Yo soy un enamorado del mar. Un enamorado platónico. No me he embarcado más que una vez en la vida. ¡Oh, pero qué hermoso viaje aquél! En él conocí la felicidad. En él conocí la desgracia. Amor y dolor ¿no son palabras sinónimas?
¡Oh, las bellezas del mar! Las aguas del Océano tienen todos los colores, son verdosas—toda la gama del verde,—cuando se hallan en calma; negras—con todo el horror de lo negro—en los días de tempestad; rojas, cuando el sol se baña en ellas; blancas, con esa blancura luminosa, fosforescentes de la nieve, en las claras noches estrelladas.
El hombre es un ser inferior. Para cada uno que mira a lo alto, hay ciento que, con los párpados caidos, andando torpemente como los topos, sólo se preocupan de ver—sin talento para observar—las cosas bajas y feas de la tierra. Hay muy pocos que aspiren a volar, que quieran perderse, en busca de mundos nuevos por las inmensidades del infinito. ¡Andar a dos patas es tan cómodo, y tan fácil, y... tan natural!
Y váyales usted a esos hombres a hablarles de nada extraordinario, de nada que no sea el hecho vulgar, el pan nuestro de cada día.
¿Creerá usted que hay quienes niegan la existencia de gnomos, sátiros y faunos, de ninfas, sirenas y náyades, de esos seres extraños, cantados por los poetas, pobladores misteriosos de los bosques y los mares?
Pero lo que me indigna verdaderamente es que esos topos duden de la existencia de las sirenas, de aquellas divinas hijas de Aqueloó y Calirpe, metamorfoseadas en monstruos marinos por la vengativa Ceres.
Porque, créame usted, yo tengo motivos para creer en las llamadas ninfas del mar, yo puedo asegurarle a usted que mis ojos han visto— ¡horas y horas, hasta saciarse de mirar! —a una de esas mujeres-sirenas, que surgen, como Venus, de las aguas, para asombro y éxtasis de los navegantes.
¡Qué portentosa creación de belleza aquel monstruo! Parece que la veo aún. Sus ojos cambiaban caprichosamente de color, y eran, a veces, verdes como el mar, y otras, azules como el cielo. ¡Pero qué extraña, qué poderosa luz en las pupilas! ¡Qué soberano modo de mirar el de aquellos ojos únicos!
Su cabellera rubia, floreada de algas, caía sobre sus espaldas como un manto de oro. Estaba desnuda... y sonreía fascinadora, enseñando las perlas de sus dientes. Estaba desnuda, al aire el alto y torneado cuello, el seno virginal... ¡Estaba desnuda y sonreía!
Yo la contemplaba en éxtasis de admiración, y ella, siempre sonríendo, arqueaba, con gracioso movimiento, sus brazos de nardo y apoyaba en ellos su cabeza de oro, lanzando sobre mí todo el fuego de sus miradas.
Eché el cuerpo fuera de la borda, aún a riesgo de caerme al mar, para contemplarla mejor. La noche era clara y serena. Alrededor de aquella mujer bullían las aguas formando espumas luminosas. La luz de la luna caía directamente sobre ella, bañando de luz su cuerpo desnudo. Un nimbo de estrellas circundaba su cabeza. Y seguía sonriendo.
¿Quién era aquella divina aparición de amor? ¿Luego era verdad la existencia de las sirenas y aquella mujer era una de las ocho ninfas del mar de que nos hablan los poetas?
Perdí la cabeza y grité:
— ¡Agaofone; Telxlepia, Molpe, Siguea!
La sirena, al oírme, avanzó, vino hasta mí tendiéndome los brazos. Y comenzó a cantar, en versos que acaso fueran del divino Apolo, una canción formada de besos y suspiros.
Volvió a tenderme los brazos y me pareció que gritaba:
—¡Ven!
Me acordé de las palabras de Nietzsche:
«El que lucha con monstruos corre el riesgo de convertirse en monstruo. ¿Vuestra mirada penetra en el abismo? El abismo penetra a su vez en vosotros.»
Y tuve miedo. Pero ella seguía mirándome, mirándome y gritando:
—¡Ven! ¡Ven!
Me volví loco.
—¡Allá voy, amor mío!
Cerré los ojos y me arrojé al mar. Después no sé lo que pasó. Oí voces que gritaban:— «¡Hombre al agua!» —Y perdí el conocimiento.
Cuando volví a la vida de la razón vi que tenía la mano derecha ensangrentada y que aprisionaba en ella un haz de cabellos, rubios como el oro.
Di cuenta a mis compañeros de pasaje de que se me había aparecido una mujer-sirena. Les declaré que mis ojos la habían visto horas y horas— ¡hasta saciarme de mirarla!— y les enseñé por último—prueba material— el haz de cabellos rubios.
Y se echaron a reir, y yo creo que me reputaron de loco.
Sin embargo, desde entonces yo creo en la existencia de las sirenas. |