Se llamaba... ¿cómo se llamaba?... A veces pierdo la memoria... Elena, sí; creo que se llamaba Elena. ¡Qué hermosa era!—De esto sí que estoy bien seguro; esto sí que lo recuerdo bien—¡qué hermosa! Alta y fuerte, tal como una estatua de Minerva; los ojos negros, negros como la noche, ojos fascinadores que enloquecían con su mirar de amor; la faz morena, artísticamente «soleada»; la boca roja y ardiente como la llama; el cabello azulino y brillante...
Yo le pregunto a usted: ¿Una mujer así, debe morir? ¿Por qué la Belleza no ha de ser inmortal? ¿Por qué la Gracia no ha de ser eterna?
Pero la Muerte es implacable y no perdona a nadie. Armada de su guadaña, hiere ciega lo mismo lo bello que lo feo, lo bueno que lo malo... Para ella no hay clases ni privilegios. Todos iguales. ¡Maldita sea la igualdad!
Y así llevamos siglos y siglos, desde que el mundo es mundo. El hombre a crear, y ella, la Inexorable, a destruir.
¿Qué poder hay semejante al de la muerte? Ninguno. Ella tiene como cómplice, como aliada, a la Naturaleza entera, al aire, al agua, al fuego. La tierra no da de sí más que elementos de destrucción.
¡Oh, es terrible! Todo lo que nace, nace para morir. ¡Todo! El mismo planeta que habitamos, rotos sus ejes, dejará algún día de girar alrededor del sol y desaparecerá en el vacío. Y el sol, el mismo sol se apagará también. ¡No hay fuego que no se consuma, no hay llama que no se extinga, no hay hombre que no se torne en cenizas! Y volveremos otra vez a las tinieblas del caos, y la noche será eterna en el Infinito.
Sí, la Muerte lo puede todo. Ya lo he dicho antes; no hay poder como su poder. Y sin embargo, óigame usted, si es usted capaz de comprenderme. Voy a contarle cómo he podido yo acabar con ella.
Pero no crea usted que estoy loco, como han tenido a bien asegurar los fariseos de la justicia que me han confinado en este manicomio. ¡No, no crea usted que estoy locoi ¡Los locos son ellos!
***
Oiga usted la historia de la verdad. Elena, a pesar de sus apariencias de diosa, era, en realidad, una mujer como otra cualquiera, una pobre mujer como otra cualquiera...
Aquel hermoso bloque de carne, digna de un pedestal, era también susceptible— ¡miseria humana! —al dolor de la enfermedad y al dolor de la muerte.
Una tarde... Estábamos asomados al balcón, mirándonos sin vernos, en pleno éxtasis de amor.
Cantaba el pájaro en el árbol y el agua en la fuente; vibraba el aire armónico; el cielo era de púrpura, y la tierra, dorada por el sol, parecía un paraíso.
Elena apoyaba su cabeza sobre mi pecho, y en voz queda, con palabras seguidas de suspiros, murmuraba:
— ¡Oh, quisiera morirme en esta felicidad! ¡Temo tanto a la vida!... Mira, nuestro amor que hoy es fuego, mañana será ceniza. ¡Todo muere! Las dichas de este mundo son humo y se las lleva el viento... ¡Todo muere!
Y echándome los brazos al cuello y uniendo su boca a la mía:
—Tarde o temprano llegará el momento de la desilusión y del hastío. Por eso te digo que quisiera morirme en una hora como la de ahora, gozando de este estado de plena felicidad.
De pronto, mi adorada gritó, cayendo desplomada en mis brazos:
— ¡Me muero! ¡Dios ha oído mi ruego! ¡Me muero!
Cesó en su canto el pájaro, dejó de sonar la fuente, paróse el aire y el cielo se cubrió de sombras.
¡Sí que se moría! Besé su boca y su boca estaba yerta; palpé su cuerpo y tampoco había calor en él... Y sus ojos ¿por qué permanecían cerrados y no me miraban ya con fiebre de amor? ¡Se moría, se moría!...
Entonces— ¡oh, le juro a usted que no miento!—se acercó a nosotros con paso ledo, se interpuso entre los dos una sombra surgida no sé de donde. ¿Hombre o mujer? No puedo decirlo —un ser monstruoso— que llevaba una sonrisa en la boca y una guadaña en la mano.
La reconocí en seguida. ¡Era la Muerte! ¡Era la Muerte, que venía a robarme a mi amada!
—¡Elena!... ¡Amor mío!... ¡Elena!— clamé desesperado.
Una voz misteriosa, que venía de la sombra, me contestó:
—¿A qué la llamas, insensato, si no te oye, si ya no puede oírte? Crees tenerla en tus brazos y so halla entre los míos. Mientras tú estrechas su cuerpo muerto, yo estrecho su alma viva. Ella me llamó, bien lo sabes, y por eso he venido. Agradéceme el favor. ¡Me solicitan de tantas partes!... Yo bien quisiera servir a todos, pero me falta tiempo. De día y de noche el clamoreo es incesante. — ¡Ven, ven! — ¡La vida cuenta con muchos partidarios, pero mira que yo!... Todos me temen, pero todos me llaman.
Un silencio. Luego, la voz vibró sonora.
—¡La única verdad está en mí; la única verdad que jamás sabrá el hombrel Yo soy lo desconocido, lo ignorado, lo eternamente misterioso. ¿Qué hay después de mi? ¿La Nada? ¿El Infinito? ¡Que lo averigüen, si pueden, esos bestias de sabiosl
Y blandiendo amenazadora la guadaña:
—Hoy me llevo a Elena; mañana vendré por tí. ¡Espera I ¡Ten paciencia! Tarde ó temprano, serás mío. ¡Yo soy la laexorable, la que a nadie perdona!
Loco de desesperación, grité:
—¡Nol ¡A Elena no te la llevarás mientras yo viva!
—¡Insensato! ¿Te atreverás conmigo?
—¡Sí!
Saqué el revólver, y disparé a lo alto.
Oí reír otra vez entre las tinieblas.
—Adiós, llevo prisa. Tengo mucho que hacer. Hasta muy pronto.
La sombra se desvaneció, siempre riendo, y entonces surgió la luna, y se luminó el espacio.
Yo seguía apretando frenéñco el cadáver de Elena.
***
Y vea usted si son bestias esos médicos. Para traerme aqui han inventado la farsa de que yo, en un rapto de locara amorosa, habia ahogado a mi adorada al abrazarla.
Y no he sido yo. sino la Muerte, quien la ha asesinado.. ¡La Muerte, la inexorable, la que a nadie perdona. Por eso disparé sobre ella los seis tiros de mi pistola Browing. ¡Si llego a alcanzarla!...
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