—Mi querido poeta: ya sabe usted que las mujeres tenemos el derecho de ser curiosas... Pero bien, yo quiero formularle a usted una pregunta, una pregunta indiscreta...
El joven hizo una inclinación de cabeza y sonrió amablemente.
—Usted puede interrogarme siempre que quiera.
—Verá usted. ¡Oh, es una curiosidad la mía algo inocente! Yo quisiera saber, mi querido poeta, quién es la musa que le inspira a usted sus hermosos versos.
Dudó un momento antes de contestar.
—¿Mi musa?
Y con voz conmovida, balbuceando:
—Mi musa... ¡es usted!
—¿Yo?
—Sí... ¡Oh, hace mucho tiempo que tengo necesidad de decirle a usted que la amo, mucho tiempo!... Pero yo no sé hablar, sino sentir.
Sí; mi musa es usted... ¡Oh, esos ojos de mirar sereno, tan grandes, tan negros!... Yo quisiera llevar a mis versos toda esa luz... ¡Madre de Dios, si parecen dos luceros! No, no los cierre usted, ¡por todos los santos!, que voy a quedarme a obscuras. ¡Ah, si yo pudiese meterme toda esa luz en el cerebro y en el corazón!...
Sí; mi musa es usted... He luchado mucho y tengo necesidad de reposo y de descanso... Siento la nostalgia del hogar... No se ría usted; la nostalgia del hogar... Hace muchos años que estoy peleando con las olas, sin conseguir llegar a la playa... ¡Auxilíeme usted, por Dios! ¡Deme usted la mano, que voy a ahogarme!
Ella le escuchaba emocionada, sin atreverse a interrumpirle.
—No puede usted negar su temperamento de artista, su profesión de poeta. Habla usted como un inspirado.
Y variando de tono, burlonamente, llena la boca de risa:
—Muchas gracias por su contestación; es usted muy galante, amigo mío. Pero creo un deber declararle que está usted equivocado. Yo no puedo ser su musa. ¡Ay infeliz de mi!, yo soy una mujer vulgar, sin ilustración, sin talento, sin mérito alguno... Ni siquiera soy bonita. Me he mirado muchas veces al espejo, porque soy un poco coqueta, y estoy convencida de que no valgo nada... Yo no puedo ser la poesía; la prosa, si acaso.
Él la interrumpió:
—No tiene usted derecho a calumniarse... ¡Oh, si usted me quisiera un poco!
Ella entonces, sonriendo, le alargó la mano.
—¡Veremos!
Sonó un beso.
—Sí—murmuro él;—la poesía es el amor, y la mujer es la eterna musa del poeta.
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