y condenarse a vivir como si se tuvieran cincuenta.

Se interrumpió, y balbuceando, con voz trémula:

— ¡Tenga usted compasión de mí!

Y la miró decidido a la cara, con ojos de pasión.

Ella dudaba, no sabiendo qué contestar. De su respuesta dependía su porvenir, ¡toda su vida!

¡Ah! Permanecer fiel al esposo muerto, no dar albergue en su corazón a ningún nuevo afecto, cerrar las puertas al porvenir y vivir solo del pasado, eran sacrificios superiores a sus pobres fuerzas.

Ahora, en aquellos momentos supremos, se daba cuenta exacta de su situación, y comprendía que amaba demasiado al hombre para condenarse a eterna viudez.

Además, ¿por qué no declararlo? Sí, ella no tenía derecho a renegar de su juventud; la mujer nace para amar y ser amada, y no era ni moral ni honrado sustraerse a esta ley de la Naturaleza.

Ahora comprendía que su soledad tenía mucho de abandono; y le daba miedo pensar que podía seguir viviendo sola sin que nadie la protegiera y la amara.

Y reflexionando así, se sintió completamente mujer, es decir, se sintió coqueta.

—Amigo mío, yo no puedo discutir con usted...

Hizo una pausa, y sonriéndose, con tono alegre:

—No, no puedo discutir, porque llegaría usted a convencerme de la sinrazón de mis propósitos...

Era ya casi de noche, y la habitación había ido poco a poco llenándose de sombras.

Los dos jóvenes se aproximaron el uno al otro instintivamente, sin darse cuenta de lo que hacían.

Y entonces él le dijo con voz en que vibraba la pasión:

—No, no es posible cuando se es joven sustraerse a la ley del amor. ¡Amémonos, pues, cumpliendo los mandatos de la Naturaleza!

Ella no supo qué contestar, y fatalmente vinieron a su memoria las palabras que pronunciara poco antes:

«Si me volviese a casar engañaría al esposo muerto con el vivo y al vivo con el muerto.»

Y se echó a reir nerviosamente mientras él la estrechaba entre sus brazos.

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