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Miguel Sawa

"La mujer de nieve"

(Historias de locos)

Biografía de Miguel Sawa en Wikipedia

 
 
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Música: Liadov - Op.15 - Two Mazurkas - 1: Mazurka in A major
 
La mujer de nieve
 

¡Maldito sea el sol! ¡Es el responsable de todas mis desgracias! ¡Oh, yo quisiera vivir en un país de desolación y de tristeza, en que reinara eternamente la noche; un lugar de sombras, de tinieblas, sin luz, sin aire; un lugar apartado y solitario donde poder llorar sin que nadie me viera! Usted debe de saberlo— ¡lo sabe todo el mundo!—yo estoy enamorado hasta la locura de una mujer misteriosa, de un espíritu puro como los ángeles, invisible e inadmisible para todos, ¡para todos menos para mi! Yo estoy enamorado de la «mujer de nieve».

Usted no la conocerá... ¡No la conoce nadie más que yo! Es una mujer única, blanca como la neve de que está formada, blanca como la espuma del mar; los ojos muy grandes, sin color, lucientes como dos estrellas; la boca tenue como un suspiro: las orejas diminutas; el pelo rojo, cayendo sobre su espalda como llamas de fuego; y el cuerpo, majestuoso en su desnudez, blanco también, con la blancura ideal del mármol helénico, del que surgió la Venus divina.

No he visto más que una vez en mi vida a esta mujer extraordinaria, ¡una vez sola! Fue el día 13 del pasado Diciembre. ¡Fecha sagrada! Nevaba... ¡Oh, qué hermosa estaba aquel día la Tierra!

Todo blanco, todo blanco... Una nota de color, sin color. La nieve caía inmaculada en menudos copos, como hostia santa. Los árboles, sin hojas y sin verdor, con sus ramas retorcidas como miembros desconyuntados, semejaban espectros detenidos en medio del camino.

Todo callaba con silencio de de muerte. Solo el viento dejaba oir su voz, que amenazaba ronca unas veces, y parecía otras plañir desesperada.

La nieve lo cubría todo, se apoderaba de todo, de las casas, de las calles, de la ciudad entera, que iba poco a poco perdiendo su aspecto normal, que iba desdibujándose, esfumándose, desvaneciéndose.

Ella se me apareció en medio del camino como visión celeste. En actitud hierática, los brazos caídos con gracioso desmayo, la cabeza erguida, los ojos fosforescentes, parecía la estatua de una diosa abandonada. Su pelo rojo resplaindecía con fulgores de fuego.

Caí de rodillas al verla en éxtasis de adoración.

—«¡Venus admirabilis!»

Y en voz baja, sin atreverme a mirarla, la recé, con voz balbuciente, una sentida oración de amores.

—¡Diosa, mujer, ángel!... ¡Mírame, alza hasta mí tus divinos ojos! ¿Quién eres? ¿La inmaculada, la pura, la Virgen de los Cielos? ¡Mírame y mátame si quieres! ¡Te adoro!

Ella no me contestó ¡qué había de contestarme! y yo continué rezándola todas las palabras de amor que acudían elocuentes a mis labios.

—¡Divina para todos, humana para mí!

De pronto alcé los ojos para continuar admirándola. No; no era ilusión. ¡Me miraba! Sí, me miraba y me sonreía. Ya no era la estatua: era la mujer.

—¡Te adoro!

Me pareció— ¡ensueños quizá de la fantasía, delirios de mí cerebro en fiebre!—que «la mujer de nieve» me ofrecía su boca, tenue como un suspiro, de la que volaban, como pájaros inquietos, los besos ardientes de su amor.

Me levanté tambaleando—la felicidad se sube también a la cabeza y emborracha como un malvino—para abrazarla.

Había cesado de nevar. La eché los brazos al cuello— ¡a su cuello, más blanco que las alas de la paloma, esbelto como las torres de que hablaba Salomón!—y uní mi boca a la suya, helada como la nieve, a la que di calor con mis besos.

Y besándola, besándola perdi el sentido y cai en tierra, incapaz de sentir en pleno juicio, en plena lucidez cerebral, las sensaciones de placer extraordinarias, únicas, de aquel amor insensato.

Cuando volvi a la vida lucía el sol, un sol de fuego, con más calor, con más llamas, que todo el calor y todas llamas del infierno. La nieve se había derretido y con ella la Inmaculada, la Pura, la Virgen, ia estatua admirable de mis ensueños de una hora.

Yo continuaba con los brazos abiertos. Y unos hombres me apresaron y me trajeron aquí.

¿Quién ha matado a la «mujer de nieve»? ¡El sol! Y por eso le odio y le maldigo. Y por eso quisiera vivir en un lugar de horror y de tinieblas, donde poder llorar, sin que nadie me vea, la muerte de mi bien amada, la muerte de mi «Virgen de nieve...»

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