Ríase usted de todos esos idealistas que creen posible la igualdad, la fraternidad humana! Mientras el mundo exista, existirá la ley de castas y la diferencia de clases. El poder real es el poder real, la aristocracia es la aristocracia, y el pueblo es el pueblo. ¡Si lo sabré yo; que soy el hombre más grande que ha producido la Revolución francesa!
Voy a contarle a usted lo que me ha ocurrido en esta mi segunda aparición en la vida.
Hay en Madrid, en la llamada calle de Tudescos, una casa triste, lóbrega, sin sol y sin aire, que amenaza venirse abajo, rendida por la pesadumbre de los años. Pues bien, en esa casa ha vivido, hasta hace poco, la propia María Antonieta, reina un tiempo de Francia.
Yo la vi una tarde asomada al balcón, y quedé deslumbrado ante su belleza soberana. Luego, pensé: «¡Pero si yo conozco a esa mujer!» Y seguí reflexionando: «¡Vaya si la conozco!» Pero no acertaba a adivinar quien era. Hasta que mi cerebro se iluminó de pronto con la luz de una idea: «¡Pues si es la Austríaca!»
Sí, aquella mujer era la propia imagen, el propio retrato de la pobre reina guillotinada. Como ella tenía la frente alta y serena, los ojos azules, los cabellos rubios—de un rubio pálido, color de oro viejo,— la boca altiva, la nariz aguileña...
La ilusión era completa. Estaba en presencia de María Antonieta rediviva. Y tuve tentaciones de saludarla con una reverencia de minué.
Usted dirá: «¿Pero cómo podía ser aquella mujer, María Antonieta?» La verdad, no sé que responderle. La vida está llena de estos hechos inexplicables.
Sin embargo, ¿por qué no creer que hay seres extraordinarios a quienes Dios concede el privilegio de gozar de dos ó más existencias? Yo soy uno de esos seres extraordinarios. Fíjese usted en mí. ¿No me reconoce usted? Esta fealdad grandiosa de mi rostro debe ser para usted una revelación. Dios sólo ha hecho un hombre semejante a mi—dijera mejor un monstruo:— Mirabeau. Y al no ser yo Mirabeau, claro es que tengo que ser por fuerza Danton.
Sí, sépalo usted; yo soy el famoso convencional del 89, el com pañero de Marat y Robespierre, el hombre de las matanzas de Septiembre; yo soy aquel que dijo al verdugo al pie de la guillotina: «Enseñarás mi cabeza al pueblo, ¡qué bien vale la pena de que la vea!» Yo soy Danton redivivo. ¿Y querrá usted crerlo? Así como yo me doy cuenta de mi existencia, así como yo sé quién soy, María Antonieta, en cambio, ha olvidado por completo su historia, su pasado, ignora quien es, y no hay modo de convencerla de que ha nacido en Viena y que es hija de María Teresa y viuda de Luis XVI.
Yo le hice el amor con fines puramente altruistas; yo intentaba, al casarme con ella, realizar la unión entre la monarquía y el pueblo. Y María Antonieta me ha rechazado, se ha burlado de mí. ¡Si no hay modo de hacer compatible lo que es fatalmente incompatible!
Yo me dirigí a ella con el siguiente discurso:
—Señora: Vengo a proponeros la alianza del poder real con la revolución. El siglo XX no es el siglo XVIII. Ya no hay clases ni privilegios. Su igual humana es un hecho y María Antonieta bien puede ser la esposa de Danton.
Ella se echó a reír.
—¡Pero está usted loco!
Yo continué imperturbable:
—¡Qué felicidad haberla encontrado a usted en esta triste casa de la calle de Tudescos! ¿Pero por qué ha abandonado usted su palacio de las Tullerías? ¿Viene usted acaso de Versalles o de Marly? ¿Dónde está su corte amable de adoradores? ¿Y el conde de Artois? ¿Y el de Provenza? ¿Y los caballeros Coigny, Tersen, Vaudreil, Lauzan y tantos otros? ¿Dónde sus damas? ¿Y la princesa de Lamballe? ¿Y el buen rey? Permítame usted, señora, que la salude con una reverencia de minué. Permítame usted que bese con toda cortesía su manita real.
No, no se asuste usted, no me mire usted con esos ojos de espanto. Yo ya no soy el Danton de aquellos tiempos terribles. Yo soy ya otro hombre distinto. Si quiere usted, estoy dispuesto a gritar ¡viva la Monarquía!, a condición de que usted grite: ¡viva la República! Hagamos un pacto: unamos a la vieja Tiranía con el pueblo emancipado. ¡María Antonieta casada con Danton! ¿Y por qué no? Ya le he dicho a usted que estos son otros tiempos. Además, el odio de la Revolución nos ha igualado. ¡Piense usted que nuestras cabezas han podido besarse en la trágica cesta del verdugo Sansón! Yo abjuro, señora, en honor de usted, de todos mis ideales políticos. Danton se declara cortesano de María Antonieta. ¿Cómo no ser vasallo de tal reina? Imagínese usted por un momento que soy el conde de Artois o el de Provenza, que soy uno de tantos caballeros de su corte de amor. Permítame usted que me arrodille a sus pies, como cumple a un buen cortesano. ¡Oh, reina y señora, yo la adoro con toda mi alma!
Ella me miraba asustada, sin saber que responderme.
— ¡Me da usted miedo! ¡Yo no soy María Antonieta!
—¡Ah!, ¿te obstinas en negar?
¡Tú eres María Antonieta! ¡Tú eres la Austriaca!
Y la cogí furioso por un brazo. ¡Danton estaba con la calentura!
—¡Suélteme usted!
—¡Declara que eres la Austriaca!
—¡Perdón! ¡Soy inocente!
— iNo!
—¡Socorro! ¡Socorro!
Le eché las manos al cuello.
—¡Muere, pues, ya que no quieres ser mía!
Por eso le decía a usted que no es posible la alianza entre el poder real y el pueblo.
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