Su voz clamó angustiada.
— ¡Deja, Señor, que vuelva a mi!
Y el desgraciado cayó de rodillas, elevando a lo alto sus manos de asceta.
—¡Deja, Señor que vuelva a mí!
Bajó después, humilde, la cabeza, y rezó en voz alta, con voz lúgubre de queja, todas las oraciones del amor divino:
—«Padre nuestro». «Ave María».
Rezando, rezando, pasaron horas y horas. De pronto, el mísero se levantó iracundo:
—¡Anatema!... ¡Maldición!...
Pasado el acceso se echó a llorar. Sus ojos eran como dos manantiales de lágrimas. Lloraba y lloraba sin que se agotara el caudal de ellas.
—Bien sabes tú, Señor—gemía el mísero,— que estoy libre de culpa, que no soy responsable... Años y años te he rogado: «¡No me dejes caer en la tentación!»—¿Por qué no has querido oírme? Yo era feliz en mi pureza. Pero vino el Enemigo Malo y me tentó. Para alejar al pecado, todas las noches, al acostarme, repetía el anatema de San Antonio: «Cuando veáis a una mujer, creed que tenéis presente, no a un ser humano ni a una bestia, sino al Diablo». Y mis sueños eran puros como podían ser los de los ángeles. Luego por las mañanas, al despertar, después de hacer la señal de la cruz, recitaba en voz alta, una y otra vez, a modo de oración, las palabras de San Juan Crísóstomo: «La mujer es ia causa del mal, la autora del pecado, la fatalidad de nuestras miserias, la puerta del infierno». Llegué a sentir tal horror hacia ellas que olvidé que había nacido de vientre de mujer. «Las madres—me decía,—no son hembras; son solo madres».
Señor; yo era feliz en mí ignorancia del pecado. No hay satisfacción mayor para el espíritu que el estado de pureza. Mí alma, abrasada en el amor de Dios, no sentía otro deseo que el del sacriflcio. Las mujeres pasaban a mi lado como sombras, sin que yo las viese, abstraído en mis meditaciones. Si alguna vez mis ojos se fijaban en ellas, temblaba de horror y de asco. ¿Pero era posible que los hombres perdieran su alma por aquellos monstruos de abominación?
¡Ay! pero una noche... Era ya tarde. Rezaba yo mis oraciones. De pronto, llamaron a la puerta. Salí a abrir, intranquilo. ¿Quién podía ser a aquellas horas? ¡Dios mío! la que llamaba era la Mujer, era la Tentación, era el Pecado, que venían a perderme.
Me eché a temblar al verla, y, haciendo la cruz, retrocedí asustado:
—¡Vade retro!
Yo no podré describir nunca la forma carnal de aquel demonio de seducción. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Negros o azules? No sé... creo que negros. ¿Era rubia o morena? Rubios son los ángeles, morenas son las mujeres... Sí... debía de ser morena.
Deslumbrado ante su belleza, cerré los ojos para no verla. Pero la Mujer habló. Yo no oía sus palabras sino la música de su voz. ¡Oh, qué bien suena en boca de mujer el silbido de la serpiente!
De pronto, la Impura, para acabar su obra de seducción, llegó hasta mí y me cogió una mano. Al contacto de su carne sentí paralizarse la sangre en mis venas, y me pareció que mi cerebro dejaba de funcionar.
¿Qué tiempo pasé en aquel estado de inconsciencia? No sé... ¡Un segundo del valor de un siglo! Cuando volví a la vida, la Mujer seguía allí, mirándome implacable con sus ojos de tentación.
—¡Vade retro! -clamé de nuevo angustiado.
La Impura, sin hacer caso de mis palabras, me echó los brazos al cuello.
Quise huir, pero estaba cogido por el Demonio y no podía moverme, como si mis pies hubieran eciiado raicea en la tierra.
—¡Señor, Señor, ven en mi ayuda!
Pero Dios no quiso oirme, no quiso darme fuerzas para resistir la tentación.
Entonces, sin darme cuenta de lo que hacía, cediendo a la necesidad del instinto, uni mi boca a la boca de la Impura. En aquel beso de amor puse toda mi alma. ¡Nunca mujer alguna fué besada como lo fué aquella! La serpiente me habia ofrecido la manzana del Pecado, y yo la devoraba con el ansia del hambriento.
—¡Te amo, te amo!—le dije,— sin dejar de besarla, metiéndola las palabras en la boca.
Ella luchaba por desasirse de mis brazos.
—¡Te amo, te amo!
Una extraña laxitud languideció de pronto todo mi cuerpo. Y mi cabeza cayó rendida sobre el hombro de aquella mujer.
Aprovechándose de mi confusión huyó la Impura, huyó con la rapidez del viento.
Quise seguirla, pero el Demonio me tenía sujeto aún y no podía moverme, como si mis pies hubieran echado raíces en el suelo.
***
Desde entonces vago por el mundo buscando en vano aquel fantasma de mujer.
Y por más que la llamo no acude a mi voz.
¡Dejad, Señor, que vuelva a mi! «Padre nuestro...» «Ave María...»
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